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El inspector Rojas se estaba moviendo, pensó Artetxe. Debía de estar muy interesado en que se reabriera el caso del periodista.

– Si me lo plantea de ese modo no me queda más remedio que contestarle afirmativamente, pero por mucha vista gorda que haga la policía, un asunto en el que confluyen las drogas y una muerte antes o después acaba por estallar.

– Si tiene que estallar que estalle -contestó, furioso, Arróniz-, pero las cosas no pueden quedar como están.

– Que estalle entonces -respondió Artetxe-, pero más vale que rece para que el estallido no nos pille en medio.

El resultado de la autopsia confirmó que Andoni Ferrer y Begoña González habían fallecido como consecuencia de una sobredosis de droga en mal estado perteneciente a la misma partida, le reveló Rojas a Artetxe en una cafetería de Deusto en la que se habían citado. Artetxe le enseñó al inspector una carta firmada por Carlos Arróniz en la que le solicitaba que investigara lo que había hecho Begoña en los dos últimos meses, ya que le preocupaba el no encontrar una serie de monedas de plata de la época de Isabel II pertenecientes a su madre y que su difunta novia pensaba enmarcar. Era un asunto baladí comparado con la muerte de la propia Begoña, decía Arróniz en su carta, pero su madre se llevaría un gran disgusto si desaparecieran, ya que habían pertenecido a su bisabuela.

– No está mal -comentó Rojas-. Todo el mundo sabrá en qué estás metido de verdad -los dos, una vez establecida su colaboración, habían pasado al tuteo de un modo natural-, pero como excusa para meter tus narices en la vida de Begoña sin que se te acuse instantáneamente de interferir en una investigación criminal es verosímil.

– Con eso será suficiente por ahora -dijo Artetxe-. Aparte de la confirmación de que Ferrer y la chica se inyectaron la misma mierda, ¿has avanzado algo más en el asunto?

– Nada de nada. Hay que tener en cuenta que estoy con las manos atadas. Además, me han encargado de otro caso que me va a llevar bastante tiempo, me temo que para nada.

– Pues estamos como queremos, según parece, porque la conexión entre el periodista y la joven no es tan evidente. El que hayan tomado la misma droga sólo demuestra que han tenido el mismo proveedor.

– Hay un dato que quizá sea interesante tener en cuenta y en el que tú, según parece, no te has fijado.

– Venga, lúcete.

– La novia de tu cliente desapareció de casa justo en las mismas fechas en que se publicó en los periódicos la noticia de la muerte de Andoni Ferrer.

– Podría ser una coincidencia.

– Sí, claro, la segunda coincidencia del caso. Por otra parte, tú mismo te extrañaste de que la muchacha se escondiera en una casa en ruinas de Lutxana, cuando por su dinero podría haber ido a vivir a los mejores hoteles o apartamentos. Da la impresión de que no quería dejar ninguna pista tras de sí. ¿De verdad piensas que ahí no se encierra algo raro?

– No sé qué pensar, pero es lo único que tenemos, así que habrá que trabajar con la hipótesis de que hay alguna relación, a expensas de lo que podamos averiguar investigando qué hizo Begoña durante el tiempo que estuvo escondida. ¿Se te ocurre alguna idea para empezar?

– Me gustaría que hablaras con la viuda de Ferrer. Tendría que ser yo quien lo hiciera, pero estoy caminando sobre un cable sin red, así que hasta que no haya algo más concreto me tendré que mantener al margen.

– De acuerdo. Proporcióname teléfono y dirección y procuraré entrevistarme con ella.

20

La documentación recibida de Boise no ampliaba gran cosa lo transmitido telefónicamente por el teniente O'Malley al inspector Merino. Alguna que otra fotografía, los datos de su última residencia, grupo sanguíneo, etc., pero no se mencionaba la pertenencia de Tomás Zubía a los Servicios de Inteligencia. Sobre el motivo de su venida a España no había nada, excepto si se daba por buena la explicación de unas vacaciones nostálgicas después de su jubilación como profesor de idiomas.

El inspector O'Malley había adjuntado al suyo copia de otro informe del Departamento de Policía de Nueva York, ciudad de residencia de Zubía, pero tampoco aclaraba gran cosa. Tomás Zubía era un ciudadano ejemplar que pagaba puntualmente sus impuestos, nunca había sido detenido ni procesado y ni siquiera tenía una multa de tráfico impagada, que vivía solo desde que se había quedado viudo. Tenía dos hijos y una hija, los tres casados, con los que se veía muy poco ya que residían en estados diferentes, dos en California y la mujer en Illinois, ninguno de los cuales pudo aportar nada sobre el asesinato de su padre. La conclusión, tanto del teniente O'Malley como de su homólogo neoyorquino, era que parecía un estúpido y trágico accidente, como muchos de los que se producían diariamente en el país americano.

Si tanto la policía de Nueva York como la de Boise desconocían las actividades de Zubía, ¿por qué a él se lo habían mencionado tan claramente? ¿Era una advertencia para que si en el transcurso de la investigación encontraba algo extraño mirara para otro lado o una simple intervención amistosa de quienes, por motivos personales, querían saber qué es lo que había ocurrido con su ex compañero? Rojas no se imaginaba un espíritu tan angelical por parte de la CIA. Había otra posibilidad. Que no estuvieran seguros de la causa de la muerte y dudaran entre un trágico accidente, como lo habían calificado los policías americanos, u otro tipo de acción criminal más relacionada con su antiguo puesto. Si esta posibilidad fuera la buena, y Rojas se inclinaba a apostar por ella, la gente a la que representaba Frank Gómez preferiría dejarle trabajar, pero siempre cerca de él, para poder estar informada. Rojas no dudaba de que informe que pasara al comisario Manrique, informe que llegaría a las manos de mister Gómez. El hecho de darse a conocer significaría, en ese caso, un aviso a Rojas para que, llegado el caso, no se desmandara.

Para Manuel Rojas, si no se hubiera producido esa intervención, el caso habría estado claro. Un navajero al que se le va la mano en un atraco -posiblemente por estar bajo el síndrome de abstinencia-, con el fatal resultado del fallecimiento de su víctima. En ese caso, sólo cabía esperar. Antes o después el asesino se delataría de algún modo y antes o después algún confidente o compañero del asesino, con tal de conseguir algún beneficio, piaría lo que sabía. Era cuestión de echar las redes al agua y observar lo que caía dentro de ellas. Pero aunque ése era el sistema, tenía que justificar su horario laboral y conseguir los suficientes datos para rellenar un farragoso informe en honor del aliado americano, así que sin fe en que sirviera para nada, encaminó sus pasos hacia la pensión de la calle María Díaz de Haro en la que había estado residiendo el difunto, según habían comprobado sus compañeros de Establecimientos.

La pensión era espaciosa y limpia. Estaba regentada por una mujer de edad madura que tenía aspecto, como muchas dueñas de pensiones, de ser viuda de guardia civil o militar. Cuando Rojas mencionó su condición de policía, la patrona le dijo que podía mirar en todos los rincones de la casa, incluso en aquellos que estaban ocupados por huéspedes que se encontraban en ese momento fuera de la pensión.

– Al que no tiene nada que ocultar, no tiene por qué importarle -respondió candorosamente cuando Rojas le insinuó que aceptar ese ofrecimiento supondría un quebranto de la legalidad.

La habitación que había ocupado Zubía aún estaba vacía. Era una estancia pequeña, con una cama, un armario empotrado, una mesa y una silla. Todos muebles viejos en los que la limpieza reinante no conseguía disimular que habían tenido mejores épocas. Como única decoración podía verse un crucifijo de estilo barroco en la cabecera de la cama y un calendario de la Caja Rural Vasca en una de las paredes. Cuando Rojas consiguió, procurando no ofenderla, que la solícita mujer comprendiera que prefería estar solo y se despidiera alegando que en la cocina había mucho que hacer, procedió a escudriñar todos los rincones de la habitación.

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