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Por lo tanto, parecía evidente que si los alemanes habían levantado una fábrica para construir la bomba definitiva, esa fábrica estaba en España, y si la fábrica estaba en España ahí es donde había que buscar al doctor De Schöenmaker y a todo su equipo. Ése iba a ser, a partir de entonces, el objetivo de Tomás Zubía, y todo quedaba supeditado a su consecución. Pero voy a dejar de grabar en esta máquina infernal porque me estoy volviendo ronco, así que si quieres más información pulsa el ratón; por cierto, menuda palabra que usan para denominar este artefacto, uno de los más asquerosos mamíferos que creó Dios, y pasa, si lo crees conveniente, a leer la quinta carta que me envió tu antiguo jefe.

CARTA Nº 5 (REMITENTE: TOMÁS ZUBÍA. DESTINATARIO: CAMERON DEFARGO)

Estimado Cameron:

A pesar de mis dudas y, ¿por qué no admitido?, de mis miedos, creo que estamos en el buen camino. Como ya conoces, al día siguiente de mi vuelta a España concerté una entrevista con el coronel Vonderschmidt. No sé cómo tendría la agenda de repleta, pero accedió a reunirse conmigo a la hora que yo mismo fijé. Cuando entré en su despacho me recibió sonriendo. Después de saludarme e interesarse por mi estado de salud y por lo aburrido del largo viaje, entró en materia.

– ¿Cómo ha ido todo? ¿Puedo llamar a Berlín para decirles que te condecoren por el resultado de tu misión o es aún prematuro?

– Aún es prematuro, pero que vayan grabando mis iniciales en la medalla porque he dejado las cosas bien encaminadas. Sin embargo, puede haber problemas.

– ¿Problemas? ¿Qué tipo de problemas? -preguntó Vonderschmidt sin perder su presencia de ánimo.

– De ese tipo de problemas que te llevan a la tumba. Cuando regresé a México inicié mis contactos a través de las empresas que controla mi familia -le dije, ocultando cuál era mi «familia» en este asunto, lógicamente-, utilizando aquellas que pensé que serían las adecuadas. Pese a que me habías apercibido de lo importante de la misión y a que tomé extremadas precauciones, la persona que elegí para que iniciara las gestiones pertinentes, un mexicano indígena de etnia tzotzil, es decir, alguien no sospechoso de simpatizar con la causa, pareció muerto con un orificio de bala en la cabeza. La policía no pudo averiguar nada y, según mis contactos, tampoco los servicios de inteligencia del gobierno, aunque de todos modos no había ningún dato que pudiera relacionarme con un indio llamado Fidel Ruiz Sánchez, pero eso me obligó a extremar aún más mis precauciones.

»A pesar del peligro evidente, decidí llevar las gestiones en persona y, para eso, abandoné México y me fui a Canadá, donde también tenemos intereses económicos. Los estadounidenses se fían más de los canadienses que de los mexicanos, así que tienen la guardia más baja frente a ellos, por lo que a través de mis testaferros en ese país, entre ellos, un alto cargo del gobierno, conseguí introducirme en los círculos convenientes. Ahora sólo nos queda esperar que nos avisen para proceder al intercambio. Te advierto que he tenido que adelantar dinero, mucho dinero.

– Ya sabes que eso no constituye ningún problema. Se te devolverá todo y por triplicado además.

– No, no se trata de eso. Me gusta el dinero, como a todo el mundo, y quizá más que a muchos, pero puedo desprenderme con facilidad de cantidades que no juntarían mil personas en toda una vida de trabajo. Así que, por esta vez y sin que sirva de precedente, podéis considerar que los gastos que he realizado son un donativo para el triunfo de la causa. Es otro el pensamiento que me preocupa.

– Dime.

– Creo que no me dijiste toda la verdad. Escúchame un momento antes de decir nada -añadí al ver que se disponía a hablar-. No te lo digo como un reproche porque posiblemente yo en tu caso habría hecho lo mismo, pero estoy convencido de que hay algo más de lo que me comentaste. Tras la muerte de mi colaborador, muerte que por otra parte no he llorado, hice unas averiguaciones por mi cuenta y he llegado a saber o adivinar que si el uranio es necesario no se debe a sus aplicaciones industriales, sino más bien a otras implicaciones relacionadas directamente con el esfuerzo bélico.

Sabía que me la estaba jugando, pero creí conveniente actuar con audacia para conseguir estrechar cada vez más los lazos que me unían al coronel, y mi experiencia anterior me indicaba que el alemán era susceptible a esos gestos, aunque seguramente más que admiración ante mi insolencia lo que había en el interior de Reiner Vonderschmidt era una lucha entre el deseo de pegarme un tiro allí mismo y la opción de escucharme hasta el final y pegarme el tiro cuando acabara. Sin esperar a que tomara una decisión, continué deslizándome por la cuerda floja y seguí con mi discurso.

– A pesar del peligro evidente -le dije-, proseguí mis esfuerzos para coronar con éxito la misión. Y lo he conseguido, por eso estimo que estoy en el derecho de hablarte como te estoy hablando. Sin ninguna vanidad por mi parte, tienes que reconocer que mi trabajo ha sido importantísimo para que, por fin, podamos triunfar en esta guerra. Y esto es lo que quiero que se me reconozca. Quiero participar en esta nueva fase de la guerra. No quiero dinero ni otro tipo de prebendas u honores. Quiero que dentro de unos años, cuando los libros de historia hablen del final de la guerra, se diga que sin la colaboración de Javier de Ithurbide, heredero de la corona imperial mexicana, no hubiera sido posible el triunfo de los valores del nacionalsocialismo. ¡Es mi derecho y por eso lo exijo!, porque también para mí el honor se llama lealtad.

Cuando cerré la boca la sentía reseca y pastosa. Tenía mis dudas sobre si había actuado cuerdamente o no, pero la apuesta estaba encima de la mesa y no podía retroceder. Ahora era Vonderschmidt quien tenía que decidir si estaba jugando de farol o tenía todos los ases en mis manos, y reaccionó de un modo silencioso pero elocuente. Se levantó de su silla y, acercándose a mí, me dio un abrazo de oso que duró por lo menos cinco minutos. Acababa de obtener mi primera victoria en ese juego, pero el miedo no ha abandonado todavía mi cuerpo. Sé que de nada me habrá servido ganar esta batalla si perdemos la guerra y pienso que habéis echado sobre mis frágiles hombros una gran responsabilidad, Cameron. Pero el baile se ha iniciado y no me queda más remedio que seguir el compás. Quiera Dios que las cosas no se tuerzan y al final logremos nuestro objetivo.

Mientras tanto, recibe un fuerte abrazo de alguien que está solo y al que sólo el recuerdo de sus amigos y seres queridos, de su patria y sus ideales, le dan la fuerza necesaria para aguantar sin desfallecer.

27

Cuando Iñaki Artetxe fue a buscar su automóvil no quedaba nadie en el caserío. Efectuado un examen minucioso, tanto del edificio como de los alrededores, parecía como si en mucho tiempo no hubiera andado nadie por allí, mucho menos una secta al completo. Si no hubiera estado en ese lugar el día anterior, él mismo pensaría que su relato era una alucinación o un sueño.

Una vez recuperado el vehículo, pasó por la Comandancia de la Guardia Civil. Dos horas de interrogatorio le aumentaron la jaqueca que había empezado a notar nada más despertarse, pero por lo menos prometieron dejarle momentáneamente en paz, aunque «si recuerda algo que no nos ha dicho, convendría que nos llamara».

Una cosa buena había salido de su aventura del día anterior: su convencimiento de que estaba en el buen camino. En caso contrario, ¿a qué venía el maniatarle y llevarle de paseo dentro del maletero de un coche? El problema era retomar la pista.

Antonio Alférez no estaba en el club, pero le informaron de dónde podía encontrarle a esas horas. La Universidad de Deusto apenas había cambiado desde que él iniciara sus nunca acabados estudios de Filosofía, antes de que decidiera ingresar en la policía autónoma, y en los merenderos, como se denominaba a una de las áreas preparadas teóricamente para el silencioso estudio, seguía habiendo numerosas tertulias que ayudaban a mantener un agradable ambiente académico. El amigo de Begoña estaba sentado con un libro abierto entre las manos mientras intentaba convencer a una compañera de que, por un día de estudio que perdieran, no iban a verse afectados los resultados de los exámenes. Cuando notó posarse sobre su hombro la mano de Artetxe y volvió la cara hacia él se le petrificaron los ojos.

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