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– El fallecido tenía un hijo, Antoñito, y todavía no hemos tenido tiempo de comunicarle lo sucedido. Bueno, en realidad sí hemos tenido tiempo -sonrió avergonzado-, pero todavía no se lo hemos dicho, es un asunto tan delicado y le conocemos desde hace tanto tiempo… Ya sé que es mucho pedir, pero como usted es un inspector de Homicidios y no tiene ninguna relación de amistad con el chico, quizá no le importe decírselo.

Sí le importaba, ya que esas situaciones no eran plato de buen gust,o para nadie, pero se hizo cargo de los razonamientos de su interlocutor y accedió. El juez le dijo que el muchacho salía todas las mañanas temprano de casa para trabajar en un pueblo cercano, en un taller de carpintería propiedad de un amigo de la familia, Efrén Ruigómez. El pobre Antoñito, le aclaró el juez, era deficiente psíquico, pero su atraso mental no le impedía tener cierta habilidad manual de la que estaba orgulloso y que le permitía ser útil de alguna manera, además de ganarse unas escasas pesetas. Trabajaba de sol a sol y, aunque posiblemente le engañaban en el sueldo, su madre pensaba que era mejor eso a que anduviera haraganeando por el pueblo sin hacer nada y siendo objeto de la burla de sus paisanos. Por lo menos, al ser capaz de trabajar, sus vecinos, aunque no le consideraran del todo normal, sí le tenían cierto afecto.

Antoñito, según el juez, era de costumbres fijas, así que Rojas se acercó al bar Kepa, donde seguramente estaría jugando al billar y bebiendo Fanta de naranja. Si el juez de paz hubiera descrito físicamente a Antoñito, Rojas no habría necesitado preguntar por él como hizo, ya que el tal Antoñito, como se le llamaba en el pueblo, era un hombretón de metro noventa de estatura y ciento veinte kilos de peso. Con paso lento y cansino, Rojas se aproximó al objetivo, dispuesto a cumplir la difícil misión encomendada.

– Hola, tú eres Antoñito, ¿verdad? -preguntó sabiendo que lo era, pero de algún modo tenía que romper el hielo.

– ¿Quién es usted? ¿Le envía el señor Efrén? Dígale que lo siento mucho, que me perdone, que no lo volveré a hacer más.

– ¿Qué es lo que no vas a volver a hacer?

– Faltar al trabajo. Mire, señor, dígale que mañana trabajaré todo el día, pero que no me castigue, por favor -dijo mientras por sus ojos de niño asustado empezaban a correrle dos rebeldes lagrimones.

– Tranquilo, soy amigo tuyo y nadie te va a castigar, pero dime: ¿por qué no has ido hoy a trabajar?

– Pues porque estaba celebrándolo, por qué va a ser -comentó extrañado de que su nuevo amigo fuera tan poco espabilado y añadiendo con un brillo infantil en la mirada-: ¿Sabes?, me he tomado siete fantas. Yo solo.

– ¿Y qué estás celebrando?

– Pues qué va a ser, pareces tonto. Que ya no va a haber más golpes. Papá ya no va a pegar más ni a mamá ni a Antoñito.

Rojas le volvió a mirar, pensando que por momentos se desmoronaba el caso sólidamente construido por el sargento Arjona. Antoñito, un hombre con mentalidad de niño que medía un metro noventa y pesaba ciento veinte kilos, tenía unas manos como palas de excavadora. Para esas manos, manejar un recio garrote era tan fácil como para las del inspector agarrar un palillo.

– Quieres mucho a tu mamá, ¿no es así, Antoñito?

– Sí, mucho, mucho.

– Por eso, cuando viste que tu papá la golpeaba cogiste el garrote y la defendiste. -Se sintió como un canalla al decirle esto, pero ya no podía echarse atrás.

– Sí, eso es lo que hice, aunque mamá se asustó y se echó a llorar -respondió entristecido-. Pero yo lo hice por su bien, ¿sabes? Ella, algunas veces, cuando me echa una bronca, me dice que es por mi bien y yo la creo, porque es una mamá muy buena. Por eso creo que se le pasará el enfado. ¿Tú crees que se le pasará?

– Seguro que sí. Mira, vamos a hacer una cosa. Mamá ha tenido que salir de casa, así que si quieres puedes acompañarme a la del sargento Arjona. ¿Conoces al sargento Arjona?

– Claro que sí -dijo palmoteando feliz-. Es un guardia civil muy raro porque nunca me ha pegado, aunque me suele gastar bromas, pero también me suele dar galletas de chocolate.

– ¡Vamos, vamos pronto! -añadió tirándole de la manga de la chaqueta.

El sargento Arjona cumplió con su obligación soltando a la madre y encarcelando al hijo, pero la mirada con la que despidió al policía era de las que taladraban el alma. ¿Quién era Rojas para interferir en el sacrificio de una madre que había intentado proteger a su hijo inválido? «¡Mierda! -pensó Rojas-, soy policía y mi trabajo es detener a los asesinos, no juzgarlos.» Sí, era policía, pero a veces su trabajo le parecía muy amargo.

Intentando olvidar lo ocurrido puso la radio de su vehículo. Estaban dando las noticias del mediodía y la engolada voz del locutor iba desgranándolas una por una, con la misma entonación para un triunfo deportivo del Athlétic que para un terremoto en Colombia. Sin darle un énfasis especial comentó que la carretera se había vuelto a cobrar, ese fin de semana, la vida de dos ciudadanos vascos.

«Una mujer residente en Bilbao y su hijo de corta edad, que volvían de pasar el fin de semana en Andorra, a donde habían ido a esquiar, fallecieron ayer de madrugada al despeñarse su vehículo por un barranco. Los fallecidos son Nekane Larrondo y su hijo Asier Ferrer. Nekane Larrondo era viuda del periodista recientemente fallecido Andoni Ferrer. Familiares con los que ha podido hablar nuestra redacción manifestaron que la señora Ferrer aún no había superado la trágica muerte de su marido y que quizá eso le quitara concentración a la hora de conducir, ya que la carretera estaba en buen estado y el accidente se produjo al invadir el carril contrario y golpear frontalmente con un camión.»

Cuando a Rojas le felicitaron sus compañeros por el trabajo realizado en Orduña, todos se extrañaron de que los mandara a la mierda mientras se encerraba en su cubículo para preparar el informe.

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Iñaki Artetxe no podía afirmar que la chica de la secta que le había rociado los ojos con un aerosol irritante le cayera bien, pero su muerte había sido un mazazo. En primer lugar, por el simple hecho de su fallecimiento, qúe, aunque parecía accidental -él mismo había declarado ante la policía que tal y como estaba de drogada no era extraño que hubiera dado voluntariamente el salto fatal-, venía a sumarse a las muertes que directa o indirectamente relacionadas con el caso parecían surgir a su alrededor. En segundo lugar, porque se había truncado otra pista. Estaba convencido de que la chica sabía algo, pero con su muerte nunca podría conocer qué era exactamente ese algo. Quedaba su supuesto jefe, guía espiritual o novio, el mandamás de la Eterna Luz, pero en estos momentos estaría lejos de su alcance. Rojas le había dicho que se había comunicado su orden de busca y captura, pero eso no significaba nada. Antes o después le encontrarían, de eso estaba seguro, pero el cuándo era impredecible. Lo mismo le echaban el guante al cabo de tres días que de siete años, así que no merecía la pena pensar en ello por ahora.

Lo único que se le ocurría era hablar con la señora que los había denunciado por escándalo. Según los municipales con los que estuvo hablando, era muy conocida por su afición a poner denuncias a diestro y siniestro. Le falta un tornillo pero es inofensiva, añadieron. Iñaki Artetxe había conocido a más de una persona de esas características y sabía cómo tratarlas. Se imaginaba que sería una vieja entrometida y gruñona a la que presumiblemente le ahogara la soledad. Si la trataba con inteligencia, no dudaba de que le contaría todo lo que supiera.

Mirando los buzones del portal comprobó el piso en que vivía. En la cartulina podía leerse Rosario Aurtenetxe, viuda de Txomin Galparsoro. La lectura confirmó sus ideas: posiblemente sería mayor -no todas las viudas son de avanzada edad, pero hay más posibilidades a favor que en contra de que lo sean- y seguramente vivía sola.

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