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Zubía se despidió de De Schoenmaker y familia en la puerta de su habitación y se dirigió, aparentemente, a su domicilio, pero en lugar de ir al lujoso palacete que ocupaba en la calle de Alcalá se encaminó a la Puerta del Sol. En una pensión fuera de toda sospecha pero controlada por nosotros, se hospedaban tres estudiantes bilbaínos, paisanos suyos por tanto, con los que había hecho amistad. Eran los tres de ideología carlista, pero de total confianza. No quiero aburrirte con los entresijos de la política vasca y española de aquella época, pero para que te hagas una idea: esa gente había luchado en la guerra civil en el bando fascista, sólo que, cuando el general Franco unificó a todas las fuerzas conservadoras en un partido único, algunos carlistas no aceptaron el pensamiento nacionalsocialista, que consideraban ateo, pagano y alejado de sus costumbres, por lo que empezaron a tomar posturas disidentes o de oposición al dictador. Como monárquicos y tradicionalistas, se inclinaban más por Gran Bretaña que por la República alemana, totalitaria y revolucionaria. Aquellos tres jóvenes, que no estaban fichados por la policía secreta del régimen, fueron captados por miembros de nuestra embajada y pronto se vio que podían sernos extremadamente útiles.

Pese a que no le conocían de nada, los tres jóvenes carlistas se pusieron inmediatamente a las órdenes de Tomás Zubía, siguiendo instrucciones de los agentes de nuestra embajada. Cuando les explico lo que tenían que hacer, no pusieron objeción alguna a su plan. Los tres eran católicos convencidos y llevaban prendido del pecho un escapulario con el Sagrado Corazón de Jesús y la inscripción «Deténte, bala». Estaban convencidos de que nada les podía ocurrir, algo así como los fundamentalistas islámicos de hoy en día.

El plan era arriesgado, pero tenía que llevarse a cabo si no queríamos perder la que quizá fuera la única oportunidad para neutralizar al científico belga. Tomás Zubía y sus tres acompañantes acudieron al hotel donde aquél se alojaba vestidos con uniforme de la policía española y, una vez allí, ordenó a los agentes de las SS apostados en la puerta del flamenco que fueran con ellos para participar en una importante misión. Como estaba previsto, los alemanes se negaron ya que tenían un estricto mandato de no separarse del lugar en que hacían guardia. Zubía juró en varios idiomas, incluido el escaso alemán que conocía, y procuró mostrarse enérgico, mientras los supuestos policías españoles asistían impasibles a su actuación. Los alemanes, aunque no admitían sus órdenes, le trataban con deferencia, ya que habían sido testigos de cómo le agasajaba Vonderschmidt y cómo se le había permitido acompañar hasta allí al belga y su familia. Por eso mismo permitieron que sus acompañantes se acercaran más de la cuenta, y cuando más confiados estaban, de las manos de los falsos policías surgieron cuatro cuchillos que, silenciosamente, se clavaron en la garganta de los confiados guardias nazis. Excuso contarte los detalles más escabrosos, pero esa acción, que era totalmente necesaria y, por otra parte, la más arriesgada de todo el plan, se saldó con gran éxito.

El siguiente punto era, en principio, más fácil. Tenían que introducirse en la habitación y secuestrar a De Schoenmaker y familia. Aunque seguramente el profesor le hubiera abierto voluntariamente la puerta a Zubía, decidieron entrar a la fuerza, imbuidos por la excitación del momento. La entrada, derribando la puerta y con las armas en la mano, debió de ser espectacular y, sobre todo, paralizante. Sus ocupantes, que estaban durmiendo se despertaron instantáneamente aunque sin capacidad de reacción.

– ¿Qué es lo que pretende, herr De lthurbide? -le preguntó el belga con gran serenidad de ánimo. No dijo eso tan socorrido de ¿qué es esto?, ya que saltaba a la vista, sino que quería saber exactamente cuáles eran sus pretensiones. Era un hombre valiente ese nazi.

Antes de contestar, Tomás Zubía ordenó a sus acompañantes que encerraran en una de las habitaciones de la suite a la hija y la nieta del belga, así como a la criada que los acompañaba. Cuando estuvieron los dos solos contestó a su pregunta.

– Sé a qué se dedica usted, profesor, y pretendo destruir su obra. Pero para eso necesitaré su ayuda.

– No sé de qué me está usted hablando. Creo que se ha vuelto loco.

– Para su desgracia, profesor, no me he vuelto loco, sino que estoy terriblemente lúcido. y muy bien informado además. Que es usted simpatizante de Hitler no me lo puede discutir.

– Lo mismo que usted -le interrumpió indignado.

– Sí, bueno, lo admitiré por el momento, ya que no tengo ninguna intención de explicarle mis ideas políticas. Mire, profesor, para que vea que sé de qué estoy hablando, no sólo es usted un fiel admirador del Führer, sino que está trabajando en un proyecto ultrasecreto para conseguir desarrollar una bomba basada en la fusión o fisión, lamento mi ignorancia técnica, del uranio. Esa fábrica se encuentra ubicada aquí, en España, presumiblemente no muy lejos de Madrid, incluso me atrevería a decir que en la provincia de Guadalajara, aunque de eso no estoy muy seguro, ya ve que soy sincero. Y para seguir siendo sincero, voy a contestar a su pregunta de nuevo. Pretendo destruir la fábrica en la que se está construyendo la bomba.

– Quizá esté usted bien informado, es posible, pero lo que sí está con toda seguridad es rematadamente loco. En el hipotético caso de que esa fábrica existiera, ¿cree usted que sería tan sencillo destruirla?

– Por supuesto que no; estoy algo loco para hacer lo que hago, pero no tanto como usted supone. Sin embargo, ése es un asunto que no me preocupa porque no voy a ser yo quien destruya la fábrica, sino usted mismo en persona.

– ¿Yo en persona? Nunca jamás; podrá matarme si quiere, pero jamás traicionaré la confianza que el Führer me ha otorgado.

– No se preocupe por eso, no tengo intención de matarle, me es usted más útil vivo que muerto, pero, por el contrario, su hija y su nieta no poseen ninguna utilidad para mí. Bueno, ninguna, ninguna, no es del todo cierto, creo que me pueden servir para algo: para ajustarle a usted las clavijas, por ejemplo.

– ¿Qué está insinuando con eso? -preguntó con un estremecimiento.

– ¿Insinuar, herr profesor? Yo no insinúo nada. Le digo claramente que si no colabora, tanto su hija como su nieta morirán. En sus manos está, por lo tanto, la vida o la muerte de sus familiares más directos.

Debo añadir, James, que cuando Zubía me contó esta parte de su conversación todavía temblaba el hombre. Tener que proferir esas amenazas parecía algo superior a sus fuerzas. Sin embargo, lo hizo y pasó la prueba con éxito, pero puedo asegurarte que nunca lo olvidó. Incluso mucho más tarde, cuando por desgracia se había habituado a ciertas actitudes, la rememoración de aquella conversación le producía escalofríos.

– Es usted un canalla y un mal nacido -le contestó el profesor después de escuchar sus amenazas.

– Bueno, no me pienso enfadar por esas palabras, aunque lo que están haciendo ustedes no es precisamente de bien nacidos, pero sintiéndolo mucho no hay tiempo para charlar, así que decídase pronto: o colabora o mataremos primero a su hija y luego a su nieta, a no ser que usted prefiera invertir el orden.

– No hará lo que me está diciendo -bramó el científico.

– Mire, no tengo mucho tiempo. ¿A quién ejecutamos primero?

– A nadie. No se atreverá a cumplir su amenaza -intentó rebatirle, con los ojos inyectados de furia.

– No entiendo su actitud -contestó suavemente Zubía, percatándose de que el tono sosegado que estaba utilizando le ponía mucho más nervioso que si estuviera dando grandes voces-. Tengo que confesarle una cosa: no soy mexicano, soy vasco, y a los vascos siempre nos han gustado las apuestas. No es raro que cuando dos paisanos míos se juntan, apuesten sobre cualquier cosa: quién levanta más veces una piedra pesada, qué buey arrastrará más lejos la misma piedra, qué equipo de fútbol ganará el partido del próximo domingo, o si la próxima chica que va a cruzar la calle es rubia o morena. Las posibilidades, como verá, son inmensas, y lo que se pone en juego también. Lo mismo puede tratarse de unos pocos céntimos que de la propia casa. Con esto que le estoy diciendo no pretendo darle una lección de etnografía vasca, sino decirle que a mí también me gusta apostar y si ahora mismo usted está pensando que las amenazas que le he hecho no son más que una apuesta, tiene razón, pero el premio es la vida de sus seres queridos. Usted también tiene que apostar. Si se niega a proporcionarme lo que le pido y yo voy de farol, ha ganado usted, pero ¿y si voy totalmente en serio? En ese caso la pérdida de su apuesta conlleva la simultánea pérdida de la vida de sus seres queridos. Usted decide, y rápido, porque no tenemos tiempo.

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