«¡Policías, abrid paso! ¡Policías, abrid paso!», gritaban los ciudadanos que había junto a la calzada. Un gran grupo comenzó a avanzar hacia la policía. Al mismo tiempo, nuestra columna se puso en movimiento. Los estudiantes que iban en cabeza enlazaron los brazos. El cordón policial retrocedió, pero no se rompió. Cao Gu Ran y sus compañeros trataban desesperadamente de evitar que los ciudadanos que se abalanzaban hacia la policía irrumpieran en la manifestación. La policía empujó. La gente gritaba, pero yo ya no oía nada. Lo único que oía eran los latidos de mi corazón y el sonido de nuestros pasos sobre el asfalto. Chen Li me rodeó el brazo izquierdo con su derecho.
Otra oleada de estudiantes se acercó por detrás. Noté la presión y el sabor del ácido que me subía del estómago. Pero mis pies siguieron andando. Mi cuerpo se echó hacia delante. Agarrados de los brazos, volvimos a cargar contra la policía. Me acerqué tanto al cordón policial que pude mirar directamente a los ojos a uno de sus miembros. Nos miramos fijamente y fuimos dando empujones de un lado a otro mientras me obligaban a retroceder.
Para sorpresa de todos los que estaban allí aquel día -y también por fortuna-, la policía no llevaba armas. Al final, los agentes no pudieron resistir la presión de la masa de gente que se abalanzaba contra ellos, se abrió una brecha y atravesamos el bloqueo policial.
Los miles de espectadores prorrumpieron en aclamaciones. «¡Larga vida a los estudiantes!», gritaban. La gente se asomaba a los balcones y lanzaba comida, dinero, papeles de colores y tiras de tela como muestra de su apoyo. Todos los integrantes del frente de la marcha, incluidos Chen Li y yo, dimos saltos de alegría. La policía en seguida se retiró a sus furgonetas. Mientras se retiraban, algunos de ellos cambiaron unas sonrisas, manifestando por gestos que no podían hacer nada. La aparentemente interminable columna de manifestantes pasó a toda prisa.
Cuando empezamos a avanzar de nuevo, con los brazos entrelazados, cantamos La Internacional en alta voz. Dos personas del equipo médico se acercaron a toda prisa con un botiquín de primeros auxilios. Las cruces rojas de las cintas que llevaban en la cabeza relucían intensamente bajo el sol de primavera. A un chico que estaba tres filas por delante de nosotros se lo llevaron a un lado de la calle para tratarlo. En el siguiente cruce se unieron a nosotros más millares de estudiantes de otras universidades. Banderas y pancartas convergieron. El sonido de los gritos y los cánticos resonaba por los edificios y las calles de Pekín.
– ¡Habrá un nuevo mañana! -gritábamos.