Al cabo de unos diez minutos ya estaba del todo perdida. Seguimos caminando otros diez minutos y al fin llegamos a la casa. Había una anciana agachada en la baja entrada, cocinando. O las nubes que había en lo alto se habían hecho más densas, o la casa era muy oscura, pero lo cierto es que apenas veía más allá de dos metros ante mí. Aflojé el paso por miedo a tropezar. Chai Ling me presentó a su casera, cuya amplia sonrisa dejó ver que le faltaban algunas piezas dentarias. Charlaron alegremente sobre cómo les había ido el día. Me sorprendí al ver a Chai Ling tan a gusto con la anciana; me sentí muy fuera de lugar, sin saber qué decir. Desde los doce años había vivido entre las paredes de internados y universidades de élite, y sabía muy poco de la vida al otro lado de aquellas paredes.
Entramos en la habitación de Chai Ling, tan oscura que tuvo que encender la luz, una bombilla desnuda que colgaba del techo. Una cama de matrimonio, dos baúles, un escritorio y dos sillas constituían el único mobiliario. Al cabo de unos instantes, en cuanto reunimos lo necesario para cocinar, salimos de nuevo al patio, donde Chai Ling empezó a encender su pequeña cocina de carbón. Cuando prendieron las llamas, se inclinó para soplar el carbón del interior. El humo se elevó y dificultó aún más la visión.
Le pregunté cómo había encontrado el lugar y me dijo que había sido a través de unos amigos. La casera había perdido a su marido hacía poco y necesitaba dinero.
– ¿No te preocupa que te descubran?
– No -contestó, y me explicó que cada vez había más gente que tenía que hacerlo. El gobierno no podía pillarlos a todos-. Pero, naturalmente, te agradecería que no se lo contaras a nadie.
Le pregunté qué le gustaba de vivir allí. Respondió que la vida era más real fuera de la torre de marfil que dentro de ella. Se sentía a gusto estando con personas como su casera y recibiendo una lección de humildad de la vida real y de los problemas reales.
Cocinó un par de platos sencillos y un poco de arroz. Feng Congde no podía comer con nosotras porque aquella tarde tenía una clase. Charlamos de los viejos tiempos y del futuro. A las diez tuve que despedirme porque no tardarían en cerrar la puerta de mi residencia, así que le di las gracias por la invitación y por la cena y me apresuré a regresar.
Permanecí despierta durante horas después de que hubieran apagado las luces en la residencia. Hacía mucho rato que mis compañeras de habitación se habían acostado, y Wei Hua, como siempre, hablaba en sueños. Pero seguía recordando mi visita a Chai Ling y la cabeza se me llenaba de imágenes, conversaciones y mis propios pensamientos. Conocí a Chai Ling hacía más de un año, y desde entonces no había cambiado. En realidad, se había afirmado en su resolución de no permitir que nadie le dijera cómo debía vivir su vida.
Tal vez fueran aquella decisión y aquellas ansias de libertad las que iban a proporcionarle el coraje para alzarse y luchar por la causa estudiantil.
No vi a Chai Ling hasta el día siguiente. Para mi sorpresa, mi antigua compañera de habitación tenía un aspecto más joven y radiante, el entusiasmo daba vida a su mirada. Ardía con la determinación de luchar por la democracia en China.
La mayor de las batallas entre el pueblo y el Partido Comunista estaba tomando forma rápidamente.