Pero entonces el tren llegó a Taiyuan y la ciudad se cernió sobre él. A medida que el autobús lo iba acercando cada vez más a su casa, empezó a sentir retortijones y a dolerle el estómago. Parecía que alguien le estuviera dando puñetazos en el abdomen una y otra vez. Se sintió mareado y empezó a perder, poco a poco, la fuerza que lo había empujado hasta allí desde Pekín.
Cuando Lan volvió del trabajo y lo encontró esperando, estuvo tan contenta y emocionada que se arrojó en sus brazos.
– ¿Por qué no me dijiste que venías? ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
Entonces se fijó en su rostro, blanco como el papel. Inmediatamente le preparó su sopa de fideos troceados favorita e insistió en que se terminara todo el cuenco. Cuando se acostaron, ella le tomó las manos, le besó el pecho y los labios; estaba muy tierna y sensual aquella noche, como si nunca hubiera habido ninguna distancia entre ellos. Le hizo el amor a su marido por primera vez en muchos meses. Después, Dong Yi yació en la oscuridad, inmóvil. Probó sus propias lágrimas. Había perdido todo el coraje que había traído de Pekín.
Tumbado en la cama al lado de su esposa, Dong Yi se acordó de la última vez que había querido dejar a Lan. Ella fue a ver a los padres de Dong Yi, a los suyos, a sus amigos y a todo el mundo que conocía. Él me contó que había visto a esa frágil y delicada mujer luchar desesperadamente para salvar su relación. Pensó que tal vez fuera mejor rendirse en aquel momento, pues Lan nunca le concedería el divorcio.
– Al día siguiente, cuando Lan se fue a trabajar, yo estuve mirando el álbum de fotos -dijo Dong Yi.
Allí estaba la foto de la boda, hecha en el estudio de un establecimiento fotográfico del centro de la ciudad. Lan estaba preciosa en el retrato, pero él tenía un aspecto hosco y desdichado. Recordó que se habían pasado horas en el estudio, mientras Lan se maquillaba y decidía las poses. Al final tuvieron una gran discusión. Él se sintió tan frustrado que lo único que quería era marcharse de allí.
Dong Yi se preguntaba cómo había podido llegar tan lejos con Lan. Lamentaba no haber dejado las cosas como estaban el verano de hacía dos años. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo lejos que estaban el uno del otro: él cada vez más interesado en la política y el mundo exterior, y ella centrada en la rutina doméstica. Me miró desde el otro extremo de la mesa.
– Wei -dijo-, me di cuenta de que había cometido un error, pero cuando regresé a Pekín ya era demasiado tarde.
Se odiaba a sí mismo por haber esperado tanto tiempo. Se retiró a su antiguo mundo y se casó con Lan tal como ella y, a su parecer, todos los demás querían.
Durante los últimos dos años había soportado la falsa vida que se había creado. Dijo:
– Pero las paredes se me venían encima y quise abandonar el mundo de mi mujer, irme tan lejos como pudiera.
A medida que transcurrían los días, en Taiyuan, Dong Yi recuperó paulatinamente la fortaleza. La inevitable decisión llegó despacio pero con claridad; debía explicarle a Lan cuáles eran sus verdaderas intenciones. Lan estaría mejor si sabía la verdad, se dijo a sí mismo. Divorciarse era lo más indicado si ya no había amor en su matrimonio.
– Era domingo. Lan tenía planeado que fuéramos de compras. Le pedí que nos quedáramos y le comuniqué mi decisión. Quedó conmocionada; no se había dado cuenta de que fuera tan desdichado. Comenzó a llorar. Yo sentía su dolor. Quería detener sus lágrimas. Entonces fue cuando Hu Yaobang murió de repente. Leí con avidez todo lo relativo a las manifestaciones estudiantiles y lo vi todo por televisión. Pensé en ti, en Liu Gang, en la profesora Li Shuxian y los demás. No tuve ninguna duda de que China estaba llegando a una encrucijada. «Algo hermoso y emocionante está ocurriendo allí y yo quiero tomar parte en ello», me dije. De modo que pensé -añadió sinceramente- que éste no era momento de estar pendiente de nuestras vidas privadas, sobre todo cuando se trata de un divorcio que llevará tiempo. Mi tutor ya me ha pedido que haga un doctorado con él -prosiguió-. De manera que no voy a ir a Estados Unidos este año. Tampoco voy a regresar a Taiyuan. Tal vez vaya a Estados Unidos el año que viene. -Me tomó las manos-. No te preocupes. Cómete la sopa de pato. Se está enfriando.
Vi claramente que su corazón estaba dividido entre las dos mujeres que había en su vida. Me pregunté si la muerte de Hu Yaobang simplemente no le habría proporcionado una excusa para eludir un problema al que no estaba preparado para enfrentarse. Entonces me obligué a dejar de pensar esas cosas. Necesitaba confiar en él… ¿Dónde estaría el amor sin confianza?
También pensé en Eimin. «Los dos estamos en apuros -me dije-. ¿Qué voy a hacer?»
No se dieron más clases: las aulas estaban vacías; las tizas, olvidadas sobre los escritorios; las sillas, acumulando polvo. Los estudiantes de la Universidad de Pekín se habían declarado en huelga. Desde el 15 de abril, Eimin había seguido acudiendo diligentemente a sus conferencias, al despacho y al laboratorio. Aunque también se pasaba las tardes en el Triángulo leyendo los carteles y escuchando las alocuciones públicas de los activistas, no se vio envuelto en el revuelo como todos los demás estudiantes.
– Ya estuve bastante involucrado en movimientos políticos en mi época, ahora lo único que quiero es llevar a cabo mi investigación, dar mis clases y vivir mi vida en paz.
No podía decir que entendiera sus motivos, pero lo que sin duda sí comprendía eran sus circunstancias. Al inicio de la Revolución Cultural fue tan activo como cualquier otro muchacho de catorce años en China. Con sus amigos y los Guardias Rojos, quiso «tomar el poder» de la antigua clase dirigente. Pero un día, un grupo de Guardias Rojos fue a su casa y se llevó a su padre. Le ataron las manos a la espalda, le pusieron un sombrero alto y le colgaron del cuello un enorme cartel en el que decía «miembro de los negros». Luego lo sacaron a rastras de su casa, lo hicieron desfilar por las calles de Nanjing y lo llevaron a una ejecución de palizas públicas en la plaza central. La paliza duró toda la noche. Cuando a la mañana siguiente Eimin y su madre lograron llevarse al profesor a casa, éste estaba cubierto de sangre y apenas podía andar. Tenía la ropa hecha jirones, la cara pintada con tinta negra y le habían afeitado la mitad del cráneo. Muchos de los Guardias Rojos que lo golpearon aquella noche eran antiguos alumnos suyos.
Eimin cayó en desgracia de la noche a la mañana. Se convirtió en un «cabrón de los negros». Después de mandar a su padre al campo de trabajo, su familia fue separada y a Eimin lo enviaron a una Comuna Popular del norte de China. Ni siquiera allí pudo estar tranquilo. Los Guardias Rojos que dirigían el campamento le decían que «comiera estiércol» y le asignaban las peores tareas. No había mucho que comer, aparte de bollos de maíz y sopa de arroz diluida. Hasta al cabo de un año de haber llegado al campamento, Eimin no hizo un amigo, un soldado retirado que vivía en el pueblo. Su amigo le enseñó Kung Fu. Cada noche, concluida la jornada de trabajo en los campos y después de que todo el mundo se hubiera ido a la cama, Eimin practicaba los movimientos de Kung Fu en el exterior. A la luz de la luna, rodeado sólo por el silencio y la gruesa capa de nieve, encontraba paz y fortaleza. Cerró su corazón al resto del mundo y juró no volver a participar en ningún otro movimiento nunca más.
Eran estas historias sobre el pasado de Eimin las que me impedían hablarle de Dong Yi. Eimin no se fiaba de la gente. Yo era la única persona, aparte de su padre, en quien confiaba plenamente. No podía traicionarle y destruir aquello. En muchos sentidos yo lo quería, en particular su fuerza y su voluntad de vencer y triunfar sobre la adversidad de su juventud.
Pero entonces parecía haber una exigua posibilidad de que Dong Yi y yo pudiéramos estar juntos, algo que yo había deseado durante mucho tiempo. Algo en lo que había perdido tantas veces la esperanza que no quería volverla a perder. Ahora bien, la elección que se me presentaba era cruel, pues por primera vez en la vida me encontraba ante un verdadero dilema. Empecé a entender a Dong Yi y lo difíciles que eran sus decisiones.
Decidí decirle a Dong Yi que prefería verle menos, en lugar de más como él quería, y que necesitaba tiempo para decidir qué hacer. Estaba aprendiendo que no vivimos en un vacío, aislados de los demás, y que nuestros actos afectan a las personas de nuestro entorno. Me hacía falta encontrar el momento adecuado y las palabras adecuadas para tomar la decisión adecuada.
Tampoco quería pasar mucho tiempo con Eimin, de modo que volví a casa de mis padres. Pasaba gran parte del día preparándome para mi marcha a Estados Unidos, lo cual significaba que debía cumplimentar la solicitud para que me concedieran el pasaporte. Por las tardes leía los carteles que colgaban los alumnos de la universidad en la que mi madre daba clases. El creciente conflicto entre los estudiantes y el gobierno me proporcionó, de manera conveniente, distracción y espacio para respirar, lejos de mis propios problemas.
Dos días después del funeral de Hu Yaobang, el 22 de abril, más de cincuenta mil estudiantes boicotearon las clases en treinta y nueve centros universitarios pequineses. Al mismo tiempo, los estudiantes de la Universidad de Pekín instalaron una emisora de radio estudiantil en el edificio número veintiocho, al lado del Triángulo. Algunos de mis amigos aparecieron como organizadores del Movimiento. Mi amiga Li, que iba dos años por delante de mí en psicología y que a la sazón cursaba el segundo curso de posgrado, tomó parte activa en la emisora de radio transmitiendo comunicados, noticias, discursos grabados de estudiantes activistas y mensajes de apoyo de padres, ciudadanos de Pekín y amigos que vivían en el extranjero.
Mientras los estudiantes se organizaban en Pekín, algunos de ellos viajaron a otras provincias para obtener apoyo. Durante la Revolución Cultural, los Guardias Rojos al principio utilizaron este método de establecer una red de conexiones -Chuanlian, o enlace- para divulgar la revolución. Por aquel entonces viajaban en tren a todos los rincones del país, iban a las fábricas, oficinas, escuelas y Comunas Populares. En esos momentos, los estudiantes de la capital se servían del mismo método para informar a otros de lo que ocurría en Pekín. Era la manera en que la información -aparte de la que permitían los medios de comunicación controlados por el Estado- se transmitía en China. Dos estudiantes de Pekín visitaron la universidad de mi hermana Xiao Jie, en la provincia de Shandong. Los alumnos de ese centro no tardaron en boicotear también las clases.