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– La gente pierde las relaciones muy pronto -dijo Mr. Bankes, sintiendo, no obstante, cierta satisfacción porque él sí que conocía tanto a los Manning como a los Ramsay. Él no había olvidado las relaciones, pensó, dejando la cuchara, y limpiándose escrupulosamente los labios. Pero quizá él no era un hombre común, pensó, respecto de estos asuntos; nunca le gustó atarse a una rutina. Tenía amigos entre toda clase de gentes… Mrs. Ramsay tuvo que interrumpir la atención para decirle algo a la sirvienta acerca de que mantuvieran la comida caliente. Por esto es por lo que prefería cenar solo: estas interrupciones le fastidiaban. Bueno, pensaba Mr. Bankes, con una actitud fundada en una cortesía exquisita, y extendiendo los dedos de la mano izquierda sobre el mantel, al igual que un mecánico examina una herramienta reluciente y dispuesta para ser usada en un intervalo de ocio, tales son los sacrificios que hay que hacer por los amigos. A ella no le habría gustado que rechazara la invitación. Pero no le había merecido la pena. Mientras miraba la mano, pensaba en que si hubiera cenado solo, en estos momentos, estaría a punto de haber concluido, ya podría estar trabajando. Sí, una tremenda pérdida de tiempo. Todavía no habían llegado todos los niños.

– ¿Podría subir alguien a la habitación de Roger? -decía Mrs. Ramsay. Qué insignificante era todo esto, qué aburrido es todo, pensaba él, comparado con lo otro, con el trabajo. Aquí estaba, tabaleando con los dedos sobre el mantel, cuando podría estar… vio su propio trabajo como a vista de pájaro. ¡Vaya si era perder el tiempo! Aunque, es una de mis más antiguas amigas. Debo de ser uno de los fieles. Pero ahora, en este preciso momento la presencia de ella no le decía nada; su belleza lo dejaba indiferente; lo de estar sentada junto a la ventana con el niño: nada, nada. Deseaba estar solo, y coger de nuevo el libro. Se sentía incómodo, se sentía falso; lo hacía sentirse así el hecho de estar sentado junto a ella, y no sentir nada. Lo cierto es que él no disfrutaba con la vida familiar. Cuando se hallaba uno en estas circunstancias es cuando se preguntaba, ¿es para que progrese la raza humana para lo que se toma uno tantas molestias? ¿Es eso tan deseable? ¿Somos una especie atractiva? No tanto, pensaba, mirando a los desaseados niños. Su favorita, Cam, pensaba, estaba en la cama. Preguntas necias, preguntas vanas, preguntas que no se hacían cuando había algo que hacer. ¿Es esto la vida? ¿Es aquello? No había tiempo para pensar cosas como ésa. Pero aquí estaba haciéndose estas preguntas, porque Mrs. Ramsay daba instrucciones a las criadas, y también porque le había llamado la atención, pensando en la reacción de Mrs. Ramsay al enterarse de que Carne Manning seguía viva, que las amistades, incluso las mejores, fueran tan frágiles. Nos separamos insensiblemente. Se lo reprochó de nuevo. Estaba sentado junto a Mrs. Ramsay, y no había nada que decir, no sabía qué decirle.

– Cuánto lo siento -dijo Mrs. Ramsay, dirigiéndose por fin a él. Se sentía envarado y estéril, como un par de zapatos que se hubieran mojado, y luego se hubieran secado, y fuera imposible meter los pies en ellos. Pero no hay remedio, hay que meter los pies. Tenía que obligarse a hablar. Si no tenía cuidado, ella advertiría su falsedad: que ella no le importaba nada; y eso no sería nada grato, pensaba. De forma que, con cortesía, dirigió la cabeza hacia ella.

– Cómo debe de detestar cenar en medio de este tumulto -le dijo, sirviéndose, como solía hacer cuando tenía la cabeza en otra cosa, de sus modales de alta sociedad. Cuando había una disputa de idiomas en alguna reunión, la presidencia recomendaba, para lograr la armonía, que se usara sólo el francés. Quizá el francés no era muy bueno. Puede que en francés no se hallen las palabras del pensamiento que se quería expresar; sin embargo, hablar francés impone una suerte de orden, cierta uniformidad. Contestándole en la misma lengua, Mr. Bankes dijo:

– No, no, de eso nada.

Mr. Tansley, que no conocía de esta lengua ni siquiera sus más conocidos monosílabos, tuvo la sospecha de que no era sincero. Vaya si decían tonterías, pensó, los Ramsay; y se abalanzó sobre este nuevo ejemplo con alegría, redactando mentalmente una nota, que un día de éstos leería a uno o dos de sus amigos. Entonces, en compañía de quienes le permitían a uno decir lo que quisiera, describiría de forma sarcástica lo de «la temporada con los Ramsay», y las necedades que decían. Merecía la pena ir una vez, diría, pero no repetir. Qué aburridas eran las mujeres, diría. Desde luego, Ramsay se lo merecía, por haberse casado con una mujer hermosa, y por haber tenido ocho hijos. Sería algo parecido a esto, pero ahora, en este momento, sentado, con un asiento vacío junto a él, nada parecido a esto había ocurrido. Todo eran jirones y fragmentos. Se sentía extremadamente, incluso físicamente, incómodo. Quería que alguien le diera la oportunidad de reafirmarse. Lo necesitaba con tanta urgencia que hacía movimientos nerviosos sobre la silla, miraba a una persona; luego, a otra; intentaba participar en la conversación, abría la boca, volvía a cerrarla. Hablaban de las pesquerías. ¿Por qué nadie le preguntaba su opinión? ¿Qué sabían ellos de pesquerías?

Lily Briscoe se daba cuenta de todo. Sentada frente a él, ¿no veía, como en una radiografía, en la oscura tiniebla de su carne, las costillas y fémures del deseo del joven de hacerse visible: esa delgada niebla con la que la convención había recubierto su deseo de participar en la conversación? Pero pensaba, entrecerrando los rasgados ojos, y recordando que se burlaba de las mujeres, «no saben pintar, no saben escribir», ¿por qué tengo que ayudarle a consolarse?

Hay un código de conducta, ella lo sabía, en cuyo artículo séptimo (debe de ser) se dice que en ocasiones como ésta compete a la mujer, se dedique a lo que se dedique, ir a ofrecer ayuda al joven que se siente enfrente de ella, para que pueda exhibir y aliviar los fémures, las costillas de su vanidad, su urgente deseo de afirmarse; como, en verdad, es deber de ellos, reflexionaba, con su honradez de solterona, ayudarnos, por ejemplo, en el caso de que el metro se incendiara. En ese caso, ciertamente, esperaría que Mr. Tansley me rescatase. Pero ¿qué pasaría si ninguno de los dos hiciéramos lo que se esperaba? Se sonrió.

– No querrás ir al Faro, ¿no?, ¿Lily? -dijo Mrs. Ramsay-. Acuérdate del pobre Mr. Langley; ha dado la vuelta al mundo en varias ocasiones, pero me confesó que nunca lo había pasado tan mal como cuando mi marido lo llevó allí. ¿Es usted buen marino, Mr. Tansley? -preguntó.

Mr. Tansley levantó un martillo, lo blandió en el aire, pero, al bajarlo, dándose cuenta de que no debía aplastar una mariposa con semejante instrumento, sólo dijo que no se había mareado nunca. Pero en esa oración, compacta como la pólvora, había dejado otra información: que su abuelo había sido marino; su padre era farmacéutico; y él se había labrado su propio futuro con sus propios medios; estaba muy orgulloso de ello; él era Charles Tansley, algo de lo que al parecer nadie se daba cuenta, aunque muy pronto todos lo sabrían. Su desdén los contemplaba desde una gran distancia de ventaja. Hasta casi podía sentir pena por estas personas tan finas, con su cultura, que uno de estos días ascenderían al cielo como balas de algodón o barricas de manzanas; muy pronto, mediante la pólvora que había en el interior de Charles Tansley.

– ¿Me llevará Mr. Tansley? -dijo Lily, con rapidez, con amabilidad, porque, por supuesto, si Mrs. Ramsay le hubiera dicho, como, de hecho, le había dicho: «Me ahogo, querida, en un mar de llamas. A menos que apliques algún ungüento balsámico en este momento, y le digas algo amable a ese joven de ahí, la vida se estrellará contra los arrecifes: a decir verdad ya oigo chirridos y murmullos. Tengo los nervios tensos como cuerdas de violín. Un toque más, y saltan», cuando Mrs. Ramsay hubo dicho todo esto, con la mirada, por supuesto, no menos de cincuenta veces, Lily tuvo que renunciar al experimento -qué es lo que sucedería si decidiera no ser buena con aquel joven-, y decidió ser buena.

Juzgando adecuadamente el cambio de humor -ahora se dirigía hacia él de forma amistosa-, se aplacó su ataque de egotismo, y le dijo que se había caído de una barca cuando era un bebé; y que su padre había tenido que pescarlo con un bichero; y que así es como había aprendido a nadar. Tenía un tío torrero en algún faro escocés, dijo. Había estado con él en una ocasión, durante una tempestad. Esto lo dijo en voz alta, durante un silencio. Escucharon todos que había acompañado a su tío en un faro durante una tempestad. Ay, pensaba Lily Briscoe, al ver que la conversación seguía este curso tan prometedor, advirtió que Mrs. Ramsay le estaba agradecida (porque Mrs. Ramsay se sintió autorizada a hablar de nuevo con quien quisiera), ay, pensaba, pero ¿cuánto me habrá costado esta gratitud? No había sido sincera.

Había recurrido al truco de siempre: ser buena. Nunca lo conocería. Y él nunca la conocería a ella. Las relaciones humanas eran siempre así, pensaba, y eran peores (salvando a Mr. Bankes) las relaciones entre hombres y mujeres; inevitablemente, aquéllas eran siempre muy insinceras. Entonces vio con el rabillo del ojo el salero, que había dejado ahí para que le recordara algo, y recordó que el día siguiente tenía que colocar el árbol en una posición central, y se sintió tan animada al pensar en que al día siguiente podría pintar que se rió en voz alta de lo que Mr. Tansley estaba diciendo. Que no deje de hablar en toda la noche si lo desea.

– Pero ¿cuánto tiempo tienen que estar en el Faro? -preguntó. Él se lo dijo. Estaba sorprendentemente bien informado. Como estaba agradecido, como le gustaba ella, como empezaba a divertirse, era el momento, pensó Mrs. Ramsay, de regresar a aquel lugar soñado, aquel lugar irreal pero fascinante, el salón de los Manning de hace veinte años; donde una podía moverse sin problemas ni preocupaciones, porque no había un futuro del cual preocuparse. Sabía cómo les había ido a cada uno de ellos, y cómo le había ido a ella. Era como releer un buen libro, porque sabía cómo acababa el cuento, porque había ocurrido hacía veinte años, y la vida, que se derramaba profusamente incluso en esta sala, sabe Dios hacia dónde, estaba allí sellada, y era como un lago, apacible, contenida en el interior de las orillas. Decía que habían preparado una sala para el billar, ¿era cierto? ¿Querría William seguir hablando de los Manning? Ella sí quería. Pero no, había algún motivo por el cual él ya no se sentía nada animado. Lo intentó. Pero él no respondió. No podía obligarlo. Se sintió decepcionada.

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