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No sucedió riada. ¡Nada! ¡Nada!, mientras estuvo inclinada sobre la rodilla de Mrs. Ramsay. Sin embargo, sabía que el corazón de Mrs. Ramsay atesoraba conocimientos y sabiduría. ¿Cómo, pues, se preguntaba, podía una saber tal o cual cosa de la gente, si ésta estaba herméticamente sellada? Sólo como las abejas, atraída por alguna fragancia o por alguna nota aguda en el aire, intangible para el tacto o el gusto, visitando la cúpula de la colmena, recorriendo solitaria el desierto aire de todos los países del mundo, frecuentando las colmenas llenas de murmullos e inquietudes; esas colmenas que eran la propia gente. Mrs. Ramsay se levantó. Lily se levantó. Mrs. Ramsay se fue. Durante unos días hubo en torno a ella, como tras un sueño se advierte que la persona en quien una ha soñado ha sufrido alguna transformación sutil, más nítido que sus palabras, un zumbido de murmullos, y, al sentarse en el sillón de mimbre junto a la ventana del salón, ofrecía, a los ojos de Lily, la silueta de una cúpula.

El rayo de luz se unía paralelo al de Mr. Bankes, y ambos llegaban hasta donde Mrs. Ramsay leía con James sobre las rodillas. Pero mientras ella seguía mirando, Mr. Bankes había dejado de hacerlo. Se había puesto las gafas. Había retrocedido un paso. Había levantado una mano. Se habían entrecerrado sus claros ojos azules, y Lily, sobresaltada, vio lo que quería hacer, y cerró los ojos como el perro cuando ve la mano levantada sobre su cabeza. Le habría gustado arrancar el cuadro del caballete, pero se dijo: Hay que aceptarlo. Hizo un esfuerzo, quiso recobrar la confianza, y someterse a la prueba terrible de que alguien examinara su cuadro. Hay que aceptarlo, se dijo, hay que aceptarlo. Y si finalmente alguien iba a verlo, Mr. Bankes era menos preocupante que los demás. Pero que otros ojos pudieran ver el balance de sus treinta y dos años, la sedimentación de cada día de su vida, mezclados con algo más secreto de lo que ella jamás hubiera expresado o mostrado en el curso de todos esos días, eso era una agonía. Pero, a la vez, qué inmensamente excitante era.

No había nadie más desapasionado y tranquilo. Sacó un cortaplumas, y señaló con el mango de hueso en un lugar del lienzo. ¿Qué es lo que quería indicar con esa mancha púrpura triangular que había «justamente ahí»?, preguntó.

Era Mrs. Ramsay mientras leía para james, dijo. Sabía qué le respondería: que nadie diría que se trataba de una forma humana. Pero ella no quería lograr que se pareciera, dijo. Entonces, ¿para qué los había puesto allí?, preguntó. ¿Por qué?, no había razón alguna, excepto que si allí, en aquel rincón, había luz, aquí, en este otro, ella sentía la necesidad de la oscuridad. Sencillo, consabido, trivial, incluso, sin embargo Mr. Bankes pareció interesarse. La madre y el hijo -objetos de la veneración universal, y en este caso, además, la madre era conocida por su belleza- podían reducirse, reflexionaba, a una mancha púrpura sin irreverencia.

Pero no se trataba de un retrato de ellos, dijo ella. No, no en ese sentido. Había otros sentidos, además, mediante los que se les podía reverenciar. Mediante una sombra aquí, o una luz allí, por ejemplo. Su ofrenda adquiría esa forma, si, como ella vagamente imaginaba, un cuadro tiene que ser un homenaje. Una madre y un hijo podían reducirse a una sombra sin irreverencia. Una luz aquí pedía una sombra allí. Se quedó pensándolo. Se mostró interesado. Lo aceptó, de forma científica, de buena fe. Lo cierto era que sus prejuicios caminaban todos ellos en sentido opuesto, le explicó. La pintura más grande de su salón, un cuadro que habían alabado los propios pintores, y que se había tasado en un precio muy superior al que él había pagado, era de unos cerezos en flor en las orillas del Kennet. Había pasado la luna de miel en las orillas del Kennet, dijo. Lily tenía que ir a ver el cuadro, dijo. Pero ahora, se volvió, sin las gafas, para examinar científicamente el lienzo. Había que juzgar la relación de los volúmenes, de las luces y sombras, cosas, a decir verdad, en las que nunca anteriormente había pensado, le gustaría que se lo explicaran: ¿qué quería decir eso? Señalaba la escena ante sus ojos. Ella miró. No podía mostrarle lo que quería hacer, ni siquiera ella sabía verlo sin el pincel en la mano. Volvió a su anterior postura de trabajo, con los ojos entrecerrados y aspecto de distraída, sometiendo sus impresiones de mujer a algo más general; cayendo de nuevo bajo el poder de esa visión que había visto con toda claridad una vez, y que ahora debía buscar a tientas entre setos, casas, madres y niños: el cuadro. Se trataba, recordó, de cómo relacionar este volumen con el de la izquierda. Podría hacerlo quizá extendiendo la línea de la rama; o rompiendo el vacío del primer plano con algún objeto (quizá James), así. Pero el peligro consistía en que al hacer eso quizá se perdería la unidad del conjunto. Se detuvo, no quería aburrirlo, quitó el lienzo del caballete sin esfuerzo.

Pero alguien lo había visto, se lo habían arrebatado. Este hombre había compartido con ella algo intensamente íntimo. Con gratitud hacia Mr. Ramsay, con gratitud hacia Mrs. Ramsay, agradecida a la ocasión y al lugar, concediendo que el mundo poseía un poder que ella no le hubiera atribuido, el poder de que una pudiera pasar por aquella larga galería ya no sola sino del brazo de alguien -el sentimiento más extraño y más alegre de su vida-, echó el pestillo de la caja de pinturas con más fuerza de la necesaria, y al cerrarla pareció rodear mediante un círculo eterno la propia caja de pinturas, el jardín, a Mr. Bankes y a esa malvada villana, a Cam, que pasaba corriendo.

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