– ¡Yo primero! -pidió Warren-. Quiero daros las gracias por aparecer en el momento oportuno.
– Apoyo esa moción -dijo Laurie.
Tras alejarse del centro, Kevin entró en el aparcamiento del principal supermercado de la ciudad, donde había unos cuantos coches más. Paró el coche y apagó las luces.
– Antes de hablar de cualquier otra cosa -dijo-, tenemos que discutir cómo salir de esta ciudad. No tenemos mucho tiempo. ¿Cómo pensabais huir vosotros en un principio?
– En la misma piragua que nos trajo hasta aquí? -respondió Jack.
– ¿Y dónde está? -preguntó Kevin.
– Suponemos que donde la dejamos -repuso Jack-. Atracada en la playa, debajo del muelle.
– ¿Es lo bastante grande para todos? -preguntó Kevin.
– Sí, hay sitio de sobra -dijo Jack.
– ¡Perfecto! -exclamó Kevin con entusiasmo-. Tenía la esperanza de que hubierais venido por agua. Así podremos ir directamente a Gabón. -Echó un rápido vistazo alrededor y puso el coche en marcha-. Recemos para que no hayan descubierto la embarcación.
Salió del aparcamiento y enfiló hacia la costa, dando un amplio rodeo. No quería acercarse al ayuntamiento ni a su casa.
– Hay un problema -dijo Jack-. No tenemos documentación ni dinero. Nos quitaron todo.
– Nosotros no estamos mucho mejor -dijo Kevin-. Sin embargo, tenemos algo de dinero en efectivo y en cheques de viaje. Nos confiscaron los pasaportes esta tarde, cuando nos pusieron bajo arresto domiciliario. Por lo visto nos reservaban el mismo destino que a vosotros: entregarnos a las autoridades ecuatoguineanas.
– ¿Y eso habría sido un problema? -preguntó Jack.
Kevin soltó una risita burlona, recordando los cráneos que decoraban el escritorio de Siegfried.
– Habría sido algo más que un problema. Nos habrían sometido a un juicio sumarísimo, con un tribunal improvisado, para luego entregarnos a un pelotón de fusilamiento.
– ¡No me jodas! -exclamó Warren.
– En este país, interferir en las operaciones de GenSys es un delito castigado con la pena de muerte -explicó Kevin-.
Y el que decide si alguien interfiere o no es el gerente de la Zona.
– ¡Un pelotón de fusilamiento! -repitió Jack con horror.
– Eso me temo -dijo Kevin-. Al ejército local se le dan muy bien esas cosas. Tienen muchos años de práctica.
– Entonces nuestra deuda con vosotros es mayor de lo que creíamos -dijo Jack-. No tenía idea de que las cosas eran así.
Laurie miró por la ventanilla y tembló. Comenzaba a tomar conciencia del riesgo que habían corrido, y todavía no estaban a salvo.
– ¿Cómo os metisteis en este embrollo? -preguntó Warren.
– Es una larga historia -respondió Melanie.
– La nuestra también -dijo Laurie.
– Quiero haceros una pregunta -dijo Kevin-: ¿Vinisteis aquí siguiendo el rastro de Carlo Franconi?
– ¡Guau! -exclamóJack-. ¡Qué clarividencia! Me dejas estupefacto e intrigado. ¿Cómo lo adivinaste? ¿Qué haces en Cogo?
– ¿Yo, en particular? -preguntó Kevin.
– Bueno, todos.
Kevin, Melanie y Candace se miraron para ver quién quería empezar.
– Todos participábamos en el mismo proyecto -respondió Candace-, aunque yo no era más que un simple peón en el juego. Soy enfermera de cuidados intensivos de un equipo de trasplantes.
– Yo soy técnica en reproducción asistida-dijo Melani. Soy la que proporciona la materia prima a Kevin, para que él obre su magia y, una vez que lo ha hecho, compruebo que sus creaciones prosperen.
– Yo soy especialista en biología molecular -explicó Kevin con un suspiro de tristeza-. Alguien que traspasó los límites y cometió un error prometeico.
– Espera -dijo Jack-. No me vengas con referencias literarias. He oído hablar de Prometeo, pero no recuerdo quién era.
– Prometeo era un titán de la mitología griega -explicó Laurie-. Robó el fuego del Olimpo para dárselo a los hombres.
– Sin darme cuenta, yo entregué el fuego a unos animales -dijo Kevin-. Descubrí la forma de transferir fragmentos de cromosomas, en particular del cromosoma seis, de una célula a otra y de una especie a otra.
– O sea que aislaste fragmentos de cromosomas humanos y se los introdujiste a un simio -dijo Jack.
– Al huevo fertilizado de un simio -dijo Kevin-. De un bonobo, para ser más exacto.
– Y lo que en realidad estabas haciendo -prosiguió Jack era crear un órgano perfecto para trasplantar a un individuo específico.
– Exactamente -dijo Kevin-. Al principio no lo había planeado así. Me dedicaba a la investigación pura. Alguien me arrastró a esta aventura porque intuyó su potencial económico.
– ¡Vaya! -exclamó Jack-. Es ingenioso e impresionante, pero también aterrador.
– Más que aterrador -dijo Kevin-, es una especie de tragedia. El problema es que transferí demasiados genes humanos y creé accidentalmente una raza de protohumanos.
– ¿Algo así como hombres de Neanderthal? -preguntó Laurie.
– Varios millones de años más primitivos -respondió Kevin-. Algo similar a Lucy. Sin embargo, son lo bastante inteligentes para usar fuego, fabricar herramientas e incluso hablar. Creo que se asemejan a lo que éramos hace cuatro o cinco millones de años.
– ¿Y dónde están esas criaturas? -preguntó Laurie, alarmada.
– En una isla cercana -respondió Kevin-, donde han estado viviendo en relativa libertad. Por desgracia, las cosas cambiarán muy pronto.
– ¿Por qué? -preguntó Laurie, imaginando a esos protohumanos. En su infancia había sentido verdadera fascinación por los hombres de las cavernas.
Kevin relató rápidamente la historia del humo que los había impulsado a visitar la isla. Contó cómo los animales los habían capturado y rescatado. También les habló del destino de los bonobos, condenados a pasar el resto de sus vidas en celdas de cemento por ser demasiado humanos.
– ¡Es horrible! -dijo Laurie.
– ¡Un desastre! -convino Jack-. ¡Qué historia!
– El mundo no está preparado para una raza nueva -dijo Warren-. Ya hay suficientes problemas con las que tenemos.
– Estamos llegando a la costa -anunció Kevin-. La plazoleta que da al muelle está a la vuelta de la esquina.
– Entonces para aquí -dijo Jack-. Cuando llegamos había un soldado.
Kevin aparcó a un lado de la calle y apagó las luces. Dejó el motor encendido para que no se apagara el aire acondicionado. Jack y Warren bajaron por la puerta trasera, corrieron hacia la esquina y espiaron con sigilo.
– Si nuestra embarcación no está allí, ¿habrá alguna otra? -preguntó Laurie.
– Me temo que no -respondió Kevin.
– ¿Y hay alguna otra forma de salir de la ciudad, que no sea a través de la valla? -preguntó ella.
– No -respondió él.
– Que el cielo nos proteja -dijo ella.
Jack y Warren regresaron de inmediato. Kevin bajó la ventanilla.
– Hay un soldado -dijo Jack-. No parece estar alerta. De hecho, es posible que esté dormido. Pero de todos modos tendremos que ocuparnos de él. Será mejor que esperéis aquí.
– Por mí, estupendo -dijo Kevin. Se alegraba de poder dejar ese asunto en otras manos. Si hubiera tenido que resolverlo él, no habría sabido qué hacer.
Jack y Warren regresaron a la esquina y desaparecieron tras ella.
Kevin subió la ventanilla.
Laurie miró a Natalie y meneó la cabeza.
– Lamento haberte metido en este embrollo. Supongo que debí haber previsto el curso que iban a tomar los acontecimientos. Jack tiene un talento especial para meterse en líos.
– No tienes por qué disculparte -dijo Natalie-. No es culpa tuya. Además, ahora estamos mejor que hace quince o veinte minutos.
Jack y Warren reaparecieron en un tiempo asombrosamente breve. Jack empuñaba una pistola y Warren un rifle de asalto. Subieron al Toyota por la puerta trasera.
– ¿Algún problema? -preguntó Kevin.
– No -respondió Jack-. El tipo ha sido muy complaciente.
Claro que Warren es muy persuasivo cuando se lo propone.
– ¿El bar Chickee tiene aparcamiento? -preguntó Warren.
– Sí -respondió Kevin.
– Conduce hacía allí -indicó Warren.
Kevin retrocedió, giró a la derecha y luego a la izquierda.
Al final de la calle, entró en un amplio aparcamiento asfaltado.
Inmediatamente delante de ellos se alzaba la oscura silueta del bar Chickee y, al otro lado, se veía la vasta expansión del estuario, cuya superficie brillaba a la luz de la luna.
Acercó el coche al bar y frenó.
– Esperad aquí -dijo Warren-. Iré a ver si la piragua sigue en su sitio.
Bajó empuñando el rifle de asalto y desapareció al otro lado del bar.
– Es muy rápido -observó Melanie.
– No sabes cuánto -dijo Jack.
– ¿Aquello que se ve al otro lado del río es Gabón? -pre guntó Laurie.
– Exactamente-respondió Melanie.
– ¿A qué distancia está? -preguntó Jack.
– A unos seis kilómetros en línea recta -respondió Kevin-.
Pero deberíamos intentar llegar a Coco Beach, que está a unos dieciséis kilómetros. Desde allí podremos ponernos en contacto con la Embajada de Estados Unidos de Libreville.
Ellos nos ayudarán.
– ¿Cuánto tardaríamos en llegar a Coco Beach? -preguntó Laurie.
– Calculo que poco más de una hora -respondió Kevin-.
Claro que depende de la velocidad de la embarcación.
Warren reapareció y se acercó al coche. Una vez más, Kevin bajó la ventanilla.
– Todo en orden -dijo Warren-. El bote está en su sitio.
Ningún problema.
– ¡Bravo! -exclamaron todos al unísono y bajaron del coche.
Kevin, Melanie y Candace cogieron las bolsas de lona.
– ¿Es la totalidad de vuestro equipaje? -bromeó Laurie.
– Así es -respondió Candace.
Warren guió al grupo hacia el oscuro bar y luego hacia la escalinata que conducía a la playa.
– Corramos hacia el muro de contención -dijo Warren haciendo señas a los demás para que lo precedieran.
Debajo del muelle estaba oscuro y tuvieron que caminar despacio. Por encima del rumor de las pequeñas olas al chocar con la costa, podían oír a los cangrejos reptando en sus madrigueras de arena.
– Tenemos un par de linternas -dijo Kevin-. ¿Las encendemos?
– No corramos riesgos innecesarios -dijo Jack en el preciso momento en que chocaba con el bote. Se aseguró de que la embarcación estuviera razonablemente estable antes de indicar a los demás que subieran y se acomodaran en la popa.
En cuanto lo hicieron, la proa se elevó, más ligera. Jack se inclinó sobre la piragua y comenzó a empujar.