Warren y Natalie, intimidados por el ambiente del hospital, siguieron en silencio a Jack y a Laurie.
Jack golpeó con suavidad en el cristal. La mujer alzó la vista y abrió el panel de la ventanilla.
– Lo siento -dijo-. No los había visto llegar. ¿Desean registrarse?
– No -respondió Jack-. Por el momento, todos mis órganos funcionan perfectamente.
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– Tranquilícese -pidió Cameron-. ¿De quién habla?
– No me dieron ningún nombre -respondió Corrina-.
Había cuatro personas, pero sólo habló un hombre. Dijo que era médico.
– Mmm -dijo Cameron-, ¿y no lo había visto antes?
– Nunca -respondió Corrina con nerviosismo-. Me pillaron desprevenida. Como ayer llegó gente nueva, pensé que iban a alojarse en el hostal. Pero dijeron que querían visitar el hospital. Cuando les indiqué cómo llegar allí, se marcharon de inmediato.
– ¿Eran blancos o negros? -preguntó Cameron. Quizá, después de todo, no se tratara de una falsa alarma.
– Mitad y mitad -respondió Corrina-. Dos blancos y dos negros. Pero por la ropa que llevaban, todos eran estadounidenses.
– Ya veo -dijo Cameron mientras se acariciaba la barba y pensaba que era poco probable que los trabajadores estadounidenses de la Zona quisieran visitar el hospital.
– El que habló dijo algo extraño-prosiguió Corrina-.
Algo así como que todos sus órganos funcionaban bien. Yo no sabía qué responder.
– Mmm-repitió Cameron-, ¿puedo usar su teléfono?
– Desde luego -respondió Corrina. Puso el aparato en un extremo del escritorio, delante de Cameron.
El jefe de seguridad marcó el número del gerente. Siegfried respondió de inmediato.
– Estoy en el hostal -explicó Cameron-. Pensé que debía informarle de un episodio curioso. Cuatro médicos desconocidos se presentaron aquí y dijeron a la señorita Williams que querían visitar el hospital.
La respuesta de Siegfried fue una furiosa retahíla que obligó a Cameron a apartarse del auricular. Hasta Corrina se encogió, acobardada.
Cameron devolvió el teléfono a la recepcionista. No había oído todos los exabruptos de Siegfried, pero su significado estaba claro. Cameron debía pedir refuerzos de inmediato y detener a los intrusos.
El jefe de seguridad desenfundó la radio y la pistola al mismo tiempo. Mientras enfilaba hacia el hospital, hizo una llamada de emergencia a su oficina.
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La habitación 302 estaba en la parte exterior del edificio, sobre la plaza, con una excelente vista al este. Jack y sus amigos la encontraron sin dificultad. Nadie los había detenido. De hecho, no se habían cruzado con ninguna persona en el trayecto desde el ascensor hasta la habitación.
Jack llamó a la puerta abierta, aunque era evidente que la habitación estaba vacía. Sin embargo, había múltiples indicios de que su ocupante se había ausentado sólo momentáneamente: el televisor con vídeo incorporado estaba encendido, y emitía una vieja película de Paul Newman. La cama estaba deshecha. Sobre una mesa, había una maleta a medio hacer.
El misterio se desveló cuando Laurie oyó el ruido de la ducha detrás de la puerta del cuarto de baño.
Cuando cerraron el grifo, Jack llamó a la puerta, pero pasaron casi diez minutos antes de que vieran aparecer a Horace Winchester.
El paciente era un hombre corpulento de cincuenta y tantos años, con aspecto feliz y saludable. Se ató el cinturón del albornoz y caminó hacia una butaca tapizada situada junto a la cama. Se sentó con un suspiro de satisfacción.
– ¿Qué se les ofrece? -preguntó-. Desde que ingresé aquí, nunca había tenido tantos visitantes juntos.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Jack, cogiendo una silla y sentándose frente a Horace.
Warren y Natalie permanecieron junto a la puerta, reacios a entrar. Laurie se acercó a la ventana. Su inquietud iba en aumento desde que había visto a los soldados. Estaba ansiosa por terminar la visita y volver a la piragua.
– Estupendamente -respondió Horace-. Es un milagro.
Cuando llegué estaba con un pie en la tumba, amarillo como un canario. ¡Míreme ahora! En forma para hacer treinta y seis hoyos en uno de mis campos de golf particulares. Eh, todos ustedes están invitados a cualquiera de mis hoteles cuando quieran. Se sentirán como en su casa. ¿Les gusta el esquí?
– A mí sí -dijo Jack-. Pero ahora quisiera hablar de su caso. Tengo entendido que le han hecho un trasplante de hígado. ¿Podría decirme quién fue el donante?
Una media sonrisa se dibujó en los labios de Horace mientras miraba a Jack por el rabillo del ojo.
– ¿Es una especie de prueba psicológica? -preguntó-. Por que si lo es, quédense tranquilos. No se lo contaré a nadie.
No podría estarles más agradecido. De hecho, en cuanto pueda, pediré que me hagan otro doble.
– ¿Qué quiere decir exactamente con eso de un "doble"? -preguntó Jack.
– ¿Ustedes forman parte del equipo de Pittsburgh? -preguntó Horace, mirando a Laurie.
– No, formamos parte del equipo de Nueva York -respondió Jack-. Y estamos fascinados por su caso. Nos alegra que se encuentre tan bien y estamos aquí para informarnos.
– Jack sonrió y abrió las manos-. Somos todo oídos. ¿Por qué no empieza por el principio?
– ¿Quiere decir por cómo me enfermé? -preguntó Horace, obviamente confundido.
– No; por cómo se organizó el trasplante aquí, en Africa -repuso Jack-. Y me gustaría saber qué ha querido decir al referirse a un doble. Por casualidad, ¿le han trasplantado el hígado de un primate?
Horace soltó una risita nerviosa y cabeceó.
– ¿Qué pasa aquí? -preguntó. Volvió a mirar a Laurie y luego a Warren y Natalie, que seguían junto a la puerta.
– Oh, oh -dijo Laurie-. Los soldados están cruzando la plaza, y vienen corriendo.
Warren cruzó la habitación rápidamente y miró al ex terior.
– ¡Mierda! Esto va en serio.
Jack se puso en pie, apoyó las manos sobre los hombros de Horace y puso su cara a escasos centímetros de la del paciente.
– Me sentiré muy decepcionado si no responde a mis preguntas, y cuando me decepcionan, hago cosas muy raras.
¿Qué animal era? ¿Un chimpancé?
– Vienen hacia el hospital -gritó Warren-. Y todos están armados con rifles AK-47.
– ¡Vamos! -insistió Jack sacudiendo ligeramente a Horace-. Hable. ¿Era un chimpancé? -Apretó sus hombros con más fuerza.
– Era un bonobo -dijo Horace con un hilo de voz. Estaba aterrorizado.
– ¿Es una clase de primate? -preguntó Jack.
– Sí -consiguió articular Horace.
– ¡Venga, tío! -lo animó Warren, que había vuelto a la puerta-. Tenemos que salir pitando.
– ¿Y qué ha querido decir con lo del doble? -preguntó Jack.
Laurie cogió el brazo de Jack.
– No tenemos tiempo -dijo-. Los soldados llegarán en cualquier momento.
A regañadientes, Jack soltó a Horace y se dejó arrastrar hacia la puerta.
– ¡Joder! Estaba tan cerca-protestó.
Warren hacía señas histéricas para que los siguieran a él y a Natalie hacia la parte posterior del edificio, cuando la puerta del ascensor se abrió y apareció Cameron empuñan do su pistola.
– ¡Quietos todos! -gritó al ver a los extraños. Cogió el arma con las dos manos y apuntó a Warren y Natalie. Luego movió el cañón en dirección a Jack y Laurie. El problema de Cameron era que sus adversarios estaban a ambos lados de él, y cuando miraba a una pareja, no veía a la otra.
– Las manos encima de la cabeza -ordenó, señalando con el cañón de la pistola.
Todos obedecieron, aunque cada vez que Cameron se giraba para mirar a Jack y Laurie, Warren daba otro paso hacia él.
– Si hacen lo que se les ordena, no habrá heridos -dijo Cameron.
Warren ya estaba lo bastante cerca para arriesgar una patada; su pie se levantó con la velocidad de un rayo y chocó contra las manos de Cameron. La pistola rebotó en el techo.
Antes de que Cameron pudiera reaccionar, Warren le asestó dos puñetazos: uno en el vientre y otro en la nariz.
Cameron se desplomó en el suelo.
– Me alegro de que estés en mi equipo en este partido -dijo Jack.
– ¡Tenemos que volver a la piragua! -exclamó Warren sin hacer caso a la broma.
– Estoy abierto a cualquier sugerencia -repuso Jack.
Cameron gimió y se sentó, cogiéndose el estómago. Warren miró hacia ambos lados del pasillo. Unos minutos, antes, había pensado que debían correr por el pasillo principal hacia la parte posterior del edificio, pero ya no le parecía una opción razonable. A mitad de camino, se habían congregado varias enfermeras, que señalaban en su dirección.
Enfrente de los ascensores, a la altura de los ojos, un cartel con forma de flecha señalaba hacia un pasillo perpendicular a la habitación de Horace. En el cartel se leía "Q".
– Por ahí -gritó Warren.
– ¿Quieres ir a los quirófanos? -preguntó Jack-. ¿Por qué?
– Porque no se lo esperan -respondió Warren. Cogió a la asustada Natalie de la mano y tiró de ella.
Jack y Laurie los siguieron. Pasaron junto a la habitación de Horace, pero el paciente se había encerrado en el cuarto de baño.
La zona de quirófanos estaba separada del resto del hospital por las típicas puertas basculantes. Warren las empujó y las sostuvo con el brazo extendido, como un defensa de fútbol americano. Jack y Laurie pasaron junto a él.
No había ninguna operación en curso ni paciente alguno en la sala de recuperación. Las luces estaban apagadas, con excepción de las de un dispensario situado en medio del pasillo. La puerta del dispensario estaba entornada y a través de ella se filtraba un tenue resplandor.
Alertada por los golpes en las puertas de la zona de quirófanos, una mujer se asomó por la puerta de dispensario. Vestía uniforme de cirugía y un gorro desechable. Al ver a las cuatro figuras que corrían en su dirección, dio un respingo.
– ¡Eh, no pueden entrar aquí con ropa de calle! -gritó en cuanto se hubo recuperado de la impresión. Pero Warren y los demás ya habían pasado a su lado. Atónita, los siguió con la vista mientras corrían hacia el fondo del pasillo, hasta desaparecer por las puertas del laboratorio.
Volvió a entrar en el dispensario y cogió el teléfono colgado en la pared.
Al llegar a una bifurcación del pasillo, Warren se detuvo en seco y miró en ambas direcciones. Al fondo a la izquierda, sobre la pared, había una lamparilla roja de una alarma de incendios Encima de la luz, un cartel indicaba la salida de emergencia.