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– ¿Qué son esos objetos cuadrangulares en el claro? -preguntó Melanie.

Kevin los iluminó con la linterna, pero el haz de luz no era lo bastante potente para que pudieran distinguirlos a la distancia. Apagó la linterna y escudriñó la oscuridad.

– Parecen cajas del Centro de Animales para transportar a los bonobos.

– Me pregunto qué hacen allí -dijo Melanie-. Hay muchísimas.

– No tengo idea -repuso Kevin.

– ¿Qué podemos hacer para que aparezcan algunos bonobos? -preguntó Candace.

– A esta hora deben de estar preparándose para pasar la noche -respondió él-. Dudo de que podamos atraerlos.

– ¿Y qué me dices de la balsa? -sugirió Melanie-. La mueven de un lado al otro con un mecanismo de poleas. Si hace ruido, es probable que lo oigan. Sería como la campanilla para anunciar la comida y puede que los haga aparecer.

– Supongo que vale la pena probar. -Kevin miró a un lado y otro de la orilla-. El problema es que no tengo la menor idea de dónde puede estar la balsa.

– No debe de estar lejos -observó Melanie-. Tú ve hacia el este y yo iré hacia el oeste.

Kevin y Melanie caminaron en direcciones opuestas. Candace permaneció en su sitio, deseando estar de vuelta en su habitación del hospital.

– ¡Aquí está! -gritó Melanie.

Había tomado un sendero que se internaba en el denso follaje y a corta distancia había encontrado una polea amarrada al grueso tronco de un árbol. Una pesada soga se extendía desde la polea; un extremo desaparecía en el agua, y el otro estaba atado a una balsa de un metro veinte de longitud, arrinconada contra la orilla.

Kevin y Candace se reunieron con Melanie. El alumbró la isla con la linterna. Al otro lado del agua había una polea similar acoplada a otro árbol. Entregó la linterna a Melanie y cogió la cuerda caída en el agua. Cuando tiró, vio que la polea del otro lado se separaba del tronco del árbol. Tiró de la soga con ambas manos y las poleas chirriaron, emitiendo un sonido agudo. De inmediato la balsa comenzó a moverse hacia la orilla contraria.

– Es probable que funcione -dijo.

Mientras tiraba de la cuerda, Melanie paseó el haz de luz de la linterna por la otra orilla. Cuando la balsa estaba a mitad de camino, se oyó un chapoteo a la derecha y un bulto grande se sumergió en el agua desde la isla. Melanie alumbró la zona donde habían oído el chapoteo. Sobre la superficie del agua, se reflejaron dos alargadas rendijas de luz. Un enorme cocodrilo los miraba.

– ¡Dios mío! -gritó Candace mientras se alejaba de la orilla.

– Tranquila -dijo Kevin. Soltó la soga, cogió una gruesa rama del suelo y se la arrojó al cocodrilo.

Con otro chapoteo, la bestia desapareció debajo del agua.

– ¡Genial! -exclamó Candace-. Ahora no sabemos dónde está.

– Se ha ido -dijo Kevin-. No son peligrosos a menos que te encuentren en el agua o que tengan mucha hambre.

– ¿Y quién te ha dicho que ése no tiene hambre? -preguntó Candace.

– Aquí tienen alimento de sobra -repuso Kevin mientras recogía la soga y volvía a tirar. Cuando la balsa llegó al otro lado, cambió de soga y comenzó a tirar en dirección contraria-. No funcionará. La zona de asentamiento más cercana que vimos en el ordenador está a más de un kilómetro y medio de distancia. Tendremos que repetir la prueba durante el día.

No había terminado de pronunciar estas palabras, cuando una barahúnda de temibles gritos rompió la quietud de la noche. Al mismo tiempo, hubo una conmoción entre los arbustos de la isla, como si estuviera a punto de producirse una estampida de elefantes.

Kevin soltó la soga. Candace y Melanie corrieron hacia el claro, aunque se detuvieron después de unos pasos. Con el pulso acelerado, se quedaron paralizadas, esperando nuevos gritos. Melanie dirigió con mano temblorosa el haz de luz hacia el lugar de la conmoción. Todo estaba tranquilo. No se movía ni una hoja.

Pasaron diez segundos tensos, que más bien parecieron diez minutos. El grupo aguzó el oído, intentando captar el mínimo sonido. Pero el silencio era absoluto. Todas las criaturas de la noche habían callado. Era como si la selva entera aguardara una catástrofe.

– ¿Qué demonios ha sido eso? -preguntó Melanie por fin.

– No estoy segura de querer saberlo -dijo Candace-. Larguémonos de aquí.

– Debe de haber sido una pareja de bonobos -aventuró Kevin. Se agachó y recogió la soga. La balsa se sacudía en el centro de la corriente, y la amarró rápidamente.

– Creo que Candace tiene razón -dijo Melanie-. Incluso si aparecieran, está demasiado oscuro para verlos. Vámonos.

– No pienso discutir con vosotras -contestó él mientras caminaba hacia las mujeres-. No sé qué hacemos aquí a estas horas. Volveremos durante el día.

Apuraron el paso por el sendero que conducía al claro.

Melanie los guiaba con la linterna, Candace iba detrás, rodeándose el torso con los brazos, y Kevin caminaba en último lugar.

– Deberíamos conseguir la llave del puente -dijo Kevin cuando pasaron junto a la estructura de cemento.

– ¿Y cómo piensas conseguirla? -preguntó Melanie.

– Habrá que tomar prestada la de Bertram -respondió Kevin.

– Pero dijiste que no quiere que nadie vaya a la isla -repuso Melanie-. No creo que te deje la llave.

– Entonces tendré que tomarla prestada sin su conocimiento.

– Ah, claro -dijo Melanie con sarcasmo.

Se internaron por el sendero similar a un túnel que conducía al coche. A medio camino de la zona de estacionamiento, Melanie dijo:

– ¡Dios! Está muy oscuro. ¿Estoy iluminando bien el camino?

– Sí -dijo Candace. Melanie aflojó el paso y por fin se detuvo-. ¿Qué pasa?

– Algo raro -respondió Melanie. Inclinó la cabeza hacia un lado y aguzó el oído.

– No me asustes -dijo Candace.

– Las ranas y los grillos no han vuelto a cantar -observó Melanie.

Un segundo después se desató un infierno. Un ruido ensordecedor y repetitivo quebró la quietud de la noche. Sobre sus cabezas cayó una lluvia de ramas y hojas. Kevin reaccionó instintivamente. Extendió los brazos y se arrojó sobre las mujeres, de modo que los tres cayeron sobre la tierra infestada de insectos. Kevin había reconocido el ruido porque en una ocasión había sido testigo involuntario de las maniobras de los soldados ecuatoguineanos. Era el fragor de ametralladoras.

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