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Ellos, también las chicas, encarnan la vida apresurada, no en vano son amigos, que se calumniarán los unos a los otros cuando, tras licenciarse, salten a los cargos como competidores. Mientras, alrededor, la vida miserable, los niños desnutridos con los dientes echados a perder, columnas vertebrales y animales vertebrados educados para morir, hacen señas a estos esquiadores y sólo pueden soñar con el oro olímpico. ¡Austria, factor exportador, deberías exportarte a ti misma, como un todo, en el deporte! Leemos en la prensa popular cuándo nosotros, pobre gente, tenemos también derecho a existir. ¡No se lamente, atrévase por fin a algo! Este pueblo no se extiende más allá de su pradera sólo para que usted se añada al montón.

Michael es el que ríe más fuerte, es también el que apunta más alto. Quizá se proponga hacerse una segunda vez con esta mujer, que está en la pendiente de sus días, quizá no. Chillando de curiosidad como un niño, saca su colgante rabo. ¿Han salido así las cosas? Las muchachas, que tan superficiales parecen en las revistas, a las que se convierte en fotografías, forman con su frente un paraguas ante la pareja que desde la nieve mira al cielo. Ríen y beben y se vuelven indescifrables. En la nieve, caídas, hay dos «litronas» y una botella de coñac. Da igual lo que hagan, se quedarán colgados en la montaña y juntos hasta que los alcance el alud. Sus esperanzas no se van a esfumar. Sus sexos aún no hierven, se pueden tomar del tiempo. Es igual. Gerti y Michael resbalan entre el griterío de sus voces interiores, hasta el maderaje del abeto. Allí se está mis tranquilo. Crean una isla en la arboleda, aquí la tenemos. Michael muestra lo poco erecto que aún está su miembro, y la vagina de Gerti está en extremo marcada bajo la seda, como si esperase subir por algún sitio a ese bote lleno de agujeros. Demonios, allá arriba en la pendiente la gente alborota como si se hubiera convertido en un único y altísimo grito. Aquí no podemos oír nada de la tonta charla del clítoris, que Gerti tan a gusto se dejaría frotar. ¡Qué jauría, probablemente la Madre Naturaleza acaba de quitarles sus pieles de plástico a las salchichitas! El órgano de validez general es mostrado a Gerti, se le arrancan las manos del rostro y el sexo. Ambos llenos a reventar de un canto iracundo, según veo. Los muchachos le sujetan las animadas manos por encima de la cabeza. En esta posición, nadie podría hacer señas a su familia desde la pantalla del televisor. La mujer se tiende hacia Michael. Su rostro se crispa lentamente, como se comunica a los circunstantes, pero habla de amor. De ciertas canciones, ésta es la mejor que tenemos para festejarnos y encarecernos. El vestido de seda le es alzado hasta el talle, y se le bajan las braguitas, de las que estaba tan satisfecha. Y ahora hacemos cosquillas a la oscuridad hasta que se derrumba sobre nosotros con estrépito. Para eso se nos ha traído a casa a los amigos, para que seamos los primeros en abrir los labios de la mujer, y hurgar en las profundidades hasta que el montoncillo de hormigas se anime. Cuando el vino alienta, bullen las letrinas de estación de la noche, en las que todo el mundo puede meterse, hacer sus aguas menores sólo porque vuelve a estar repleto. Así que ahora estas polainas, estos felpudos para nuestras cuatro patas, son abiertos brutalmente hasta que Gerti rompe a aullar. Se le concede volver a plegarla como a un prospecto, con la misma desatención, pero un dedo queremos meter, y oler también, antes de que el vagabundo se vaya del todo por el desagüe. No sabíamos lo lejos que llegaban las sombras en este ser vivo, y además por este tubo que aún estaba por descubrir, aquí, tras la puertecilla de la vergüenza, de cuyo pelo se tira, se estira y se tironea. La música pop colma los deseos de los oyentes, las piernas de Gerti son abiertas todo lo que es posible, y se le pone el walkman al oído. Así tiene que yacer, y se le tironea el coño sin consideración; es jugoso, y el marido de Gerti suele entrar y salir de él a paso rápido. Viene de lejos, lo oímos claramente. Es increíble que con esos dilatables labios se pueda hacer de todo para deformarlos de ese modo, como si ése fuera su destino. Se les puede, por ejemplo, retorcer como a una bolsa puntiaguda, y desde el altiplano la montaña se arquea fuera del vestido de Gerti. Duele, ¿es que nadie piensa en eso? Y ahora unas risas, unos pellizcos y unos golpecitos, así está bien. Estos niños se irán por el mundo, felices, y contarán sus hazañas. Ya no es posible establecer si se puede adornar un peinado de forma duradera. Gerti se ha hundido tras estas montañas, escarnecida como todo su sexo, que enchufa la corriente de los electrodomésticos, pero no puede administrar su propio cuerpo. Se hunde en la humillación como la hierba bajo la guadaña. Esta carne se divide como en un juego, se calma y cosecha aún más durante el sueño: esto concierne sobre todo a las jóvenes; al reír, sus propios dientes les desgarran el rostro. Aún no hay que aderezarles expresamente el pelo, pueden ser disfrutadas (aun estando crudas). Aman a alguien, quien sea. Igual que el águila empolla sus crías, allá arriba, casi en medio de la nada, pero ha tenido que arrastrar los huevos hasta allí. Y el viejo odia a los niños, y un pantalón se baja un poco más.

Bueno, no vayamos a ir tan lejos como para sacar con violencia lo nuestro de Gerti, nosotros que también somos esclavos. De todas formas, el viento y esta banda de amor han hecho de ella un envoltorio hinchado por encima de toda medida. Se trastabillea sin medida y sin objeto, no hay mucho que ver. No sé, pero tiene que ser ahora que Michael se muestre: su madre, y sobre todo su padre, no han escatimado en lo que concierne a su miembro. Con él camina, pero no se levanta como es debido, su sexo recién exprimido en el que flotan los cubitos de hielo. Lo agita delante de la mujer. ¿Es que ha visto usted un fantasma? Entonces, ¿por qué no se aparta y me deja ver en el vídeo a estos hombres que ahuecan coléricos sus sexos? Usted está en el banquillo, allí nadie ve sus glúteos como taburetes y sus cansados pezones de perra mientras sopla el rescoldo cuidadosamente. Avergüéncese y rocíese de cremas para borrar la diferencia entre usted y la clase de gente bondadosa (calidad A). ¡Exponga su desgracia al Señor, en el piso de arriba, pero no despierte a los muertos! Aparte de un chorrito suelto, nada sale del aguijón de Michael, los hombres han sido atraídos por él a través del campo. La montaña cuelga sobre el lago, las manos son las únicas en remar. Estas muchachas están quietas y miran, la voz deja de manar de su hendidura, echan mano a sus rizos, a su astuto sexo, que sabe atraer por sí mismo, están dispuestas a enredar a cualquiera que llegue, que han aprendido a distinguir por su peinado, su ropa y su chasis.

Con su pequeñísima pieza, Michael hace publicidad del estrepitoso comercio especializado. En la televisión, los sentidos arden en montoncitos. Están pensados como alimento para nuestra juventud, que se queda en la nieve, en el agua, sin tener que salir apenas más que para respirar. Sí, este joven es ya un pipiolo muy logrado. Pobre Gerti. Tan furiosamente examinada en la escuela de la vida. Mudos, se miran el uno al otro y piensan en el otro como comida. Las montañas están silenciosas, ¿por qué separarlas con el coche? Para ser feliz se necesita poco, jugar un rato -como nuestros poetas- junto a la orilla y comprar en las redes doradas del comercio deportivo, ¿a usted no le basta?

Y estas muchachas -permítame unas palabras más- acaban de encontrarse a sí mismas; apretados boscajes de vello púbico crecen, rododendro, en sus suaves laderas, sopla una brisa suave desde ellas, que viven cómodamente en sí mismas y miran los escaparates de los grandes almacenes. ¡Ahora se inclinan sobre la mujer, también ellas están ya borrachas! De repente se irán. ¿Adonde han sido enviadas, y qué clase de conversaciones tienen con sus pequeños y divinos diarios? ¿Dónde vamos a quedar nosotros, quizá en los caracolillos de su regazo? Así nos ven las montañas, en las que los árboles se ensortijan. Hoy, esa gente aún irá a una fiesta de cumpleaños, y verá allí a los otros pequeños invitados fijos. Como niños se cuelgan, en alas del viento que sopla en sus permanentes, de los cinturones de nuestras miradas envidiosas, señoras mías, que ya van teniendo poco que ofrecer y se dejan conmover por los seriales de la televisión. No podemos contener las aguas dentro de nosotros cuando hierven y quieren salir disparadas de nuestra casita. Seamos sinceros, no les concedemos sus rostros múltiples, mientras la edad nos hace parecidos a nosotros mismos, que hemos pasado ya por todo. ¡Ahora, descanse usted también en mitad de su orilla, que se ha vuelto estrecha!

¡A cada uno lo suyo, mis pequeños! Pero esto aún no son los límites de nuestra empresa, sólo recomendaciones a las que nuestro precio debe hacer el favor de atenerse.

Michael ha sacado su rabo a la luz del día, como muestra de que no puede contenerse. Pero antes tendrá que recargarse. Se sienta riendo en el pecho de la mujer y le sujeta los brazos sobre la cabeza. Deja colgar su fideo en su boca, para que ella haga un servicio con ese alimento. Gerti se percata de todo, y en sus bragas a medio bajar ocurre algo. Un siseante chorro corre por debajo de ella, ha vuelto a beber demasiado. Riendo, las muchachas le quitan las bragas mojadas que le habían bajado. Ahora los pies de Gerti están libres. Todos beben un poco de la petaca, pero el rabo de Michael sigue siendo una auténtica piltrafa, hay que reconocerlo. Mojan la cabeza de Gerti, esa casita construida torcida en la finca de sus sentimientos, en un agua ya no tan limpia. En su querido coño y su querido ano se juguetea y se hurga, ¡oh, si por lo menos el sueño la alcanzara pronto! ¿Dónde vamos a parar? Como las de una rana, las piernas de la mujer se abren y se cierran a izquierda y derecha. Patalea demasiado. Pero no se le hace verdadero daño, ¿para qué si no se hubiera fundado esta sociedad sin responsabilidad en ningún sitio y por nada? Michael hurga un poco con una ramita en su colina un poco fría, los chiquillos juegan eternamente para calmarse. Alto, una cosa más, le vacía los restos de la botella en la Conchita y le da incluso un pescozón, no demasiado fuerte. Ay que nos quemamos.

Ahora, nieva tan fuerte como esperábamos del invierno. Ya ha sido echada a un lado la última botella. Nadie quiere en serio tomar un trago de Gerti, aunque ella se entregaría hasta que el verdor de la primavera volviera a mostrarse. Su vulva no hace más que abrirse -ya conocemos este folleto- y volverse a cerrar. Los lóbulos chasquean en las expertas manos. Todo esto tampoco es tan importante. Allá arriba, de donde hemos arrastrado a Gerti, los esquiadores siguen chillando en sus pequeños lagos de cerveza y de té con ron. Están radiantes, y braman. El suelo del bosque ya está también borracho con la carga de su diversión. La falda es para Gerti como un saco, arrollado encima de la cabeza, en el que debe esperar a calentarse en medio de las marcas de las prendas. Las ligas no tienen efectos secundarios nocivos si el hombre quiere bambolear bravío su sexo. Michael menea ante su rostro la situación de su órgano. Ella no lo ve; bajo la falda, mueve torpemente la cabeza en una y otra dirección, pensando en el inalcanzable néctar de los dioses de Michael, que ha demostrado su eficacia en su forma eterna, en su formato único. Su rostro, que los árboles miran silenciosos, vuelve a ser sacado a la luz, se le abre la boca con violencia. Le dan unos azotes en las mejillas, para que los dientes sostengan con esfuerzo el rostro en la forma actual. ¡Eso deberíais hacer, chiquillos y muchachas, manteneros unidos, pero lo hacéis dentro de vuestras diminutas camisetas! Con vuestras hábiles manos y vuestros gorros de moda. Hagamos como si viéramos, mirándonos los unos a los otros, una película impactante (una película pertinente). Ahora, a Gerti le abren también la parte de arriba del vestido, y muestran sus dos pechos, que hacen saltar de la seda. ¡Ahora tenemos una buena imagen, bravo! La naturaleza ha hecho salir con un chasquido a esos dos cuerpecillos carnosos, mal dosificados, de sus almacenes de provisiones. ¡Se oyen risas, mis queridas austriacas y austriacos, y después de ver la televisión volveréis a mezclaros! A menudo, detrás de unos pasos ligeros hay un destino mejor, sólo que: ¿Dónde he pegado ahora el papel pintado? ¡Ahí cuelga, de mí!

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