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No se deja de paladear el desayuno. El niño baja corriendo y brinca travieso delante del padre. Semejante rayo de sol recolecta calderilla. El padre quiere que su hijo sea valiente, y nunca titubee. Pero como mucho este niño va a parar, dando un cómodo paseo, ante las tiendas de artículos de broma de la ciudad provinciana. El muchacho compra siempre para él sólo. Apenas advierte a sus compañeros, a lo lejos, que tienen que mirar cómo se le acaba el dinero al hijo del director (como a ellos el tiempo en que aún podrán llamar a las puertas entrabiertas de la economía). El niño se sienta en la escuela con los niños del orfanato, ¡esto es pedagógicamente lógico, pero tenemos guerra en las cabañas! Algunos hijos e hijas apestan a establo, de su larga mañana junto al ganado, que se hunde hasta los tobillos en su estiércol plomizo. Han bajado de casas cerradas, después de haberse levantado a las cinco. Allí los cuerpos se mantienen juntos en total inactividad hasta que la falta de dinero los barre hacia las fábricas. ¿Nunca ha visto usted allí florecer y marchitarse semejantes flores? Este niño camina con descaro por el campo para perturbar el equilibrio entre Naturaleza y Derecho Natural (el niño tiene razón cuando golpea a un topo con un palo, o se desliza con los esquíes por la pendiente. ¡Naturalmente, también usted tiene razón cuando sale a pasear entre nubes de pura lana virgen, por su salud!). A veces, dispara una escopeta en el vientre del bosque. Las letrinas deben proteger a la Naturaleza de los hombres y sus herencias, pero ¿quién protege al hombre de sus acreedores, los empleados de banca, que se levantan temprano sólo para alzar la vista hacia los Alpes? Por la noche, gracias a Dios, ha deshelado un poco, lo que hace que los esquiadores contengan el aliento, pensando en su billete de remonte. El hielo está desparramado al pie de los árboles como los trocitos de corcho en el embalaje de un hermoso aparato, ante el que se nos abren los ojos. Más de uno vería esto de otro modo. La criada llega con el carrito de la compra. El hielo, todavía firme en algunos puntos, cruje bajo las ruedas como si estuviera hueco. Tiene que haber también algo por debajo de nosotros, no sólo por encima. ¿Tiene usted quizá una buena amistad con la que poder ir al cine? ¿No? Entonces espere a que suene el timbre de su casa, quizá la miseria del paro, en este mundo esbelto y bien construido, en el que se le quiere vender un abono. Para que aprenda a entender mejor las necesidades de sus representantes en el mundo del arte, la economía y la política.

Como hombre, el director puede inclinarse hacia su mujer, que está sentada en su sitio de siempre, donde la luz de la ventana no puede caer sobre ella. Aún está oscuro. Gerti lleva unas gafas de sol. El niño viene, feliz por lo que ha visto fuera y en la televisión, entra con estrépito, vocifera codicioso, esta vez seguro que se va a comprar algo determinado con lo que poder escapar de este hermoso mundo: Rápidos aparatos y trajes a juego, para que sus días estén llenos de felicidad. Porque el niño quiere volver a desbordarse con la marea. Su padre pronuncia unas palabras enérgicas, desde la poderosa estrella oscura que es su cabeza. Ha elegido la mañana para volver a hacer una repentina visita a la madre de este niño. Mejorando su rendimiento nocturno, se ha impuesto a ella con presteza. Como se toma asiento en un sillón, sólo un instante, con la fingida objetividad del telediario de la noche, se ha dejado caer pesadamente dentro de la mujer, atracando desde atrás a la bomba de la estación de servicio de su vida, donde va a buscar los consuelos del sagrado sacramento. ¡Debe dejarle llenar el tanque con toda tranquilidad! ¡Super! Ha entrado con palabras en su oído, aún tiene que pasarle otra factura por su comportamiento del día anterior. Él es el supremo revisor de cuentas, que puede transformar las olas en ondas. Ojalá que la auténtica hierba se vea algún día, porque la plantamos erróneamente bajo cementerios de automóviles y áreas de descanso, donde incluso los preservativos se recalientan antes de tirarlos. Sí, allá donde somos tan decentes como para derrocharnos, hundir nuestro sexo y ocultárselo después a nuestra pareja para poder gozarlo en soledad. Los muslos de la mujer sólo deben estar preparados para él, el director, el horrible transeúnte, cocidos en el aceite hirviendo de su codicia, y así también los mantendrá él ocupados para ella, se descargará temblando en su rampa y le dará a cambio un caritativo broche o un brazalete de acero. Enseguida ha pasado, y volvemos a ser libres, en nuestra casa, a la que pertenecemos, pero más ricos que antes, cuando nos reíamos de los vecinos. ¡Está invitada a echar un vistazo! ¡No le ocurrirá nada si este Señor de la secta de los gozadores llama a su puerta con una botella de champán! ¡Al contrario, la mujer debe estar contenta! ¡Sólo faltaría que él mismo se hubiera envuelto para regalo! El azul del cielo se toma en serio el paisaje, el negocio prospera.

Sin duda esta mujer saldrá a la primera ocasión, a que el peluquero la disminuya para ponerla a la altura de Michael. Sí, ella es la responsable de poder presentarse como un bocado apetitoso; entre nosotros: ¡Qué hermoso día! Llenos de amor, los padres discuten con estrépito sobre el hijo, que se agota sobre sus juguetes como el padre en el regazo de la madre, en el que juega solo. Hay que recoger al niño. Antes aquí crecían cañas, ahora cadenas cierran el corazón, nadie puede quedarse tranquilamente en su senda y mirar. Todos tienen que cargar con sus penas o mear un chorro creador, para que se les vea y se les tenga que querer. Por todas partes preguntan al niño por su valor añadido frente a los hijos de los pobres. A la madre, agotada, casi le chorrea la leche de los pechos del miedo de que este niño no parece tener un alma inmortal, porque no hace feliz a su madre. Enseguida quiere marcharse a esquiar, donde los otros son conducidos bien o mal por el telesilla. ¡Si no se sobreestimaran al descender al valle! Ahora la madre besa ansiosa al niño, que se libra de ella. De buen humor, el padre escarba en la moqueta con los pies. ¡Si volviera a estar pronto a solas con su mujer, para poder hacerle señas con su poste (su pollita)! A veces, cuando el niño está distraído, él desliza dos dedos, a los que la piel da alas, en la parte más emocionante de ella, en esa hendidura que tanto le atrae, para cubrir la cual le compra a esta mujer esas prendas caras. Secretamente, se huele la mano, tan triunfadora como él. Tan penetrante como la luz. Entretanto la madre sigue amando al niño, siempre arroyo abajo, este niño, al que es tan adicto, con sus juguetes y cachivaches, como una amante. El padre da un puñetazo sobre la mesa, de buen humor. Él ya ha necesitado hoy a la mujer, ¿por qué no va un niño a necesitar a su madre? ¡Pero sin exagerar! El hijo debe aprender a ser modesto cuando presta a los modestos por necesidad sus hermosos esquíes nuevos, por un precio módico, para llevarse aún más sorpresas a la boca en la pastelería. El hijo, un pequeño y lento tren local, ha puesto ya en pie un ágil comercio con sus objetos, para que la felicidad llegue incluso a los más tontos (que creen que patinar sirve para buscar un hueco en el sistema, ante el que se levantan los Alpes). Pero estos niños sólo entienden que cuesta algo echarse al hombro unos esquíes de competición. Este hombre y esta mujer divina se sienten sencillamente alerta el uno frente al otro. Sus ojos están cosidos con grandes puntadas.

El hijo ha sido alabado por su capacidad mercantil por su propio padre, el violinista. ¡Tomen ejemplo de él, empresarios de esquí del municipio, que todavía se atreven a pedir dinero por el uso de los copos de nieve, esa macilenta blancura deportiva! Todo se queda en los campos locales, donde usted, uno de los innumerables esclavos del deporte, soportaba la vida hace una hora con su anorak de colores, que lleva puesto a todos sitios, desde la pista de descenso hasta la discoteca. Es todo uno, y usted es el primero. Sólo tiene que alzarse previamente hasta las cercanías de Dios, donde los tiempos cotizan más que su tiempo de descenso, cronometrado por su señora esposa, que ha venido a pie. De pronto la vida se le hace más familiar, cuando se detiene ante el abismo de nieve y aprieta contra su cuerpo un instrumento, también lavable. Los pobres no pueden contener sus aguas menores, que se congelan a sus pies, y no les queda más remedio que pisar con cuidado ante la más encumbrada de las montañas, de la que no les vendrá ninguna ayuda, atentamente. Lanzados como dados abigarrados de sus oficinas, elegantemente vestidos, dejan entrar la alegría en sus pequeñas tabernas y resbalan, totalmente inclinados sobre sus trineos como sobre un ser amado, bueno, sencillamente resbalan cuesta abajo. Y allí se contaminan con otros arruinados en tiempos peores, convertidos en un envío, en un paquete de vida, en el que reina el humor, por ejemplo, en el país de los músicos. Los más pobres miran también, pero les suena ajeno. Porque no saben cómo estos astros de la pantalla se elevan hacia el cielo delante de ellos. El temporal resopla en torno a ellos.

La madre se deja atender con café por la criada. Entretanto, hace mucho que ha escondido en el cajón de la ropa una botella sin abrir. Mejor sería que hoy no viniera el grupo de niños a aporrear el timbal. No, viene mañana, para poder probar su canto, sus bocas y su estrépito para la fiesta de los bomberos. En los días festivos, hay cosas hermosas que se unen bien en el tocadiscos a la Pasión según San Mateo y otro canto que pueda afrontar nuestros oídos. Espantada, la mujer mira sus manos, que le son completamente ajenas. El lenguaje se le eriza como el pene de su marido, allá delante, donde tira de su cadena y se va siseando montaña abajo. En su día festivo, le ha sobrevenido una sensación, en medio del blanco resplandor de la Naturaleza… ¿pero era sólo la Naturaleza? Todos queremos embellecernos, para conocer a otra persona y serle visible sin perturbaciones, sólo a él. ¿Seguirá pensando en ella el joven que la ha traspasado en media hora? Ha pisado el montoncillo excretado por ella, porque merece la pena ser algo especial. La mujer irá a supervisar cómo se vive como diosa para otro. Quizá también nosotras vayamos a la peluquería, y miremos después a los pobres inválidos laborales, en los navideños pesebres laborales.

Al pasar, el director mete profundamente la mano en el escote de la mujer, en el que aparece lo más importante que se necesita para su figura. Ésta es una buena imagen. Esta mujer no se sale de sus raíles, debe contemplar su cola, chuparla y dejarse guiar. No debe dejarse seducir por el primero que pasa. El paisaje tiene un brillo turbio, pero los que podrían verlo no ven nada, porque sus pobres sombras topan con las de los alegres deportistas, que se pegan a sus cuerpos para ser más aerodinámicas. Me temo que otro sitio, donde no se viva y se ría con el paso incesante del turismo, no será tan hospitalario. En sucias cocinas, un fuego frío crepita en los ojos de los hombres, que tienen que irse a trabajar a las cinco de la mañana. Su estómago ya no les admite la repugnante salchicha a la montañesa. Sus mujeres irrumpen ruidosamente en la realidad, y exigen ser adoptadas por el trabajo (otras van a visitar la Ciudad de los Niños de Viena-Hadersdorf, donde las casitas son muy pequeñas, para jugar. Así, el niño aprende a agachar la cabeza como un sometido). Todas quieren ganarse algo, para poder también deslizarse como furias hacia las vacaciones en sus trineos. Después vuelve a acabarse la frescura que han conseguido con tanto esfuerzo. Pero no hay nada que sacar en las cámaras de plomo de esta fábrica de papel, más bien el papel ha de ser todavía rotulado con cifras. El director ha acordado en la Asociación de los Poderosos despedir primero a las mujeres, para que los hombres se sientan libres por lo menos en el trabajo. Y para que los hombres tengan algo con lo que poder desfogarse cuando el capataz aparece de repente, una espléndida imagen.

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