Después, ella llama al hijo. Y eso que está ya previamente saturada de la amada imagen del niño, el único refugio contra los ataques del hombre, que la sujeta más fuerte que el visitante a la bebida que ha elegido. Él no necesita refugio para su sexo, y su corriente toma el camino más corto.
El niño sabe mucho de todo eso, contempla sonriente los agujeros de las cerraduras, que exploran los placeres de la casa. Mira el cuerpo de la madre, con astucia y descaro, en cuanto ésta llega del mundo exterior, que en los tebeos llaman maravilloso mundo. ¿Provoca la madre esa sonrisa que navega en el rostro como una canoa, o la tiene grabada? El niño no perdona nada de su madre cuando se mete bajo su blanca campana de humos, en el nido que el padre ha construido. Ambos están hechos para oteadores de carne, que se asoman por encima de la cerca, se azuzan entre ellos, tan sin control como el popurrí de nubes en el cielo purpúreo que los cubre. No sabemos por qué, pero el niño tiene una boca hambrienta que llenar de palabras sucias, en las que aparecen su madre y sus a menudo ensangrentadas bragas. El niño lo sabe todo. Tiene la piel blanca, y el rostro tostado por el sol. Por la noche tiene que estar bañado, y haber rezado y trabajado. Y pegarse a la mujer, recrearse en ella, morderla en los pezones como castigo porque antes el padre ha podido ampliar sus túneles y tubos. ¡Oiga usted! ¡Ahora hasta el lenguaje quiere echarse a hablar!
Lo maravilloso del viaje es que se encuentra uno un lugar ajeno y vuelve a huir espantado de él. Pero cuando hay que permanecer juntos, como reproducciones en cuatro colores y mala calidad de la naturaleza, formando parte unos de otros: una familia, entonces sólo encontrará usted al Papa, la cocina y el Partido Popular austriaco dispuestos a honrar esta obra y a hacerle una rebaja en todos sus pecados. La familia, ese buitre, se considera a sí misma un animal doméstico. El niño nunca escucha. Se sienta sobre su secreto material de juegos, formado en parte por fotos guarras, y en parte por el modelo de esas fotos. El hijo mira su rabito, que con bastante frecuencia es incapaz de autocargarse. Mezquino, el niño se instala en cuclillas sobre su secreta colección privada, casi humano en su parlanchína codicia, el Papa tiene bibliotecas enteras de eso. Se come; aún en sus insensibles fauces, el hombre encuentra digna de elogio la comida que su mujer ha preparado. ¡Hoy ha cocinado ella misma! Lo que ocurre en el plato llega a su domicilio, a su dirección muy abajo en el vientre, donde es lanzado como una joven águila al torbellino de los vientos. De eso se encarga la mujer y se encargan las mujeres. El hombre pregunta a la mujer, con su muda mirada, si no sería ahora el momento de limpiar al máximo sus bisagras. Pero el niño, podría ser claramente audible si el padre entrara ahora en el bostezante vacío de su esposa, se lo dice para que piense en ello, esperando así escapar. Pero es perseguida, siguiendo el juego del hombre. Se agarra fuerte a la puerta del dormitorio, pero los límites están en el baño, una puerta más allá, y hoy ya han sido atravesados una vez.
Todo sucede en completo silencio. Excepcionalmente, el hombre ha venido a casa a comer. Expectante, el hombre recibe de las praderas del exterior su alimentación animal, pero no reconoce en la fuente a sus amigos de cuatro patas. Al fin la mujer tiene que quitarse la ropa, ahora tenemos más tiempo. El niño ha sido cebado, tiene que estar tranquilo, sentado en el colegio. Pero con ello la mujer ha quedado neutralizada, tiene que caer en la ola, la espuma babeante del hombre. Él se ve a sí mismo como un hermoso salvaje, que va a comprar a su mujer al banco de carne. La familia, tan pequeña como el bar de una estación, completamente sola, un hombrecito en una pata y en la segunda la mujer, aunque nunca se pueda confiar en ella.
Los derechos del hombre a territorios propios, cuyos celestiales senderos sólo él puede recorrer, ya han sido notificados a la protección civil de las mujeres austriacas. Él mismo se lanza a jugar en los hermosos senderos, pero la montaña lo devuelve puntualmente a las siete de la tarde a su nido de ramitas, que él mismo ha confeccionado. Su mujer le espera, a ver cómo burla sonriente a la Naturaleza. Él tiene que atraparla como a lazo. Forma con ella un grupo vitalicio. Un espacio, diminuto y liso como la memoria, le contiene sin embargo como un todo. La mujer no muere, surge precisamente del sexo del hombre, que ya ha reproducido íntegramente su abdomen en laboratorio. ¡Cómo gusta el hombre de salir de su nevera en forma de cuerpo, y descongelarse lo más rápido posible!
Mientras sus padres -el padre entusiasmado como una llama, la madre sólo el hálito que empaña el cristal- caen el uno sobre la otra, el niño golpetea aburrido con la tapilla del buzón. El autobús escolar se atasca a veces en la copiosa nieve de este invierno. Los niños tienen hambre, podrían estar cómodamente en casa. Tienen que capitular ante esta torpe pradera de naturaleza (¡qué milagro que esta Naturaleza cruelmente golpeada siga osando plantearnos exigencias!), son llevados a un alojamiento provisional y leen un tebeo de Mickey Mouse y otro que su padre no tenga a mano. Se les darán salchichitas en el saco de dormir y se sentirán perdidos. Hasta los coches se atascan a veces con este tiempo. Pero nosotros estaremos calientes y seguros a la hora de la transustanciación, ya que por fin estamos dispuestos a dejarnos decepcionar por nuestra pareja. ¡Y cuan a gusto! Hasta que los libros de memorias vengan a asesorarnos sobre lo inhabitable, lo importante es no quedarse solos y tranquilos.
El padre se lanza sobre la hucha de la madre, donde se representan sus secretos para mantenerlos ocultos a él. De una hora a la otra, ya sea noche señalada, ya día importante, él es el único que ingresa, se sale de sus casillas. Su sexo ya casi le resulta demasiado pesado para levantarlo. Ahora la mujer debe contribuir un poco. Ya por la mañana, en el duermevela, él palpa en el surco de sus nalgas, ella duerme aún, él coge por detrás su suave colina, luz, donde estás, mi corazón ya está despierto. El partido de tenis puede esperar en su club, lugar aséptico. Primero, obedientes como niños, dos dedos entran en la mujer, después va el compacto paquete de combustible. La caja de los medios, de las melodías, que almacena nuestros deseos en la memoria del Altísimo, sale al éter con música. ¡Todo va a consumarse como nos corresponde, respira hondo! Conocemos bien lo mejor, lo tenemos en casa, en el aparador. El hombre agarra con la mano su tranquilo paquete y llama con él a las sorprendidas puertas traseras de su esposa. Ésta oye venir el coche de sus riñones ya desde lejos. Empieza a no albergar ningún sentimiento dentro de sí, ¡pero tenemos un maletero! El pesado montón de genitales penetra, no hay que preocuparse por los olores. Los colchones, convincentemente cubiertos, no se libran. Como ciega, la mujer recauda protección del escupiente expendedor del hombre, que ordeña sus pechos. Quedémonos en casa, los árboles han lanzado la hojarasca desde las montañas. Este hombre siempre verde no tiene que protegerse con esta mujer, está amablemente recogido, sin nubes negras en el cielo. Qué a gusto habita la propiedad entre nosotros. No puede asentarse en mejor sitio que bajo nuestras partes sexuales, que gimen como las rocas sobre la corriente. Para eso esta mujer recibe cada mes en efectivo la vida para su horno cotidiano, golpeando sobre la mesa. Mañana nuevamente abrirá al niño la puerta de la escuela hacia la vida, también esa canción de la vida la ha comprado el marido, y asa su pesada salchicha en hojaldre de pelo y piel en su horno. Pero el autobús escolar permanece atascado.
La mujer dice que el niño también tiene que comer. Su marido no escucha, hojea fugazmente su diccionario de bolsillo. La casa le pertenece, su palabra ya ha llegado allí y es considerada. Separa el sexo de su mujer, para ver si también allí se ha escrito algo legible. Penetra con la lengua, un día volvió a casa con ese arte como llovido del cielo. Un dios se regocija. Y pronto volverá a estar en la oficina y a bromear con su secretaria. ¡Tiene que exhibirse a sí mismo! Ensaya posiciones siempre nuevas, en las que, con pasos poderosos, lanza su carreta a las serenas aguas de su esposa y comienza a bracear como un poseso. No necesita aletas, nunca se pondría un trozo de plástico así sobre su cabecita roja sólo para seguir estando sano. Su mujer lleva mucho más tiempo sana. Se dobla sobre él, grita cuando de su bien equipada bellota brota toda una manada de inquietas semillas. Qué pasa. Tan fuerte sólo puede crujir con el hielo alguien que no tiene por qué preocuparse por su posición en la vida.
Este hombre que ahora mantiene tensa su mascota en la pinza de sus muslos, para morderla en las mejillas y poder pellizcarle los pezones, ha diseñado al fin un programa propio para reducir la actividad a su núcleo. ¡Sí, ha visto usted bien! Verá todavía más cuando por la mañana la puerta despierte y las dobladas espaldas del brillante rebaño (¡lo bastante bebidas!), apenas vean el sol, desaparezcan nuevamente en la oscuridad para colgar a secar su destino, sí, y a veces uno de ellos penetra en la goteante envoltura. Quién se apiadará de nosotros. Mejor cosechar un exceso de sobrante para el consorcio que dejar que los superfluos, fieles por lo menos a sus pobres nombres, puedan ganarse algo para su jardín y su casa. Ganancia para la «multi» extranjera a la que pertenece la fábrica, para que se despierte bramando de su dueño, nos envuelva a todos en papel y pueda devorarnos. El niño tiene su taller, en el que se alberga y es desbastado. En Navidad ha tocado un magnífico solo, ante el Belén con el niño, adorable como él mismo. Este año la nieve ha llegado pronto, y durará mucho, lo siento.
Más adelante viene a la casa una vecina de la mujer, indeseada e inexorable. Derrama reproches, permanente debilidad de este sexo femenino, que no ha hecho más que despertar y, subiendo la escalera, sólo sabe estallar en quejas. La vecina es molesta como un insecto. Alumbra a la gente de la pradera con su luz y sus preocupaciones, que deja a la clemencia de la directora, y alaba también al hijo de Dios, que creó del barro a los hombres de esta comarca y ha transformado sus árboles en papel, para buscar ante Él clemencia para su hija, que pronto terminará los estudios en la escuela de comercio. Su marido ya no se le acerca, se acerca a una camarera de veinte años del restaurante de la estación. Pero la mujer del director ya no tiene palabras para su invitada, tales refrescos han huido de ella. Fácilmente la rodea la riqueza de sus muebles y cuadros: no descansan hasta pertenecerle.