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La mujer, que salió corriendo de allí, vuelve ahora, en un coche ajeno, a la quietud doméstica. Debe ser devuelta a su puesto en el cine del hogar. Una morada junto al fuego, que también pincha a otros en los ojos. Por la barbilla le corre un hilo de saliva, lo primero que llama la atención a su marido. El joven está preocupado por ella, porque ha mirado brevemente a la más remota lejanía y ha puesto sus manos húmedas sobre su rostro. Sin duda no es ésta la estación en la que uno se tumba al sol y pone su cuerpo a la vista. De repente vuelve a nevar. ¿Ha llamado ya el director a su compañía de seguros para que la mujer no pueda sustituirle sin más por un ciudadano más joven? Antes venía directamente del burdel, donde remoloneaba con aplicación y se hacía lavar, cortar y tumbar. Sí, en el prostíbulo de la ciudad provinciana sí que había metido con seguridad la pesada canoa de su miembro. Eso ha quedado atrás. Hoy tiene que limitarse a entretener a su propia esposa, y eso con sus garras, sus dos testículos, su ano, porque con tales objetos se dirime el juego secreto cuando el niño está inconsciente. Este hombre es torpe incluso cuando lanza al espejo la imagen de su nueva corbata. Pasa como un grito por entre sus empleados, que se hacen los suecos, y siempre llegan tarde.

La casa ya está envuelta en su íntimo reposo nocturno cuando llegamos. Sólo en un dormitorio arde una luz inquieta, para distraer al precioso niño, que vomita en su cama ante la idea de ir a clase. En el dormitorio del niño, el director se atreve a desfogar su rabia. No se encuentra a gusto aquí, no gusta de oír el agua de la cisterna. Casi ha explotado en sus jugos cuando ha vuelto a descubrir botellas vacías de vino blanco de la clase ordinaria. ¿Es que no puede beber agua mineral y ser voluntariamente cariñosa con el niño? Le ha prohibido el vuelo tempestuoso del alcohol, pero ella sigue escanciándose vino alegremente. ¿Es que su animal doméstico se ha derrochado en otro sitio que con el toro de su casa? Inclina su boca sobre el niño, tan sigilosamente que no pueda moverlo a hablar. El niño duerme ahora. Sin hacer nada, el niño explica por qué vive el director. Descansa con la boca abierta en su propio cuarto, es más que lo que los niños de los habitantes de aquí han conocido de vista cuando han estado enfermos. ¿Quién en esta región es un niño, y tiene un espacio en el que quepa su cuerpo? ¿Quién puede mirar ositos y fotos de deporte, y a las estrellas del pop? Este niño ha sido situado en un lugar tranquilo por razón del estrépito sexual de sus padres. Sin embargo, es lo bastante listo como para acercarse al ojo de una cerradura y gritar él mismo cuando el bastón se abate para enturbiar del modo más superficial la bragueta de su pantalón. Y luego los gritos.

Clarividente, el niño sale a veces de las esquinas más oscuras, porque sus padres desconocen la contención en lo que respecta al despliegue de sus cuerpos, ¡siguen creyendo en el trabajo físico! Este placer les fue autorizado por la sociedad cristiana que los casara un día. El padre puede degustar infinitamente a la madre, meter la mano bajo los agujeros de su ofendida vestimenta, hasta que haya perdido hace tiempo el miedo a sus secretos.

Los que están lejos de nosotros yacen en sus camas, intrusos, para que mañana hayan descansado bien. Demasiado cansados como para ser llamados por el terrible Dios a la cumbre del tiempo junto a sus más amados, que murieron demasiado pronto. Mañana engullirán atropelladamente su desayuno y subirán al autobús camino de sus pequeñas obras; y sus obras más pequeñas, los niños, se sentarán a su lado, porque tienen que ir al colegio. El director de la fábrica de papel avanza solemne hacia el sillón, extremadamente grande, del coro. Y los que en su fábrica esperan la pensión de la empresa están, obedientes, en pie detrás de él. Sólo por la violencia no se han convertido en animales, pero viven como su superior dice a su mujer. No son incendiados por sus pálidas y fofas mujeres, y por tanto tampoco arde en ellos el fuego de los sentidos, como lo llamamos nosotros los señores. Quién podría imaginarse que el director, tras la Santa Misa, le baja las bragas a su mujer y mete primero uno, después dos dedos, para ver si el agua ya le llega al cuello. Me pregunto qué surge en las profundidades de los otros, queriendo estrecharse contra la alta dirección.

Ahora se ruega un poquito a Dios en este país católico-romano, para que todos vean que nos lavamos de las manos la sangre de la inocencia, que Dios, en un acto de esfuerzo, se ha transformado en sí mismo: Hombre y mujer, exactamente, ésta es Su obra. En las cartas al director de los periódicos son fieles a sí mismos, porque están integrados en la arquitectura cristiana, que siempre tiende hacia lo alto. No hay nada que decir contra el Papa, que pertenece a la Virgen María. ¿Cómo si no sabía cuan humilde, y sin embargo ansiosa de espíritu, es esta mujer? La mujer puede por ejemplo formar un tubo con la boca, en el que acoge de rodillas el miembro del director. ¡No haga como si nunca lo hubiera visto en sus pases privados! Como usted se supone que caminó también Jesús, eterno viajero por Austria y sus representantes, por su entorno, y miró si había algo que mejorar, que castigar o que encontrar. Y la encontró a usted, y la ama como a sí mismo. ¿Y usted? ¿Sólo ama el dinero que tienen los otros? ¡Sí, usted se le parece, así que escriba una carta a «La Prensa» e insulte a aquellos que no tienen Dios o, si lo tuvieran, no podrían establecer relación con él!

¡Todo esto nos pertenece a nosotros!

La mujer no presta ninguna atención a su glotis cuando el coche se detiene con un chirrido. Vocea como si estuviera recién engrasada, porque el vino sigue actuando, y la acaricia por dentro. Grita y grita, hasta que la noche se ha hecho alta y ancha y se encienden algunas luces. Enseguida se ilumina también su casa, y el hombre pesado que dirige una empresa se descarga en su cuerpo impertinente, probablemente de excitación por lo que creía perdido. Está ante esta cálida cueva de oso, en la que los aparatos tocan todas las piezas, incluso bajo los dedos de un niño. Gerti, eres tú, pregunta, yendo más allá de su propio y estrecho horizonte. ¿Quién en el mundo querría lo que él pierde? Enseguida, gracias a Dios, podrá volver a echar mano al centro, entre sus piernas, para ver si la cesta del pan sigue colgando lo bastante alto, fuera del alcance de otros. Ahora hay más migas dentro de ella. Después, su familiar herramienta trabajará, guiada por un honrado maestro, allí, en su patria después del matrimonio, donde ningún otro ha estado jamás. Cómo creerle. El hombre es lento cuando se trata de elegir entre varios dioses (deporte y política), pero muy rápido cuando, con las patas delanteras, pisa el escenario en el que todo le concierne a él y a su obra. El joven no se arredra ante el intercambio de miradas, y saluda. Junto con su pijama, la mujer bascula por una puerta lateral y no muestra nostalgia alguna de ser nuevamente apareada. Ha cambiado, y ha enterrado debajo de ella a un chiquillo, un cuerpo joven, que ahora piensa ociosamente en la comida. Cuando su marido le da la bienvenida, sabe que enseguida chupará por lo menos sus orejas. Pronto se encontrará bien, porque igual que de la mujer dispone del arte, ese iracundo cazador que caza en nosotros y en nuestras cadenas de sonido. El director ya está susurrando al oído de la mujer, una zafia zafiedad en toda regla, que enseguida va a ocurrir con su consentimiento. Es hermoso, la mujer está, de vuelta en casa, también el niño necesita a su madre. Le muestra cosas importantes, que de todas formas puede ver mucho mejor en la televisión.

Con las voces, Dios se manifiesta como Naturaleza exterior. Allí viven los empleados, y abren los brazos, pero no cae nada dentro de ellos. En lo que comen, se abren las heridas que el animal recibió en vida. Comen también las bolas de harina que han cocido, montones similares a sus cuerpos, sus risas desagradables. Informes también como su prole, la iracunda tropa sucesoria que corre tras ellos como los mocos por su rostro. ¡Sus hijos! Los que en una larga caravana (en el monte Calvario de la vida) atacan los nervios de la gente con lo que ellos y la TV llaman deporte. A veces se fragmenta una pequeña parte de la Humanidad, ¿no lo ha notado nunca cuando se sienta, con toda naturalidad, junto a alguien en un medio de transporte, porque, como él, no tiene usted recursos para comprarse un coche? Si la respuesta es sí, nadie más que usted se ha dado cuenta. Algunos de los descendientes que ha hecho usted de noche no sirven ni para la fábrica. Son presa del aliento que respiran en forma de alcohol. Ni siquiera sus enfermedades graves parecen afectarles. Es amable estar juntos, como puede observar aquí con el señor director, cuando se vive cálidamente con la mujer y el niño y las sombras de los cuerpos se proyectan la una sobre la otra, oscureciendo el mediodía, mientras otros tienen que ajetrearse: esto y más verá reproducido en la pantalla, ante su pobre curiosidad (y si quiere verse a sí mismo, sólo podrá ser en otro papel… ¡si es posible que no sea cartulina!). Bajo la quesera de sus anhelos, la gente del pueblo ve pasar a su director y observa que debajo de él queda sitio para por lo menos una persona, que él mismo se ha escogido. Todos van a trabajar a su fábrica. Estas reses en trenes pendulares, en departamentos mal acondicionados, en los que comen embutido y esperan a que el Estado los perjudique (los cubra con su sombra). La noche ha descendido lentamente y ha tomado asiento dentro de nosotros. Ahora durmamos.

El director va a alzar a su mujer medio del coche, medio de las propias manos húmedas del estudiante, y a ponerla en la superficie de este país. Al joven, para el que habrá un después y que no necesita ninguna fábrica de papel, a este émbolo rápido y joven lo vemos ayudar cortésmente, para que la mujer pueda ser llevada a su pocilga como mercancía de exposición. Ahora está hecho. Se oye contar que ha recogido a esta mujer, bebida, en la carretera. Ella sigue pareciendo confusa, desorientada, tiembla de frío. Junto a la entrada, se le ordena el esfuerzo de cruzar el umbral. Ésa es su caseta de perro, apareciendo allá donde descansan sus amores, que ha conseguido con su esfuerzo. Se tumban, apenas escapados de los ojos de Dios, ya con las manos entre los muslos. Sí, no pueden dejar su sexo descansar en paz, sus pequeñas pistolas tienen que escupir fuego constantemente. Les pertenece lo que (en sus eternos cuentos) han insuflado en el animal de rapiña de su miembro, que se desliza sin ruido. Incluso el niño desea ya esa doble presencia y gruñe (¡grita dos veces aquí! ¡Como persona y el representante de ellos, en pequeño, pero preciso!). El director carga, inmoderado, el arma en su panza. El niño escucha, además del arte y el deporte, la música pop en la radio, todo perfecto. En realidad el niño no me da pena, porque su madre ha vuelto a costas y cofres bien conocidos. Pesadamente, se pega al hombro de su marido, como brea a medio derretir. Desde el interior, el equipamiento de él ya tantea en busca de la pared del pantalón y el hogar de su agujero. La mujer se apoya flojamente en la vajilla que hoy no ha lavado, porque hay personal para ello. Los empleados domésticos son baratos, las mujeres ya no tienen sitio en la fábrica, donde, sin tener que convertirse en causa de seres vivos, podrían salir a la superficie del mundo. Estas mujeres son constantemente explotadas a cielo abierto o lanzadas a la noche. Paren niños. Si se nos ocurre que de noche solamente los ricos entran al reino del placer, entonces trabajan, ¡por fin! En algún momento tienen que hacerlo, ya que han nacido y se sientan en sus Mercedes: sólo ellos tienen derecho de conquista.

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