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Al marido no le basta con una sola mujer, pero la enfermedad amenazante le frena a la hora de sacar su aguijón y libar la miel. Un día se olvidará de que su sexo puede arrastrarlo, y exigirá su parte de la cosecha: ¡Queremos diversión! ¡Queremos bifurcarnos en nosotros mismos! Complicados, los anuncios yacen en sus colchones y describen las sendas que recorren. Ojalá que sus hornos no se apaguen, no se extingan por sí solos y tengan que vivir decepciones. Al director no le basta con su mujer, pero ahora él, un hombre público, se ve constreñido a este utilitario. Intenta lo mejor: vivir y ser amado. Los hijos de los utilizados también trabajan en la fábrica de papel (los atrae el material aún sin elaborar, aquello de lo que los libros están hechos); tiene una forma fea. Las sirenas les tienen que cantar para insuflarles vida. Pero al mismo tiempo son expulsados de la vida y caen como cataratas, superfluos, desde la cumbre de sus ahorros.

El impuesto ya se les ha cobrado, y sus mujeres les imponen, en su lugar, el rumbo al puerto seguro, que tanto esfuerzo se tomaron los hombres en evitar y en minar. Son una vendimia de flacos sarmientos, y rápidamente se hace una selección. En sus colchones, los atrapa un ansia mortal, y sus mujeres son malogradas por su mano (o han de ser mantenidas por la seguridad social). No son personas privadas, porque no tienen una casa hermosa; solamente son lo que se ve de ellos, y lo que a veces se oye del coro. Nada bueno. Pueden hacer muchas cosas al mismo tiempo, y sin embargo no revuelven el agua en la piscina en la que la mujer del director se adapta a su traje de baño, muy arriba en la escala de la Naturaleza, inconmensurablemente alto y lejos de nosotros, los consumidores normales.

El agua es azul, y jamás se calma. Pero el hombre vuelve a casa de su labor diaria. El gusto no es cosa de todo el mundo. El niño tiene clase esta tarde. El director lo ha pasado todo a ordenador, escribe él mismo los programas como hobby. No le gusta la Naturaleza, el silencioso bosque no le dice nada en absoluto. La mujer abre la puerta, y él advierte que nada es demasiado grande para su poder, pero tampoco nada puede ser demasiado pequeño, de lo contrario es muy fácil de abrir. Su deseo es sincero, se adapta a él como el violín a la barbilla de su hijo. Los amores se encuentran muchas veces en casa, porque todo les sale del corazón y se anuncia a plena luz del día. Ahora, el hombre querría estar a solas con su divina mujer. La gente pobre tiene que pagar antes de poder tumbarse a la orilla.

Ahora, la mujer no tiene tiempo ni de cerrar los ojos. El director no asiente cuando ella quiere ir a la cocina y preparar algo. La toma, decidido, por el brazo. Antes quiere llamarla a sus obligaciones, para eso ha cancelado dos entrevistas. La mujer abre la boca para disuadirle. Piensa en su fuerza y vuelve a cerrar la boca. Este hombre tocaría su melodía hasta en el seno de las rocas, tensaría resonante el violín y el miembro. Una y otra vez suena esta canción, este ruido atronador, tan sorprendentemente terrible, acompañado de miradas de disgusto. La mujer no tiene el coraje de negarse, vaga indefensa. El hombre siempre está dispuesto y satisfecho de sí mismo. Un día de diversión se lo toman los pobres y los ricos, pero por desgracia los pobres no se lo dan a los ricos. La mujer ríe nerviosa cuando el hombre, todavía con el abrigo puesto, se desabrocha con intención. No se desabrocha para dejar su rabo en suspenso. La mujer ríe fuerte, y se tapa la boca con la mano, azorada. La amenaza con golpes. En ella resuena el eco de la música del tocadiscos, donde sus sentimientos y los de otros giran en la forma de Johann Sebastian Bach, adecuadísimo para el goce humano. El hombre se destaca entre sus espinas de pelo y de ardor. Así se agigantan los hombres y sus obras, que pronto vuelven a caer tras ellos.

Más seguros están los árboles del bosque. El director habla tranquilamente de su coño y de cómo se lo piensa abrir. Está como borracho. Sus palabras titubean. Con la mano izquierda, sujeta por la cintura a la mujer y le saca, por decirlo suavemente, la bata de casa por la cabeza. Ella se agita ante el peso pesado. Él maldice en voz alta sus panties, que hace ya mucho tiempo que le ha prohibido. Las medias son más femeninas y aprovechan mejor los agujeros, cuando no crean otros nuevos. Enseguida piensa apurar a fondo a la mujer por lo menos dos veces, anuncia.

Las mujeres, alimentadas con esperanzas, viven del recuerdo, los hombres, en cambio, del instante, que les pertenece y, cuidado con mimo, se puede descomponer en un montoncillo de tiempo que también les pertenece. De noche tienen que dormir, ya que no pueden repostar. Son puro fuego, y se calientan (ellos mismos) en pequeños recipientes. Es sorprendente, esta mujer toma píldoras en secreto; el nunca apaciguado corazón del hombre no permitiría que de su tanque siempre lleno no se pudiera servir vida.

Al lado de la mujer, los montones de ropa caen como animales muertos. El hombre, siempre con el abrigo puesto, está con su fuerte miembro entre las arrugas de su ropa, como si cayera luz sobre una roca. Panties y bragas forman un anillo húmedo en torno a las zapatillas de la mujer, de las que sobresale. La felicidad parece debilitar a la mujer, no puede comprenderlo. El pesado cráneo del director escarba mordiendo en su vello púbico, dispuestísima está su eminencia a exigir algo de ella. Alza la cabeza, y en su lugar aprieta la de ella contra su cuello de botella, que ha de probar. Sus piernas están atrapadas, ella misma es manoseada. Él le abre el cráneo sobre su rabo, se hunde en ella y, de propina, le pellizca fuerte el trasero. Echa su frente para atrás, con tal fuerza que la nuca le cruje desairada, y sorbe los labios de su vagina, todo a un tiempo, para poder ver con sus ojos la vida sobre ella.

La fruta aún tiene que madurar. Esto es lo que pasa cuando se amontonan muchas costumbres humanas, para poder coger de las copas algo que entonces a uno no le gusta. Todo está limitado por prohibiciones, las precursoras de los deseos. Tampoco en una pequeña colina crece mucho, y nuestros límites no están más allá de lo que podemos comprender, y no comprendemos mucho, con nuestros pequeños y endurecidos vasos sanguíneos.

El hombre sigue adelante completamente solo. Pero hace mucho que a la mujer no le sienta bien perseverar en la postura que ocupa a su lado, en casa. Se agita, tiene que abrir las piernas un poco; con descuido, sus dientes le raspan el vientre. El hombre vive en su propio infierno, pero a veces tiene que salir y hacer una excursión por la pradera. La mujer se defiende, pero sin duda sólo en apariencia, aún puede recibir más bofetadas si quiere negar el espíritu del hombre, que se quiere iluminar. Se ha bebido bastante. El director casi se vacía en su caro entorno, en cuya penumbra se desgañita contra la dieta que la mujer cocina para él. Ella no quiere alojarlo. Él se siente tan grande como el que más. Descargarse un poco entre las lámparas de pie lo aliviaría, pero tiene que llevar la carga de muchos, que se limitan a crecer tontamente junto a la orilla, como la hierba, y no piensan en el mañana porque tienen que levantarse.

Ahora, después de alzarla de sus zapatillas, tiende a su mujer sobre la mesa del salón. Cualquiera puede asomarse y envidiar cuánta hermosura guardan oculta los ricos. Es exprimida contra la mesa, sus pechos se separan como grandes y cálidas plastas de estiércol. El hombre levanta la pierna en su propio jardín, entonces sale y la levanta en cada una de las otras esquinas. No perdona los terrenos más oscuros. Es tan normal como Eros, que nunca quiso atizar el fuego de ambos, de las finas ramitas que, nacidas pero no seguras, quieren transformarse a toda costa. No, el director responderá a los anuncios, para cambiar su Ford Imperium por un modelo más nuevo y más potente. Si no fuera por el miedo a la última plaga, el taller del hombre nunca más guardaría silencio. Y también en el domicilio los anuncios están pegados en la pizarra: Placer, el mensajero blanco; poderosas olas recorren el tiempo, y poderosamente quieren los hombres algo para siempre. Prefieren lo que les es lejano, pero también usan lo que tienen cerca. La mujer quiere huir, escapar a esa apestosa cadena en la que el tronco languidece ante su choza. La mujer ha sido sustraída a la nada, y es marcada de nuevo día a día con el matasellos del hombre. Está perdida. El hombre vuelca sobre él las palas excavadoras de las piernas de ella. De la mesa caen varios objetos que pertenecen al niño, y chocan suavemente con la alfombra.

El hombre es de los que todavía saben apreciar la música clásica. Con un brazo, se tiende hacia delante y pone en marcha una cadena estereofónica. Resuena, la mujer se deja hacer, y vivan los mortales del sueldo y el trabajo, pero, ¿no es cierto?, la música forma parte de esto. El director sujeta a la mujer con su peso. Para sujetar a los trabajadores, que gustan de cambiar del trabajo al descanso, basta con su firma, no tiene que poner su cuerpo encima. Y su aguijón nunca duerme sobre sus testículos. Pero en su pecho duermen los amigos con los que antaño iba al burdel. A la mujer se le promete un vestido nuevo mientras el hombre se quita el abrigo y la chaqueta. Lucha con el alcohol, la corbata se le ha convertido en soga. ¡Llegados a este punto, quisiera vestirlo de nuevo con palabras!

Antes, la cadena de música ha sido puesta en marcha con un golpe bajo, ahora la música del plato cobra ímpetu, y mueve al director algo más rápido. Mangas de sonido saltan hacia adelante para intervenir, ¡un director tiene que sacar su rabo al mundo! Su placer debe perdurar hasta que se vea el suelo y los pobres, a los que se ha vaciado de amor, sean descarrilados y tengan que ir a la oficina de empleo. Todo debe ser eterno y además poder ser repetido con frecuencia, dicen los hombres, y tiran de las riendas que un día su mamá sujetó con cariño. Sí, eso está bien. Y ahora este hombre entra y sale de su mujer, como engrasado. En este terreno la naturaleza no puede haberse equivocado, porque nunca quisimos otra cosa. Se encuentran en un territorio carnal, y los campesinos de media jornada, que lloran fácilmente si no se les contrata, se encolerizan si sus mujeres acarician suavemente a las sorprendidas reses de matadero. Los caballeros gustan de hacer amistad con la Muerte, pero la diversión debe continuar. E incluso a los más pobres se les concede con gusto el placer de las hembras pobres, dentro de las que pueden volverse grandes diariamente, a partir de las 22:00 horas. Pero para este director el tiempo no cuenta, porque él mismo lo produce en su fábrica, y los relojes son estoqueados hasta que gritan.

Muerde a la mujer en el pecho, lo que hace que las manos de ella se disparen hacia delante. Eso despierta aún más cosas en él, la golpea en el cogote y sujeta con fuerza sus manos, sus viejas enemigas. Tampoco ama a sus siervos. Embute su sexo en la mujer. La música grita, los cuerpos avanzan. La señora directora se sale un tanto de sus casillas, por eso la bombilla tiene tantas dificultades para encenderse. Un perro dormido es el hombre, al que no se hubiera debido despertar para traerlo a casa, sacándolo del círculo de sus socios. Lleva el arma bajo el cinturón. Ahora, se ha disparado algo así como un tiro. La apuesta deportiva se ha perdido. La mujer es besada. Escupiendo, se le gotean cariños al oído, hace mucho que esta flor no florecía, ¿no quiere usted darle las gracias?

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