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Pueden descansar en paz y seguridad. Pero antes el sol, que apunta por entre las horquillas de sus cuerpos, tendría que arrojar su luz centelleante sobre ellos. ¡Pueden hacer cosas por las que merece la pena tener un cuerpo! Pueden bajar las defensas y penetrarse mutuamente en varios golpes de cadera. Su cara está como en el cielo, y antes de que, como los guepardos, lleguen de un par de saltos hasta la fuente de los poderosos, ya se han apareado muchas veces, polvo fugaz en un rayo de sol. Sí. ¿Para qué si no tenerse y cuidarse con agua y duchas de emociones, como si los fueran a canonizar? Para cada trocito de su cuerpo han hallado amor y respeto en su pareja. Igual que los campesinos subarrendados, que tienen locos a los capataces porque siempre se duermen en el trabajo, golpean a sus bestias, las degüellan y desuellan, como han visto hacer docenas de veces en su propia piel. Con botas de goma -los zapatos bonitos se quedan en casa de la mujer hermosa, que se lava las axilas sobre el lavabo-, el pequeño propietario sale del establo. La sangre de los conejos que los niños han amado gotea de las mangas de su chaqueta. Pero también este hombre, que se halla en el mundo para vivir, es a veces una figura amable tras un matorral, al que desde la pista de baile arrastra a una muchacha que casi no sabe de qué se defiende.

Pero para los que viven a la luz que se cuela por sus persianas, las cosas son muy distintas: se acomodan maravillosamente el uno al otro, incluso cuando dejan que el tiempo acaricie sus cuerpos; apenas se ve, el tiempo, esa crema solar de la creación en la que algunos, protegidos de los fuertes rayos, pueden conservarse cómoda y tranquilamente. El tiempo parece haber pasado sin dejar rastro por mujeres como esta que aparece en la foto, metida en el cajón en que su marido la ha guardado bien, para su disfrute.

Los grandes, que ya van a la escuela del beneficio, no hacen sino preocuparse por el sector público, que cuelga pesadamente de nuestros monederos como este director de las bolsas de leche de su esposa. Por parte de sus propietarios se le ha dado a entender que los consorcios, tan magníficos en su codicia como en su ira, gustarían de jugar con los habitantes del pueblo una partida de cartas sobre su vida. Los hijos de los postergados aprenden pronto por qué lado se unta su pan: ¡Siempre hay que tener bien juntas las finas rodajas de la guarnición! Para que a la Caja de Ahorros para la Construcción le merezca la pena desembolsar la superprima. Y quizá el director pueda jugar también, y cantar además.

Él tiene otras preocupaciones, porque nadie soporta la vida en solitario. Él lleva en lo alto la raya del pelo, y en lo bajo el vellón de sus genitales, que va a regalar a su mujer hasta que le brillen los ojos, ¡ya verás! Su elevada renta mensual derrama una alegría inextinguible sobre su cabeza embotada por la bendición del dinero. ¡Pero a nosotros, figuras de siervos, nos han reconocido! Nos han reconocido y apreciado, porque en las profundidades hay vida, y la gente afluye a la taberna. Pronto habremos puesto nuestro animal en seco, donde un venenoso rocío caerá desde el banco emisor sobre su miseria. Nuestro crecimiento demasiado fuerte sufren los que no cuentan, que no pueden adelantar los pies más allá de donde ven, que tienen que calibrar las horas de viaje antes de presentarse, con las cabezas descubiertas, ante sus propósitos y sus prebostes. Sus deseos no pueden ser cumplidos, y caen bajo la guadaña de los recortes presupuestarios (¡oh, los ahorros de las gentes!). Sí, este director está del todo en su elemento. Pone freno a los pasos desmedidos, porque es inconmensurablemente rico para la gente que aprende a caer a su lado sin ruido, como las hojas, para no molestarle cuando toca el violín. No ve razón para contenerse tras las barreras de su cinturón, que le viste bien, porque quizá otro ha habitado en su mujer como sólo él puede haber habitado. Gracias por haber escuchado mis insultos.

Suavemente, como el trueno contenido que puede ser cuando está contento con su mujer, se inclina sobre su piel, que exhala vapor como la de un animal. Ahora, ella quiere dormir. Pero este deseo que la anima no ha sido dictado por la cordialidad. Está llena de su pasado reciente, y si nos acercamos mucho, lo advertiremos: el futuro pertenece a la juventud, si ha estudiado y sus padres han aprendido a enfrentarla entre sí en la lonja. Los hijos de los vecinos han de caer como fruta madura. Y esta mujer ya está abierta a un amor sin esperanza, mansa como la jaula de un conejo el día después de la matanza, ¡ya ha metido en ella todos sus muebles, y se le ha pegado un papel de flores! De su Conchita sale un cominillo donde él, el estudiante, espera con todos mis lectores poder volver a entrar, instruido, de suave humor. Si todos nos mantenemos unidos y reunimos todo lo que tenemos, nuestros presentimientos se podrán confirmar. ¡No somos necesarios! Si podemos vivir bien, es como mucho en el recuerdo de un animal querido al que alimentábamos; o de una persona amada de la que nos hemos alimentado.

En cualquier momento, el director podría arrojar de cabeza al jardín a su mujer, que tenga cuidado si se vuelve a dar rimel en las pestañas. Él la dejará dárselo, pero su necesidad se despabilará como un manantial en el bosque, e inútiles lágrimas embadurnarán el rostro de ella hasta desfigurarlo, y manchas purpúreas (¡Gerti!) florecerán en el prado de su vientre. Además de por la pobreza, todo el mundo puede ser bataneado de otro modo, cuando el día despunta temprano y a uno le pasa el café por la garganta. No nos va bien a las mujeres cuando no amamos más que la limpieza de nuestra habitación y nadie nos abre cada día para controlar si algo se ha añadido a nuestros majestuosos órganos. Pero no hay que temer, seguimos siendo las mismas. Pronto el abismo se cubrirá con nosotras, igual que intentamos cubrir nuestras viviendas unifamiliares con Eternit fresco, y los intereses de los créditos caerán encima como sombras. Pronto el jefe vendrá al establo a por nosotras, bestezuelas, que estamos atadas a la cadena de nuestros deseos y somos pateadas. Quien tenga una pequeña granja y una casita adjunta será el primero en paladear el paro: así hablan los hombres que han comprado en una boutique celestial y se clavan después tras de sus escritorios, donde ya nadie puede calmarlos. Ni siquiera el suave frotar con que el agua escurre por el pincel de su sexo, con el que se pintan el uno al otro sus deseos, los amansa tanto como para portarse bien con sus bienes vivientes, esos temerosos empleados en sus celdas de condenado. A menudo tienen que viajar durante horas hasta llegar a casa, con su amada pareja, y poder conectar la corriente que recorre las sillas con un temblor.

No se come fuera cuando se ha construido una magnífica casa donde hincar los dientes en los cuellos ajenos. En la calle caen las sombras. Los que vuelven del trabajo quieren entrar a beber una cerveza en esta pobre casa. La frente del director no está marcada por el esfuerzo. Como artista del violín no es más que un principiante, pero aun así atraviesa a su mujer en cinco minutos. Está bien amortiguado cuando golpea expeditivo contra sus ubres con su cálido asidero, ¿ha visto cómo se lo acaba de meter en la boca? Sus palancas aún tienen algunas dificultades para aparcar. Pero los señores siempre se precipitan con gusto, como cataratas, a su pequeño asunto, y tienen prisa. ¡También en usted ardería un fuego colérico si todos los días se meara en su cono! Y fuera pasa un policía, ocupado, poniendo multas. Más de uno ha visto empequeñecerse a los fuertes ante una señal de prohibición, ¡pero a sus mujeres, en su cálido hogar, sí que pueden perseguirlas! (Esta bestia salvaje siempre está en posición. Las cortinas le acarician las manos frías, que no han tenido bajo ellas más que un montón de ropa interior.) Como un signo del Zodíaco, este señor, en el que se ha agitado la necesidad de excitación, se cierne sobre la mujer. Su lengua produce pulsaciones en la copa de zumo que ella tiene enclavada entre los muslos. Hay que poder mostrar el puño con el que se golpea sobre la mesa. En cualquier otra parte, gentes traqueteantes prefieren regular el tubo de escape y calientan sus motores para no llegar al trabajo demasiado tarde. ¡Pero por la noche se agitan como llamas, desenfrenados, si su mujer ha hecho una mala cena! Entonces hay jaleo, y la mujer levanta los ojos, como si acabara de trepar por los Alpes con sus heridas y excoriaciones. Estos hombres ya no tienen mucho tiempo para consumirse en pos de una hermosa meta que tenga pecho delante (que dé sentido a la llama que los quema). Incluso nuestros coches consumen ya nuestro último combustible.

El director se abraza a su vecina de lecho. ¿Quiere desembarazarse de ella, que tanto tiempo ha sido eliminada a su lado? Ella vive al lado, eche un vistazo, es alimentada artificialmente y no debe ir a buscar en edificios ajenos si alguien hace de hombre para ella y mete la lengua en su Conchita. El director no usa preservativos, porque le gustaría volverse a ver varias veces más, pero siempre en pequeño, para que nada ni nadie sea más grande que él. Sale del amplio claro del bosque y abre la boca de la mujer con su taladradora. Ella tose por el artilugio que emplea, y que se dibuja claramente en ella. (Recorre toda su buena figura.) A este hombre parece fascinarle poder ser el único en dar a luz la entera longitud de su cosa, así que se transforma de tal modo que entra en pugna con la mujer por su horno permanente. ¡Qué sustancia activa, semidiós, salud, que puede producir su propio engrosamiento sin colgar en la pared como santo y mártir! ¡Qué hombre! ¡Y descender en forma de lluvia sobre los suyos! Bien, en cualquier otra parte se han construido escaleras junto a las casitas, aunque nadie querría vivir voluntariamente en ellas. Sí, los más pobres dan pequeños pasos para llegar finalmente hasta sí mismos.

Gritando, el Señor Director se atornilla en la boca de Gerti. Antes tuvo que salirse de sus casillas, es decir, tuvo que ponerse de manifiesto; sea como sea, ya en su juventud lo ayudaron por todas partes (también en las cuerdas del violín). Sus sonidos están bajo su mando, los sirvientes también. No es difícil, también su hijo toca ya un instrumento, y las laderas se sacuden los árboles ácidos como si fueran las manos. La mujer patea y es pateada, hasta que grita. No, a esta hora no se discute en casa, no se fuman cigarrillos, no se bebe y no se amenaza con furia al personal. Se le vuelve a quitar el camisón, para poder palparla en distintas direcciones. A menudo usamos la cama, donde dormimos la guerra de los sexos. En ella podríamos ascender sin fin, para llegar a simples soldados. Por ningún otro territorio se sube tan rápido, si a una (a una de nosotras, mujeres) su propio rostro le resulta medianamente bueno. La roca no desciende a la pradera, los animales se le acercan corriendo y frotan la cabeza contra ella. Ahora la mujer se debate, como si quisiera hacerse inmortal en medio de sus electrodomésticos. Resuena como el grito que se lanza cuando el rayo no puede dominarse en un día claro y se abate sobre el televisor. Hay que hacer ajustar el aparato, el viático de las noches. El director quiere disparar hoy su escopeta una vez más, para volver a estar seguro de su mujer, cuando esté tumbada sangrando, porque en mala hora se cruzó en su camino. Ella respira hondo y se ahoga en náuseas. El sueño se le espanta de los ojos. Casi vomitaría ante aquello que irrumpe en su casa gimiente e hirviente.

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