El somnoliento niño, otra vez despierto, no debería sacudir de ese modo la puerta del baño, de lo contrario resultará rociado. El hombre obliga a la mujer a volver la cabeza hacia el recto tronco, porque quiere gritar. Su pájaro está despierto, y es encerrado en la jaula de la boca de ella, así le gusta, y aletea sucio hasta que en la garganta de la mujer se levanta una náusea que quiere crecer, y su vómito corre por su vástago y sobre la bóveda bamboleante de sus testículos. No hay nada que hacer. Se le saca el glande de la faringe, y la mujer es inclinada a medias sobre la bañera. El rabo está como una caña en torno a su lecho, en el que finalmente es depositado, doblan las campanas de sus pechos, el alcohol fluye como agua de ella, y gotea poderoso sobre su cono. No, el director no va a permitir a esta mujer salir tan fácilmente de su nido. No debe escuchar a sus sentidos, sino a él, que es como ella.
Solo por unos minutos ha saltado esta mujer a la arena en la que los consumidores aprenden a nadar. Ahora está metida en el agua del baño, y es enjabonada. Su pijama está hecho un guiñapo, tendrá que ser lavado, cosido y planchado. Al lavarla y pulirla, el hombre le arranca matas de pelo enteras del cono. Se enreda en las branquias de su vergüenza y desciende con dedos jabonosos hasta muy hondo en sus aguas subterráneas, donde antes depositara su poderoso paquete. ¡Ella patalea y lloriquea, porque le arde! Delante, en el pecho, donde los deseos hacen gimnasia en su ramaje, se echa mano exploratoriamente a las puntitas de embutido que alguien ha dejado, que son retorcidas con tres dedos y vueltas a soltar con lentitud. Duros como botones nos miran los fríos ojos de las areolas. Pero ya no le gustan al señor, ni aunque fueran de una reina. Ya repiquetean los terribles recipientes que tienen que recoger el contenido de los hombres. Y silbando cimbrean las puertas de las salas de espera ante los montones de huesos de los parados. También esta marea sabremos contenerla.