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El trabajo de los sexos, llevado a cabo hoy por director y directora -¡gracias por el doble Axel y la gran cabalgada! -, bajo el que florecieron entre espasmos para después limpiarse la boca como tras una comida suculenta, ha terminado quizá por hoy, aunque no es seguro. Hasta que volvamos a encontrarnos mañana, a la luz de los faros del coche de Correos, tan temprano, aún en la oscuridad, y los próximos años! Nada más que esas luces acarician los pobres cuerpos, que se nos muestran sin vergüenza en su mal olor matinal, en sus gases de escape, ¡sólo los billetes de lotería, en los que siempre tienen que pensar! Hay que poder también ingresar, no sólo repartir.

El director balbucea palabras de amor y de mando, se anuncia a sí mismo y a su programa, este hombre privado. Ya vuelve a vivir en su elemento, el dinero. Qué sería él sin su mujer, como la llama tercamente. Feliz, se aferra con la mano libre, la que no conduce, a su cuerpo, y conduce por lo menos allí. La montaña cuelga sobre él como un cálido y manso animal, ya la ha esquilmado por completo. El otro coche lo han dejado parado, aturdido y bloqueado, como a su hijo. Sólo pensaban en su animoso sexo. La mujer puede irse a comprar las cosas que van bien a una mujer. Ahora se especula sobre el día siguiente y sus posibilidades de desarrollo. El director habla de con cuánta variedad de ideas frecuentará a su mujer después y los próximos días. Necesita agitación arriba, en su oficina, para que abajo su rabo se satisfaga y pueda dejarse atrapar por la mujer. ¿Quizá a la mujer le gusta algo especial que mañana perseguirá ciegamente al ir de compras? Este hombre: La segura estrella de su mujer brillará sobre él hasta mañana temprano, pace suavemente en su garganta, ¡pero mire a la carretera, no aparte la vista! Las gotas siguen cayendo del hombre, sudor y esperma, eso no le hace menor, más escaso, más pequeño. Sonriendo, adora a su mujer, a la que ha mantenido bajo su chorro. Sus carnosos testículos se asientan silenciosos en su nervudo tallo. Qué alivio entregarse al conjuro de la noche, cuando no se tiene que salir corriendo mañana a la oscuridad, uno entre muchos, deslumbrado por la lámpara de la cocina. Cuando el fuego arde en un motor y en otro más, uno mayor, en nuestro motor. Pulido, renovado, el director quiere volver a subir a la cama con su Gerti y eternizarse en su boscaje, nadie como él levanta tan rápido la pierna y se deja ir en un diluvio ardiente. Quizá vuelvan a ser inundados por el suave griterío de sus cuerpos, que quieren algo de comer, ¿quién sabe? La mujer quiere abrocharse el vestido delante del pecho, el frío clava sus garras en ella. Pero el hombre exige que ofrezca un poco de entretenimiento a él y a los habitantes del distrito, en sus pequeñas antesalas del infierno, por favor, Brigitte, oh no, Gerti. Vuelve a abrirle el vestido que había juntado; aún no se ha extinguido, Gerti, quiero decir que todavía hay algo que brilla en la ceniza. La calefacción aún no ha entrado en calor, pero el hombre sí. Con él las cosas van bastante rápido, tiene en la barbilla una herida causada por una uña de Gerti. No les sale al encuentro ni un solo paseante que quiera florecer un momento con un conocido delante de la casa. Nadie más que pueda ver el sello del poder sobre la frente del director de la fábrica. Y por eso tiene que estampar ese sello por lo menos a su mujer, como señal de que ha pagado la entrada y también ha salido de verdad, valientemente, del calor de su sexo al aire libre. En la cocina de los pobres, sólo se mantiene encendido el fogón.

El hombre llama su amor a su mujer, sí, también el niño lo es. En el dorado centro viven, en el cuadradillo del pueblo. Y astutamente, el Gobierno reparte a la gente las ofertas especiales con el cucharón de servir. Para que los propietarios de las empresas tomen sus decisiones y puedan inventar sus disculpas acerca de cómo han desperdiciado las subvenciones y los cuerpos humanos. Pueden ser felices siempre en medio de sus bienes, y los demás hablan de penas en su pedazo de tierra, pequeño como un pañuelo, en el que plantan cercas en cuanto su semilla llega para más de dos. ¡Ya tienen que pensar en uno más!

Hemos llegado, el niño duerme en su cuarto.

Pacientemente, el niño duerme de la mano de Químicas Linz S.A. Ahora nosotros también nos vamos a dormir, para tener un anticipo de lo que precede a la Muerte. Para ello hay que empezar por tumbarse, los pobres lo saben hace mucho, mueren antes, y el tiempo hasta entonces se les hace muy largo. El hombre se vuelve una vez más a las partes de la piel de su mujer sobrecargadas de cosméticos, enseguida la seguirá a la cama disparando como un fusil. En el baño ya, un agitado ruido de agua y convulsiones. Sin compasión, un pesado cuerpo es echado al agua para hacerlo disfrutable. Sobre su pecho reposan jabones y cepillos. Los espejos se empañan. La señora directora debe frotar vigorosamente la espalda de su marido, sumergir humildemente la mano en la espuma y seguir masajeando su poderoso sexo, que ha quedado por entero en sus manos. Tras las ventanas, la Luna se desvanece. Él ya la está llamando, el hombre y el medio kilo de carne (o siquiera menos) que es su maestro. Ya vuelve a hincharse en el agua caliente, y se alza como señor del abundante buffet frío de su cuerpo. Después él bañará a la mujer, tras los esfuerzos del día, no hay de qué, lo hace con gusto. Alrededor, los mortales viven de su salario y su trabajo, no viven eternamente y no viven bien. Pero ahora ya han cambiado del esfuerzo al descanso, en su pecho duerme una espina, porque no tienen un cuarto de baile propio. El director diluye su cuerpo en agua, pero siguen quedando suficientes metros cúbicos. Una vez más llama a su mujer, más alto ahora, es una orden. No viene. Tendrá que dejar que el agua lo ablande por sí sola. Pacífico, se desliza al otro lado de la bañera; ¿va a tener que rugir para que venga? Qué agradable es que el agua no lo cambie a uno, y no tener que aprender a caminar sobre ella. Qué placer, y tan barato. Todo el mundo puede permitírselo. ¡Que la mujer se quede donde está, oh nube de vaho, llévame contigo! Abre el grifo del agua caliente, lo acaricia y se siente pacífico, sereno. El agua susurra alrededor del pesado cuerpo, en el que los duros músculos masticadores muelen la vida y tragan empresas. Los pobres han caído también como agua de las rocas, pero por lo menos se quedan donde están, en sus camitas, y no están todo el tiempo suplicándole a uno, esos hombres lamentables a los que hay que pagar suplementos. ¡Cómo van a parar ciegamente a las máquinas, de una hora para otra, con las sagradas cuerdas que sus mujeres han tensado trabajosamente en el bastidor de su cuerpo! ¡Tanta sangre! Y todo en vano, en última instancia también los violentos latigazos de su corazón, porque ya no hay en él sangre para impulsar. Y a veces los niños arman ruido a las cuatro de la mañana, creo. Por lo menos uno o dos siempre vuelven a casa borrachos de la discoteca.

Pero el hijo, tantos años sin ser querido, yace ahora en su cama, y la pacífica Luna se pone. El niño respira pesadamente, recubierto por un sudor frío; con esas pastillas en el zumo se descansa de un modo totalmente distinto. El niño yace inquieto bajo la mirada de la madre, que da a la cama con el pie para enderezarla. Mustio está el niño, y sin embargo es todo su mundo: guarda silencio, como éste. Sin duda se alegra de crecer, igual que el miembro de su padre. La madre besa con ternura su pequeño bote, que el mundo lleva. Entonces coge una bolsa de plástico, la pone en la cabeza del niño y la sujeta fuerte, para que su aliento pueda quebrarse en paz. Bajo la bolsa, en la que está impresa la dirección de una boutique, se despliegan generosas una vez más las fuerzas vitales del niño, al que no hace mucho se ha prometido que crecería y tendría aparatos de deporte. ¡Así ocurre cuando se quiere mejorar la Naturaleza con aparatos! Pero no, ya no quiere vivir. El niño tiende ahora al agua libre, donde estará del todo en su elemento (¡mamá!) y se servirá de las gafas de bucear por las que sus compañeros aprenden a ver el mundo desde el principio como a través de un sucio cristal: a tal punto ha sido su superior, un pequeño Dios de la guerra, ágil en el trabajo, el deporte y el juego. Lo ven todo, pero no ven mucho. La madre sale de la casa. Lleva al hijo en sus brazos, como un ramo de flores por despuntar que hay que plantar. Desde las cumbres por las que el niño ha bajado hoy, y quería volver a bajar mañana (¡en realidad, el nuevo día ya ha roto, impaciente!), el suelo saluda en despedida. Huellas irritantes en la capa de nieve. ¡Ahora vagad, girad en torno al fuego, habéis tenido una experiencia! ¿no?

La madre lleva en brazos al niño; después, cuando se cansa, lo arrastra tras ella. Bajo el delicado vestido de la Luna. Ahora la mujer está junto al arroyo y, contenta, un instante después hunde al niño en él. Un hermoso silencio hace señas, y también los deportistas se hacen señas en cualquier ocasión, si es que hay público para verlas. Ahora, en contra de lo esperado, las cosas han salido de tal modo que precisamente el más joven de la familia será el primero en ver el estúpido rostro de la eternidad, detrás de todo el dinero que, para comprar, corre libremente por la Tierra cuando no lleva a alguien de la mano. Gritando, los hombres compiten y piden buen tiempo. Y los esquiadores suben a la montaña, da igual quién viva allí y quiera ganar.

El agua ha acogido al niño y se lo lleva, mucho tiempo después quedará mucho de él, con este frío. La madre vive, y su tiempo, en cuyas cadenas se envuelve, ha culminado. Las mujeres envejecen pronto, y su error es que no saben dónde esconder todo el tiempo que hay detrás de ellas para que nadie lo vea. ¿Deben tragárselo, como los cordones umbilicales de sus hijos? ¡Muerte y crimen!

¡Ahora descansad un rato!

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