El hombre es en el fondo grande y tolerable, un ciudadano que canta y toca música. Le compra a su mujer ropa interior excitante por catálogo, para que su cuerpo pueda presentarse al trabajo cada día como es debido. Ha elegido prendas osadas para que ella trate de parecerse a las modelos de las fotos. La ropa se malgasta con ella. La olvida en el cajón, y calla. No hay puntillas rojas que perturben su amplio silencio, pero, si se para a pensarlo, precisamente así es como a él le gusta: que su gente se olvide por completo de sí misma cuando él ha tendido sus lazos de amor. Se consumen tranquilos, como el tiempo, en su casa, y le esperan. El niño, que, hambriento, es rodeado de deporte. La mujer, que, sedienta, es comparada con fotos y películas. Familias sin apéndices y sin apego podrían seguir viaje en autocaraván con los aparatos en el maletero, los látigos, las fustas, los grilletes y los pañales de goma para estos bebés grandes, cuyos sexos aún lloran, berrean y suspiran porque un sexo más grande los apacigüe al fin.
Algún día, también sus mujeres darán finalmente paz y leche. Los hombres incluso se administran, dulces, rápidas inyecciones para poder aguantar más en las palmoteantes huchas que sus mujeres les tienden suplicantes. Para rehacerse y poder recostar enseguida a sus compañeras. Las mujeres se inclinan sobre el hojaldre en su envoltorio, ríen, y pronto los caballeros se arrojan a las esquinas de los sofás, donde, hundiéndose, abren los vientres, sacan sus rabos a la luz y, lo más rápido posible, los por ellos conjurados vuelven a escapar. ¡Cómo ansían los hombres que sus disparos vayan a la lejanía, lo irreprimible, lo ameno! Las mujeres, marcadas por trazos marrones por la estancia en ellas de sus hijos, tienen que servirse a sí mismas, desnudas como en el parto de sus bebés. Los pesados vasos de vino se tambalean sobre las bandejas, y sus señores celestiales los cogen por detrás, por delante, por todas partes, los dedos van arriba y abajo, las bocas chupan entre los muslos y rompen su juguete más querido, sí, ahora descansan con todas sus fuerzas, los amantes y los muchos caballos rugientes que los han cohabitado. La obra de algunos peluqueros ha quedado destruida, se han creado nuevos desechos para las mujeres de la limpieza, y después vuelven a marcharse todos, tan desenvueltos en sus coches como en los brazos amantes de sus mujeres. ¿Quién va a avergonzarse por sentarse en el coche? Lo único que aquí no se puede comer es chocolate. A menudo esas manchas, lo único que queda de lo que nos parece lo mejor, ya no salen.
El hombre ya nunca podría desaparecer de pronto, tanto se detiene aquí, en su hermosa casa, que por la noche se viste con la oscuridad de los bosques y la arrogancia de sus habitantes. ¡Y le sienta realmente bien! Compadecer a la mujer sería un despilfarro. Los poros de su hijo son aún tan pequeños. La mujer vacila bajo la carga de su pesado destino. Si se conduce con inteligencia, aún se le puede levantar el arresto, pero no puede negar el descanso a su marido. La comida rápida podría empezar a hervir dentro de él. Nada más llegar, su bragueta parece humedecerse. La mayoría de las veces el final de los viajes de trabajo es un festejo, tiembla lo escondido, sus secreciones quieren salir al aire libre. La vida consiste en su mayor parte en que nada quiere permanecer allá donde está. ¡Así que, desea el cambio! De esta forma surge la inquietud, y la gente se visita mutuamente, pero siempre tiene que cargar consigo misma. Bien dispuestos sirvientes, esperan sus salchichas de sexo y dan con los cubiertos en la mesa para que se les sirva más rápido un agujero en el que poder escurrirse, sólo para volver a emerger, más codiciosos aún, y solicitar hospitalidad a nuevas personas no necesitadas de ellos. Ni siquiera las secretarias quieren admitir que se sienten avergonzadas por las manos puestas a sus blusas. Ríen. Existen aquí demasiadas como para que a todas se les pueda dar suficiente comida indecente.
El hombre aparece, temprano, como la verdad desnuda, y derriba a la mujer. Le da un golpe en las posaderas, según viene desde lejos. Los tubos entrechocan ya en la borda del cuarto de baño, el revestimiento del desagüe tiembla. Los tarros se mecen, brillando a lo lejos. Se oye el silencio, que en la fusta del hombre ha durado toda la noche. Entonces habla, y no hay nada que pueda disuadirle. A ras de tierra está la mujer, cansada de un largo camino a través de la noche, y su ojal va a ser ampliado ahora. Hace tiempo que se ha convertido en algo tan íntimo como una laminadora, porque incluso delante de los socios se fanfarronea con ella a lo largo y a lo ancho, las sucias salvas verbales del director se proyectan hacia lo alto en breves y rotundas ascensiones a pulso. Y los subordinados callan, desconcertados. El director se controla, ya nos veremos. El director hurga en el bolsillo de ese cuerpo que le pertenece, los amantes están juntos, no falta nada.
Este hombre es amigo de soltar la lengua, y siempre suelta a la mujer. Por eso le es imposible contenerse más tiempo, a este silencioso abrelatas, como la planta, que busca desvalida la luz tan pronto se apaga. El niño toca ya muy bien y disciplinadamente. ¡Cómo tocará el violín este niño cuando, siguiendo el modelo de papá en el pasaporte, se haya convertido en padre y esposo! El niño ya no se acuerda de la larga y molesta lactancia, pero todas sus exigencias siguen siendo satisfechas como entonces. Tanto tiempo se ha volcado la mujer en su hijo, y ¿qué se desprende de ello? Que hay que tener resistencia, el cielo se muestra en la figura de una colina, para subir a la cual hay que pagar un buen precio.
No, esta mujer no se equivoca, hace mucho que ha perdido a este niño, hasta que madure, y entonces se habrá ido. Y el padre la arrastra con violencia a la luz, tiene que abrirse para el tren expreso que se oye pitar. Todos los días lo mismo, cuando hasta los paisajes cambian, aunque sólo sea por aburrimiento, debido a las estaciones. La mujer se queda quieta como la taza de un retrete, para que el hombre pueda hacer su gestión dentro de ella. Él le aprieta la cabeza en la bañera, y le amenaza, con la mano enredada en su pelo, diciéndole que según se acuesta así se ama. No, llora la mujer, no hay amor en ella. El hombre ya entrechoca los botones. El pijama de nylon es arremangado, se lo enrolla en torno a las orejas. En sus vísceras gimen algo así como animales prisioneros, que quieren salir con pesado paso. A la mujer se le mete en la boca el camisón de batista, claro y opaco como un candil, y la naturaleza del hombre se ve titubeante desde fuera. Su orina inocente es excretada. Justo al lado de la mujer, chapotea desde el humo oscuro del vello púbico en la bañera, directamente al lado de su mejilla doblegada. El esmalte irradia un brillo reciente. En este entorno amistoso, el rabo del hombre ha crecido rápidamente. La mujer tose mientras le abren los flancos. El abrelatas es extraído del siniestro pantalón de franela, y aparece un fluido lechoso después de que el hombre haya operado un rato, que requiere un pringón, y haya retumbado, amante, dentro de una aguzada nube de pelo. Demasiado pronto, el miembro sale a la luz desde su receptáculo. La mujer, cuyo culo, esa calle sombría, ha sido tensado al máximo, tiene que quedar por debajo del hombre. Él hace girar el timón y la obliga a mirarlo. Se vuelve furioso a su delantera, la obliga a agarrar su expirante pene, que ya empieza a temblar nuevamente, ¡porque quiere habitar dentro de ti, tiempo amado, y en usted, noche amante! Oprime el pelo de la mujer contra su derrame, lo que queda de él, y que deben ver sus inocentes ojos. Ellos, los héroes, meditan poco cuando su trabajo está hecho.
La mujer es untada con esperma. Del modo que se le ha construido una hermosa casa, no se perderá a la pareja, y fuera están las pobres filas de casas de los más pobres, sacados a golpes de dentro de sus mangas y oficinas de sexo, las casas puestas a docenas a la venta, a subasta pública, a secreto incendio. Y lo que un día fue un hogar cae ahora bajo los mazos de los señores de la comunidad. A lo que un día fue un trabajo, se le arranca el corazón con violencia. Sólo de las mujeres podemos recuperar algo, en calderilla. ¿A dónde iban si no a ir ellas, las mujeres, más que con aquellos que chapotean en la fuerza y sueltan alegres los desperdicios que se les escapan como espumarajos del bocado? Sus generaciones producen productos innecesarios y sus generaciones producen problemas innecesarios. Ahora, este director ha detenido a tiempo su masa crítica. Primero aprieta el rostro de la mujer contra su producto íntimo, después la deja mirar su zona íntima. Ella no quiere refrescarse en su agudo chorro, pero tiene que hacerlo, el amor lo exige. Tiene que cuidarlo, limpiarlo con la lengua y secarlo con los cabellos. Jesús ganó esa carrera cuando fue secado por una mujer. Por último, la mujer recibe un golpe en las posaderas, para cerrárselas; burda, la mano de su señor recorre sus entrantes y salientes, su lengua le chupa la nuca, se le echa el pelo hacia la bañera, se le tira con violencia del clítoris, con lo que sus rodillas entrechocan y el culo le salta como una silla plegable, y también otras personas siguen su orden.
Bueno, ¿y qué hacemos entretanto con el niño? Él está pensando en un regalo que querría haber comprado para no haber visto nada secreto de sus enclavijados padres. En cada tienda a la que se asoma, este niño quiere un trozo de vida (de lo vivo, de las cosas buenas de la vida) recién cortado. Este niño toca las piezas más pérfidas. Ésta es la última generación, y lo último es precisamente lo bueno para ella. Pero pronto también ella se marchará, ¿cómo si no seguiríamos adelante?
El padre ha descargado un montón de esperma, la madre ha de limpiar y dejarlo todo en condiciones. Lo que no lame, tiene que recogerlo con un trapo. El director le quita los restos del vestido y la observa mientras limpia y trenza, mientras teje y cose los trozos. Primero sus pechos caen hacia delante, después oscilan ante la mujer, mientras ella pule y restaura. Él pellizca sus pezones entre el pulgar, el índice y el corazón, y los retuerce como si quisiera enroscar una bombilla de un microcosmos. Golpea con su iracundo y pesado mondongo, que por delante aparece, una clara ventana al cielo, en la abertura de sus pantalones, y por detrás contra los muslos de ella. Cuando ella se inclina, tiene que abrir las piernas. Ahora él puede coger con una mano toda su higuera, y hacer de sus dedos furiosos paseantes. Por lo demás, cuando ella mantiene cerradas las piernas él puede situarse encima de ella y orinarle en la boca. Qué, ¿que no puede? Le golpeamos la rodilla hacia arriba y damos una palmada (¡aplausos, aplausos!) en los suaves labios de su coño, que en seguida se abrirán, chasqueando levemente, y nosotros, los hombres, tendremos que dar enseguida con la jarra encima de la mesa. Si aún no puede humedecerse, tiraremos con fuerza para abajo de todo su sexo femenino cogiéndolo del pelo, hasta que ella doble las rodillas y, abierta al máximo, se hunda sobre la caja torácica del señor director. Como un bolso de mano abierto sujeta él su coño por el pelo, y se lo pasa por el rostro para poder chuparlo burdamente, un buey junto a un bloque de sal maduro, y la montaña emerge inflamada. La carga del fracaso descansa sobre los hombres. Su orina murmura algo incomprensible, y las mujeres la limpian con sus trapos absorbentes e incluso con Ajax.