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La mujer bebe un resto de café frío de su empañada taza. Como para escapar, ha vuelto a cubrirse con un soplo de los panties. Nadie aquí tiene tanta suerte como ella. Sobre su cabeza cuelga la silenciosa zarpa de su Señor, para que en la jaula se sienta como en casa. Por la tarde, el director ya empieza a sonreír a la agotada, a poner rumbo a su destino. Después rompe contra ella, ¡tiene que seguir siendo el primero en esta caja de ahorros! La mujer extiende las manos hacia el vacío, donde los alimentos se echan a perder, como si quisiera despertarlo de su letargo. Así se cruzan siempre sin encontrarse, sobre el ancho riesgo de la carretera que debe abrirles la montaña rusa de su matrimonio. Esta mujer es envidiada por los habitantes del pueblo, qué bien se viste. Y la suciedad de su casa la recoge una mujer contratada para limpiar en el catálogo de habitantes, que sin embargo sólo quieren vivir como hermanos. El niño ha nacido bastante tarde, pero no tan tarde como para no poder convertirse en un quejoso adulto. El hombre grita en su placer, y la voz de la mujer se pega a él, para que pueda cimbrear su vara y comprar caprichos caros para la casa. Un equipo nuevo para poder emplearlo en las estaciones en que ambos van a frotar su bendito sexo. Pero nadie puede hacer magia. Cuando el hombre despierta de su embriaguez, se inclina enseguida a complacer a la mujer. Tiene buen carácter. Sí, él paga, ha pagado todo lo que usted ve aquí reproducido en colores. ¡Seque sus mejillas!

Por la noche, sus platos darán refugio a los exiliados. Las comidas serán presentadas fugazmente unas a otras, y pronto deberán mezclarse amigablemente dentro de los cuerpos. ¡Y cómo ocurre eso bajo algunos techos! La comida no es importante en esta casa; para el hombre tiene que ser mucha, para que su fuerza descienda y ceda sonriente. Embutido y queso por la noche, vino, cerveza y aguardiente. Y leche, para que el niño esté protegido. He aquí la guarnición de la leyenda de que la clase media está asegurada por abajo y bajo la protección de la Naturaleza (bajo la protección de la Naturaleza) por arriba. Y sin duda los que están debajo la protegen de caer en el vacío.

Ya muy temprano, el hombre se ha aliviado. Grandes montones se forman debajo de él, y aún se ha echado mucho más al tenedor y al hombro. Chapotea con su orina. Se oye en todas partes, bajo su techo, cómo choca con su pesado pene en las áreas de descanso de su mujer, donde puede por fin vaciarse. Aliviado de su producto, se vuelve a los seres más pequeños, que bajo su dirección producen su propio producto. El papel que han hecho les es ajeno, y tampoco podrá durar mucho tiempo mientras su director se revuelque gritando bajo los empujones de su sexo, con el que está emparentado. La competencia presiona contra las paredes, se trata de conocer sus trucos por anticipado, de lo contrario habría nuevamente que despedir y liberar de su existencia a un par de benditos. Así pisa este hombre en la naturaleza, y se echa a la espalda su responsabilidad para tener las manos libres. Exige de su mujer que le deje reinar y que le regenere, que le espere desnuda bajo el manto de su casa cuando recorra expresamente los veinte kilómetros que hay de la oficina a casa. El niño será enviado fuera. Al subir al autobús escolar, ha tropezado con su equipo deportivo y se lo ha clavado.

La mujer despierta agitada en el cálido envoltorio de silencio en que se ha refugiado. Recoge todo lo que el niño ha soltado rápidamente antes de irse. El resto lo recogerá la limpiadora, que ya ha visto y recogido mucho del suelo en esta casa. Cuando el niño era pequeño, su madre iba a veces con él al supermercado, y era amablemente conducida por el jefe en persona a lo largo de la cola de las amas de casa que esperaban. El niño se sentaba en el carrito de compra, que se parece un tanto al seno materno, ¡y qué a gusto estaba allí! A menudo los coches veloces tienen grandes defectos, y sin embargo son más apreciados que la propia familia por los recién cumplidos mayores de edad, que, aferrándose a ellos hasta la muerte, huyen de los padres y de la casa paterna. ¡Y esos mágicos dispositivos magnéticos de seguridad de los nuevos vestidos, oh, si el hombre también los tuviera! Para no desbordarse cuando admira las expectativas que no tiene. El sexo debe ser protegido de las enfermedades como la mujer del mundo, para que no mire incautamente por la ventana y vague por la vida y quiera dejar vagar su vida. Sí, pero sólo los vestidos son protegidos por los grandes almacenes. Suena una alarma cuando alguien, eterno viajero, cruza la barrera sin permiso con ellos, para echar un vistazo al silencioso reino de los muertos y los cafés. Así que preferimos ir a pie y mal vestidos dentro de nuestros sexos, y alojarnos allí entre nuestros propios desechos; por lo menos aguantamos como ningún otro vehículo en nuestro pequeño parque móvil. Así mantenemos la vida eternamente en marcha, hacia donde vaya y hacia donde nosotros mismos seamos llevados y arrastrados por un rostro amable, en el que vemos horriblemente reflejado el nuestro.

Esta mujer se compró la semana pasada un traje pantalón en la boutique. Sonríe como si tuviera algo que ocultar, aunque sólo tiene el mudo reino de su cuerpo. Oculta en el armario tres jerséis nuevos, para no dar ocasión al equívoco de que con su surco sangriento quiere prepararse un nuevo mes de goces. Pero ella sólo recoge la benévola fruta del dinero del árbol de su esposo. Ninguna hojarasca acolcha ya los árboles. El hombre controla su cuenta, y ya miles de árboles que bramaban al viento han caído víctimas de su hacha. ¡A la mujer se le da el dinero para la casa y más! Él no cree en realidad que deba pagar por el cómodo columpio en el que él, un muchacho satisfecho, deja descansar su tallo y se puede estirar. Ella está bajo la protección del sagrado nombre de su familia, y bajo el paraguas de sus cuentas, de las que él le informa regularmente. Ella debe saber lo que tiene. Y viceversa él sabe de su jardín que, siempre abierto, es magníficamente adecuado para hozar y gruñir como un cerdo. Lo que es de uno hay que utilizarlo, ¿para qué lo tenemos si no?

Apenas la mujer se queda sola, se viste su séquito de dinero, valores e inflación y se va a pasear un rato con sus garantías bien atornilladas. Como una sombra se desliza por el mar la multitud que produce el papel sobre el que baila el barquito de su vida. ¡Sí, el mar, que gusta de enterrarnos también en vida! Porque detrás espera la multitud de los estúpidos parados, a la espera de su oportunidad, de que alguien siga por fin su rastro. ¿Y nosotros? ¿Queremos seguir volando? Para eso tenemos que ascender, nueve veces astutos, y dejarnos caer, porque: ¡Al

que madruga Dios le ayuda! La mujer se pone la mano, el vestido multiuso ante los ojos. Pronto el hombre y el niño tendrán que ser nuevamente cubiertos de alimentos. ¿Qué pasará esta noche, cuando el hombre salga de la cadena de montaje, compacto, recargado y nuevo, en vez de parar? Él se ha criado en su botella de vida, cuidadosa, como una madre. Y por la noche quiere salir. Burbujea. Esta noche, casi lo habíamos olvidado, es el momento previsto por la Ley, y la mujer espera con su paño absorbente para recoger todo lo que el hombre ha producido a lo largo del día. Y los otros hombres desaparecen en la sombra, y entierran vivas sus esperanzas.

Este paisaje es bastante grande, hay que decirlo, una cadena floja en torno a nuestro destino nebuloso. Dos muchachos se persiguen en motocicletas, pero la nieve pone rápidamente fin a su carrera. Tropiezan y caen. La mujer ríe con dureza. Por lo menos una vez le gustaría avanzar decididamente. Hoy su marido ha triunfado en su cuerpo como si hubiera venido con alguien. ¡Espere un poco hasta la noche, hasta entrar en el circuito! Ahora el hombre ha llevado a su despacho un contrapeso de acero, más o menos del tamaño de un teléfono. Escupiendo a su paso lava volcánica, camina hasta el sillón de su escritorio, desde el que administra los destinos, ante una pantalla en la que se organiza una competición de esquí. También ama el deporte, el niño lo ha aprendido de él. La gente se mecería pacientemente en sus camas si el movimiento no viniera de la pantalla, y a veces incluso de sus propios pies y corazones. Al hombre se le pegan a la piel hasta los cabellos más finos cuando acelera por la carretera general. Va rapidísimo. Su voz retumba, como es costumbre en el país, cuando llama a alguien. El coro tendrá que actuar pronto.

El domingo van a la iglesia, como muestra de la vida social que reina en el ejército. Después se llenan de sus estanterías empotradas, en las que coexisten alegre, libremente, libros y recuerdos de su esclavitud. Tampoco el médico y el farmacéutico dejan de ir a visitar al Papa y a la madre de Dios. A nadie envidian su trabajo; entran al mesón, salidos de escuelas inferiores, cuidadosos y bien cuidados. Allí se quedan un rato, y se animan mutuamente. El médico envidia al farmacéutico la farmacia, que él con gusto rentabilizaría. El farmacéutico ve a la gente recién salida del médico y mal de la tensión. Libérrimo, reparte sus preparados entre los desempleados de la comarca, para que recuperen la alegría y jueguen complacidos ante sus casas con los dedos de los pies. Sus mujeres se han encargado de la comida y se ofrecen siempre en abundancia. No se dejan tachar de la carta. Para que a los hombres no les falte de nada y no puedan ser echados en falta por los capataces de la Nada. Algunos emigran cuando apenas se habían acostumbrado a nosotros.

La mujer del director pone varias veces al día -en eso recuerda la pulsión de la empleada de banca (cada día un vestido nuevo)- unos visillos recién lavados, unos estores, entre ella y las cabezas ansiosas de las mujeres del pueblo, en el que vive más segura que en su propio salón. El director habla con su hijo, que da saltitos indignado para que le dejen ir después a casa de un amigo. ¡Este niño no está autorizado para elegir sus amigos a satisfacción, porque los padres de sus amigos comen SU pan! Este niño vaga por el mundo y dirige a los otros como a sus coches de juguete. La madre acompaña al piano todo lo que encuentra, y fuera se bajan al pecho cabezas desalentadas. Se han comprado lo que han visto con ojos mayores que su apetito, y ahora el pueblo disfruta con las subastas de los edificios surgidos con demasiada ligereza sobre el suelo llano. Envueltos en delicada estima, lavados como delicada lana, están ante los mostradores del banco, tras los cuales beatíficos niños juegan con sus blusas blancas y con dinero ajeno, y vacían su destino y el de sus viviendas del sobre de la nómina al ancho caudal de los intereses. El director del banco mira hacia abajo, y le da vértigo ver cómo a la gente le dan vértigo sus ingresos, con los que no tendrían que entregar las casitas que se han construido. Lo que antaño habían amado, él tiene que quitárselo, tan cerca de la meta. Él, que no es un monstruo, ve en espíritu todo su padecimiento cuando se asoma a su ventana. En este helado lugar, los pobres se pelean. Retumban los aparatos de matanza y las escopetas de caza (con agua en los siseantes cañones). Las sogas se enredan en torno al juego de la vida. Se jalean, contentos como peces, los bancos Raiffeisen, que administran y ven administrar el dinero de los habitantes del pueblo. Se trata de una eterna fiesta campesina para las cooperativas agrícolas, que no quieren conocer al individuo concreto al que ahogan en productos lácteos pasados de fecha y queso envenenado. Hasta al más pequeño de sus miembros le sacan las niñas de los ojos y el negro de debajo de las uñas. Hasta que uno se sale de sus casillas y, como asesino, revolotea chillando en torno al nido con la familia muerta. ¿Cómo quería él, un recipiente tan pequeño, abarcar todo eso? Sólo un periódico de pequeño formato osa, por un par de chelines de nuestra raquítica bolsa, ocuparse de la intensa vida de aquellos a quienes ha ocurrido algo terrible.

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