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Sin que nadie los moleste, los trabajadores se miran unos a otros en la cantina. Delante de la luz, cantan como pájaros, para dar plenitud a su vida y gusto al director. ¿Dónde se oculta el sentido de esto? ¿En sus sensuales mujeres, en las que la vida se ha expresado con plenitud?

El director necesita a su propia mujer, porque a cada uno la suya, ¿ano? La luz del día ya se ha mostrado, y las tiendas abren, mientras otras personas se hacen impenetrables. El hombre contempla de reojo a su mujer, que libra muy nerviosamente una guerra por conseguir hora en la peluquería; ha notado que sus pechos ya están algo calmados. En su memoria, viven como si él los hubiera creado y dado forma, como a su hijo. En cualquier caso, cielos, dónde ha ido a parar mi aguijón, se podrá volver a amasar la mujer. Y ella le pertenece, le pertenece, tantos frutos nos regala siempre la tierra. Después del colegio, el niño se deslizará por una montaña celestial, más rápido de lo que usted es capaz de tomar aliento, así que hoy será usted arrollado por este niño que ha recibido su herencia del padre, por lo menos lo adelantará en todo momento. Así se malcría a esta criatura, que vive junto a su madre y cree que siempre seguirá siendo así. Pero esta mujer desea adquirir juventud en una nueva tienda, de ahí también el peinado nuevo. Para ser vista y poder pasar de largo. Ante la casa de este hombre, que ayer alimentó su lado salvaje, dónde si no se va a alimentar la caza de cara al invierno. ¿No ha visto ya otros jóvenes, de pie en los locales? Se queden o se vayan, son tan hermosos antes de marchitarse. También quehacer con ellos mismos, porque tienen que despachar muchas cosas antes de marcharse un fin de semana a esquiar y vociferar con sus amigas, ante las que uno se queda con las manos vacías y se asombra de cómo ha surgido este policromo huecograbado en las caras más planas de la vida, y cómo puede hacer tan profunda impresión. Las postales tratan mejor al paisaje que el tiempo a la mujer, creo yo. El paisaje calla amansado en su día de reposo en las fotitos que usted compra en el estanco y garabatea hasta los bordes, ¡pero el tiempo va sencillamente demasiado lejos! Excava como una tempestad en los rasgos largamente desgastados de la mujer. Oh, no, ella alza la mano, asustada, ante su brillante imagen en el espejo: Habría que trabajar en un círculo amplio, no sólo en su peinado, que es distinto en distintas épocas. Fabricar trabajosamente una pequeña transformación para nada más que una pequeña música nocturna. Su figura desborda el marco del espejo, se hace tan amplia como sus pensamientos. Conoce su casa, en ella espera a un esquiador distinguido con premios. Todos esperamos que un día haya más en el saco, en el sobre del salario de los sentidos, donde susurran las nubes. Sí, la mayoría de las veces el tiempo es nuboso sobre ellos. Pensemos cómo hacernos hermosas, para convertirnos en más y llegar por lo menos hasta la raya de nuestro pelo.

La mujer espera que el hombre salga con todo orden para su oficina. El hombre espera poder echar mano a su mujer una vez más antes de ser puesto un rato a la intemperie del día. Los pobres trabajadores han salido hace mucho junto a los aludes, con el paquete al hombro. ¡Ahora descansa un poquito! El autobús ha partido. El niño ha sido transportado; excelso, se distinguirá de sus compañeros. Las líneas de su vida han sido seleccionadas con habilidad (por el destino probablemente, en compañía del cual el niño desciende por la ladera y ha visto ya algunas ciudades extranjeras). Le va bien desde que ha puesto su cuna donde hay un protector en casa. Sus compañeros se permiten un helado, y se detienen infinitamente en él. La luz brilla sobre esta gran casa como si hubiera nacido en ella, sobre un suelo de parquet encerado. Hoy tenemos sol, decido yo ahora. En cuanto pueda, la mujer quiere ir a una boutique a la ciudad, para tener un aspecto agradable. ¡Por qué no le basta al joven para todo el día, por qué tiene que ir a deslizarse por los raíles de la montaña donde más vírgenes están, ese especialista de la nieve alta! ¡Estar donde nadie estuvo antes que él! Excepto el año pasado, cuando otro joven armó allí un escándalo con sus amigos y amigas. La mujer no piensa en nada más que en qué va a ponerse para ir más rápido, más alto, más lejos. ¡Basta, cómo vuelan sus sentimientos, volvamos a sujetarlos! Su marido no puede calmar su paz, ahora se va a la fábrica. En un 80 por 100, para ser justos (y ser contados entre los propietarios), él es responsable de su felicidad. La empapa en ella. Échenos un vistazo cuando usted, pensativa y muy viajada, desee sembrar la tempestad en los ojos de otra persona. ¡Sí, venga y pida que se disfrute de usted!

Para tener una cómoda vista del tiempo que pasa, desde un porche (sólo en los sitios más pobres no hay una acolchada alfombra bajo los pies), la mujer sale de la casa, y se ha embadurnado de colorines, ella y las uñas de sus dedos. Qué magnífica grandeza tiene la Naturaleza, en la que los pobres sólo ven las señales de límite de velocidad y no las respetan, antes de ser mezclados con nuestra comida, ellos y sus torpes coches. La vagina de esta mujer está empapada del producto hirviente de su marido. A sus muslos se pega, bajo los panties, barro de las costumbres cotidianas del director. Él gusta de dejar una marca que pueda reproducir, aunque la tinta escasee. Podría tener bajo su encendedor, tranquilamente y con gusto, el bollito de una mujer mucho más joven, para consumirlo. En las montañas refresca rápido. Puede usted llamarlo tranquilamente circunstancias, cuando el bosque se refleja en el estanque y la hierba crece ante la ventana, suavizando los recuerdos de los conflictos domésticos. Qué furiosos se llegan a poner los pobres cuando se les hace objeto de una astucia o se les aplica como nos enseñan las leyes fiscales. El director de la fábrica de papel sigue asombrándose de que las hordas humanas que tiene empleadas compren todas lo mismo en el mismo supermercado, aunque tienen y levantan distintos pesos y medidas. Hace mucho que los pequeños negocios locales fueron liquidados, para que los habitantes no se volvieran demasiado díscolos a base de salchichas y cerveza. Mediante el canto fabril (¡el buen eco de nuestra industria en el extranjero!) y el griterío coral, este hombre desea sacudirnos para que le lleguemos al fondo del pecho, ese cañón que truena contra nosotros. De una patada se puede impedir fácilmente que el placer, el mensajero blanco del ser humano, desee emitir a toda costa su voz chillona. Entonces esta mujer calla. Desde las habitaciones en las que sólo es perseguida por su sexo, esa exquisitez única, clama al cielo; hasta la verja del jardín se oye el bramido en memoria de la matanza. Hace mucho que el hombre y la mujer actúan el uno sobre la otra, pronto tendrán que levantarse e ir a lavarse de ellos mismos.

Algunos tampoco han venido esta vez a la iglesia, donde las estatuas gotean, otros en cambio ni siquiera han sido elegidos. El ebanista, con su parte meteorológico y su impermeable, se despliega en una breve vida dentro de la mujer que trabaja en el supermercado. Su devenir le llevó del colegio al heno, y ya eran tres, y eran felices en la cocina, su taller vital, donde pueden ser pulidos y sin pulir, porque no tienen otra habitación. Tienen que permanecer juntos. Golpe a golpe, la Naturaleza reduce al hombre a su tamaño natural y le conduce a la taberna para que pueda volver a desbordarse. En casa se queda impasible ante los productos de sus sentidos, los niños, y medita en cómo podrá cogerlos al vuelo y tirarlos contra las paredes. A veces aquí los niños llegan a su fin en menos tiempo del que, para configurarlos, se ha hurgado en las mucosas. Se ha de garantizar la perduración y la continuidad mientras los señores del país les envenenan los árboles debajo del trasero y el papel que cosechan los trabajadores se esfumará en cincuenta años como una señal trazada en el cielo. Tan en vano como su ira. Tan inútil como la elección entre si las mujeres deben llevar pantalones o faldas, el único sitio donde no pueden llevar los pantalones es en casa. Como las heridas que les infiere el trabajo, hasta que ya no sirven para el uso, así su gozo se evapora demasiado rápido. En las fuentes, sumergen una mano en el chorro de agua. Y el pecho sintiente de las mujeres se transforma en amorfos abdómenes donde crecen cosas que el médico ataca con furia. No se ingresa en el hospital para nada. Hasta que los iracundos tienen hambre y se disparan en los sesos con las escopetas de caza que brotan como hongos en secretos rincones de sus casas. Por lo menos han encontrado en usted un honrado maestro que enseñe al niño mecánica del automóvil hasta que él mismo pueda alzar la mano sobre sí.

La señora directora se pone guapa, ese anuncio esta escrito en su rostro. Se arregla. Y la Naturaleza ofrece cobertura para ello. La mujer atraviesa, bajo el maquillaje en el que es persona, espacios mayores de los que podrán ser abarcados nunca por la cordillera. De ahí que en lo que concierne a su rostro no se abandone sólo a la Naturaleza; ese gran poder se le hace demasiado pequeño para respirar, y tiene que subir a su coche. Ya ve a su nuevo escudero en la patria de su cabeza, donde también se contempla a sí misma con otros ojos. ¡Sus presentimientos pueden dar en el clavo! Alrededor, es contemplada por las cabezas de pájaro de los perdidos, empaladas en los postes de su cerca. Esas mujeres del pueblo, que miran como si nunca hubieran visto otras tierras que sus pequeños reinos, donde sus Señores les insuflan aliento

por la noche. De sus madres ya han aprendido a mirar siempre al dinero, y a asombrarse ante el rostro que se ve en él. ¡Qué diferencia entre uno de cien y uno de mil! Hay todo un mundo en medio, un abismo que cubrir. La mujer recorre con su vehículo las serpentinas de la carretera nacional. Quiere que el joven de cuya conferencia ha disfrutado el día anterior vuelva lo antes posible a dejar oír una palabra enérgica dentro de ella. Ella aparecerá entre nosotros, a los pies de las escalinatas inaccesibles. Hay túneles que atraviesan las montañas, pero nos quedamos abajo, somos demasiado torpes para lo que de salvaje hay en nosotros. El joven abrirá mucho los ojos cuando vea el nuevo peinado. Algo parecido les ocurre a las personas que mantienen una postura intermedia entre los animales que cuidan -cientos de truchas muertas en el río, porque han abierto con demasiada brusquedad los muros de contención de la presa- y el trabajo que se han conseguido, fugaz regalo del dueño de una fábrica. Así describimos cómo son.

Se apresuran en las laderas. Los telesillas arrastran su carga impermeable, de la que pende la invitación de la Naturaleza, fundida en un envoltorio de plástico, hacia arriba sobre el paisaje fuertemente surcado por esquíes. Sí, bajo los esquíes el país parece enormemente desarrollado, donde originariamente era variado o simplemente accidentado. Los cañones de nieve escupen delante de los frenéticos turistas venidos de Viena a pasar el día. Cada uno de ellos se tiene por un cañón con los esquíes. Aquí quizá nos quedemos más, eones llevamos ya en el mundo para cambiarlo, y ahora se acaba debajo de nosotros. Los esquiadores tan sólo juguetean con el paisaje, nada que temer, no son demasiado apocados. Vagan sobre la Tierra con sus fuertes poderes y apagan cualquier fuego bajo sus pies. El gusto por la velocidad hace subir a los urbanistas, y la velocidad misma los vuelve a bajar. ¡Oh, si pudieran desfogarse de veras un día! Volarían bajo el Sol, honrados maestros que enseñan lo que han hecho de sí y de otros. Se han mezclado con otros y engendrado nuevos deportistas. Su hijos harán un curso de esquí, mientras el rostro de sus padres todavía refleja la gordura de un cerdo. El deporte, esa dolorosa nadería, ¿por qué iba a renunciar precisamente usted a él, si tampoco tiene mucho que perder? Muebles no hay por aquí, pero a la carrera por el valor de los chubasqueros, mercancías y aparato, junto con absurdos e inútiles gorros, no se le ha puesto límites, ¡y si los hay, simplemente se saltan, como una colina! Seguro que detrás vendrá otro que tenga que abarcar lo que entra dentro de nosotros. Hace mucho que el diente de las modas, los crímenes y las costumbres ha hecho mella en los Alpes, y por la noche todos nos revolcamos de risa delante de una marioneta con un acordeón que corretea delante de nosotros. Alrededor, los habitantes del pueblo duermen. Ante ellos no se separan las montañas cuando van al trabajo por las mañanas; sobre sus bicicletas, o sujetos a sus utilitarios, tienen que andar saltando sobre cada bache hasta que por fin pueden abrir la puerta de la reserva de los empleados. Sí, algunos consiguen subir, si tienen buen acero en los pies y en los sentimientos. Rogamos silencio. Al fin y al cabo, aquí también trabaja gente frente a sus animales, cada uno en su jaula.

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