Mi padre detenido (1967-1968)
Una tarde, tres días después de enviar mi padre su carta a Mao, mi madre oyó que llamaban con los nudillos a la puerta de nuestro apartamento y salió a abrir. Entraron tres hombres, vestidos con el holgado atuendo azul similar a un uniforme que llevaban todos los hombres en China. Mi padre conocía a uno de ellos: había trabajado como conserje en su departamento y ahora era militante Rebelde. Uno de los otros, un individuo de elevada estatura con un rostro delgado y cubierto de forúnculos, anunció que eran Rebeldes de la policía y que habían venido a detenerle por ser un contrarrevolucionario en activo que ataca al presidente Mao y a la Revolución Cultural. A continuación, él y el tercer hombre, más bajo y robusto que su compañero, aferraron a mi padre por los brazos y le indicaron con un gesto que se pusiera en marcha.
No le mostraron tarjeta de identidad alguna, y mucho menos una orden de detención. Sin embargo, no cabía duda de que se trataba de policías Rebeldes de paisano. Su autoridad era incuestionable, ya que venían en compañía de un Rebelde del departamento de mi padre.
Aunque no mencionaron su carta a Mao, mi padre supo que debía de haber sido interceptada, como era poco menos que inevitable. Ya había contado con que sería probablemente arrestado, no sólo porque había vertido sus blasfemias sobre el papel sino porque ahora existía una autoridad -los Ting- capacitada para sancionar su detención. A pesar de ello, había preferido aferrarse a la única esperanza que le quedaba, por remota que fuera. Así pues, se mostró tenso y silencioso, pero no protestó. Cuando salía del apartamento se detuvo un instante y dijo suavemente a mi madre: «No guardes rencor al Partido. Ten confianza en que sabrá corregir sus errores, por graves que éstos sean. Divorcíate de mí y transmite mi amor a nuestros hijos. No permitas que se alarmen.»
Aquella tarde, cuando llegué a casa, descubrí la ausencia de mis padres. Mi abuela me dijo que mi madre había partido hacia Pekín para interceder por mi padre, quien había sido detenido por Rebeldes de su departamento. No pronunció la palabra «policía», ya que ello me hubiera resultado demasiado inquietante al tratarse de una forma de detención más seria e irreversible que un simple arresto por los Rebeldes.
Corrí al departamento de mi padre a preguntar dónde estaba, pero no obtuve otra respuesta que una variada colección de exabruptos encabezados por la señora Shau: «Tienes que trazar una línea entre tú y ese pestilente seguidor del capitalismo que tienes como padre -decían-. Esté donde esté, lo tiene bien empleado.» Conteniendo mi ira y mis lágrimas, me sentí rebosante de odio hacia aquellos adultos supuestamente inteligentes. No tenían necesidad alguna de mostrarse tan despiadados ni tan brutales. Incluso en aquellos días, hubiera sido perfectamente posible para ellos mostrar una expresión más amable y un tono más compasivo o incluso limitarse a guardar silencio.
Fue en aquella época cuando desarrollé mi propio modo de dividir a los chinos en dos clases, aquellos que eran humanos y aquellos que no lo eran. Había hecho falta una agitación como la que había supuesto la Revolución Cultural para sacar a la luz aquellas características de las personas, ya se tratara de guardias rojos adolescentes, Rebeldes adultos o seguidores del capitalismo.
Mi madre, entretanto, esperaba en la estación la llegada del tren que había de conducirla a Pekín por segunda vez. Esta vez, se sentía mucho más pesimista que seis meses antes. Entonces, aún había habido una ligera posibilidad de obtener cierta justicia, pero ahora resultaba prácticamente imposible. Sin embargo, mi madre no se rindió a la desesperación. Estaba dispuesta a luchar.
Había decidido que la persona a quien tenía que ver era el primer ministro Zhou Enlai. De nada servía hablar con ningún otro. Si se entrevistaba con otra persona, ello sólo serviría para acelerar la caída de su esposo, su familia y ella misma. Sabía que Zhou era considerablemente más moderado que la señora Mao y que la Autoridad de la Revolución Cultural, y también que poseía un notable poder sobre los Rebeldes, a los que transmitía órdenes casi a diario.
Sin embargo, intentar verle era como penetrar en la Casa Blanca o tratar de entrevistarse a solas con el Papa. Incluso si lograba llegar a Pekín sin que la detuvieran y daba con la oficina de quejas adecuada, no podría especificar a quién querría ver ya que ello se consideraría un insulto -incluso un ataque- hacia otros líderes. Su ansiedad aumentó, ya que ignoraba si su ausencia había sido ya descubierta por los Rebeldes. Se suponía que debía esperar que la convocaran para asistir a su proxima asamblea de denuncia, pero existía una posibilidad de pasar desapercibida: acaso cada grupo de Rebeldes pensara que estaba ya en manos de otro.
Mientras esperaba, vio un enorme estandarte en el que se leían las palabras: «Delegación de Peticionarios del Chengdu Rojo para Pekín.» A. su alrededor se agolpaba una multitud de unos doscientos jóvenes que rondarían los veinte años de edad. Por la lectura del resto de sus pancartas resultaba evidente que se trataba de estudiantes universitarios que viajaban a Pekín para protestar contra los Ting. Es más, los estandartes proclamaban que habían conseguido fijar una entrevista con el primer ministro Zhou.
El Chengdu Rojo era relativamente moderado comparado con su grupo rival, el 26 de Agosto. Los Ting se habían unido al 26 de Agosto, pero el Chengdu Rojo se negó a darse por vencido. El poder de los Ting no era absoluto, por muy apoyados que estuvieran por Mao y la Autoridad de la Revolución Cultural.
En aquella época, la Revolución Cultural se hallaba dominada por intensas luchas entre las distintas facciones de grupos Rebeldes. Habían dado comienzo tan pronto como Mao dio la señal para arrebatar el poder a los seguidores del capitalismo y ahora, tres meses después, la mayor parte de los líderes Rebeldes comenzaban a emerger como algo muy distinto de los funcionarios comunistas que habían expulsado: no eran sino oportunistas indisciplinados que ni siquiera cabía considerar como fanáticos maoístas. Mao los había exhortado a unirse y compartir el poder, pero ellos tan sólo habían obedecido sus indicaciones de boquilla. Unos y otros recurrían a las citas de Mao para atacarse mutuamente, sirviéndose cínicamente del espíritu evasivo y santón del líder: fuera cual fuese la situación, era sumamente sencillo encontrar una cita de Mao que resultara apropiada para la misma, e incluso que pudiera utilizarse para respaldar dos argumentos opuestos. Mao sabía que su deleznable filosofía estaba empezando a volverse contra él, pero no podía intervenir de modo explícito sin arriesgarse a perder su imagen mística y remota.
El Chengdu Rojo sabía que para destruir al 26 de Agosto tenía que eliminar a los Ting. Conocían la reputación de ambición y ansia de poder que les rodeaba, y la comentaban sin cesar, algunos en voz baja y otros más abiertamente. Ni siquiera la aprobación personal concedida por Mao a la pareja había bastado para frenar al Chengdu Rojo, y era en este contexto en el que el grupo había decidido enviar a los estudiantes a Pekín. Zhou Enlai había prometido recibirles debido a que, en tanto que uno de los dos grupos Rebeldes de Sichuan, el Chengdu Rojo contaba con millones de partidarios.
Mi madre siguió a la muchedumbre de sus miembros mientras les era franqueado el paso a través del control de billetes para acceder al andén junto al que resoplaba el expreso de Pekín. Cuando intentaba subir a uno de los vagones con ellos, un estudiante la detuvo:
– ¿Quién eres tú? -gritó. Mi madre, con treinta y cinco años de edad, a duras penas podía pasar por una estudiante-. Tú no eres una de nosotros. ¡Bájate!
Mi madre se aferró con fuerza a la barra de la portezuela.
– ¡Yo también voy a Pekín a protestar contra los Ting! -exclamó-. Conozco a ambos desde hace tiempo.
El hombre la contemplaba con expresión incrédula, pero de pronto oyó a sus espaldas las voces de un hombre y una mujer:
– ¡Déjala entrar! ¡Oigamos qué tiene que decir!
Mi madre se abrió camino hacia el interior del compartimento atestado y se sentó entre el hombre y la mujer, quienes se presentaron como oficiales del Chengdu Rojo. El hombre se llamaba Yong, y la mujer Yan. Ambos eran estudiantes de la Universidad de Chengdu.
Por sus palabras, mi madre dedujo que los estudiantes no sabían gran cosa de los Ting. Les contó todo cuanto pudo recordar de algunos de los numerosos casos de persecución en que habían participado en Yibin antes de la Revolución Cultural, acerca del intento de la señora Ting por seducir a mi padre en 1953, de la reciente visita de la pareja y de la negativa de mi padre a colaborar con ellos. Dijo que los Ting habían ordenado detener a mi padre debido a que éste había escrito al presidente Mao oponiéndose a su nombramiento como nuevos líderes de Sichuan.
Yan y Yong prometieron llevarla a su entrevista con Zhou Enlai. Mi madre permaneció despierta durante toda la noche, planeando qué le diría y cómo.
Cuando la delegación llegó a la estación de Pekín, había un representante del primer ministro esperándola. Fueron trasladados a una residencia de huéspedes del Gobierno, y se les dijo que Zhou les recibiría la próxima tarde.
Al día siguiente, aprovechando la ausencia de los estudiantes, mi madre preparó una apelación escrita para Zhou. Cabía la posibilidad de que no llegara a tener oportunidad de hablar con él, y en cualquier caso era preferible realizar las apelaciones por escrito. A las nueve de la noche acudió en compañía de los estudiantes al Gran Palacio del Pueblo situado en el costado oeste de la plaza de Tiananmen. La reunión había de celebrarse en el salón Sichuan que mi padre había ayudado a decorar en 1959. Los estudiantes se sentaron formando un semicírculo frente al primer ministro. No había asientos suficientes, por lo que algunos se acomodaron en el suelo enmoquetado. Mi madre ocupó un lugar de la fila posterior.
Sabía que su discurso tendría que ser breve y eficaz, y volvió a ensayarlo mentalmente a medida que transcurría la entrevista. Se sentía demasiado preocupada para prestar atención a lo que decían los estudiantes. Tan sólo observaba las reacciones del primer ministro, quien asentía de vez en cuando con la cabeza sin demostrar aprobación o desagrado en ningún momento. Se limitaba a escuchar y, ocasionalmente, realizaba observaciones genéricas acerca de la necesidad de «unirse» y «seguir al presidente Mao». Entretanto, un ayudante iba tomando notas.