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21. «Dar carbón en la nieve»

Mis hermanos y mis amigos (1967-1968)

Durante 1967 y 1968, Mao luchó por afianzar su sistema de poder personal y mantuvo a sus víctimas -entre ellas mis padres- en un estado de incertidumbre y sufrimiento. La angustia humana no le preocupaba. La existencia de la gente no se justificaba sino como medio para ayudarle a conseguir sus planes estratégicos. Su propósito, no obstante, no era el de llevar a cabo un genocidio, y mi familia, al igual que otras muchas víctimas, no se vio deliberadamente desprovista de alimentos. Mis padres continuaron recibiendo sus salarios todos los meses a pesar de que no sólo no estaban realizando trabajo alguno sino que estaban siendo denunciados y atormentados. La cantina principal del complejo funcionaba normalmente para permitir a los Rebeldes continuar con su revolución, y también nosotros, al igual que las familias de otros seguidores del capitalismo, podíamos obtener comida. Disfrutábamos de las mismas raciones estatales que el resto de los habitantes de las ciudades.

La revolución mantenía a gran parte de la población urbana en estado de espera. Mao quería que los habitantes lucharan, pero también que vivieran. Así, procuraba proteger a su inapreciable primer ministro Zhou Enlai para que mantuviera el funcionamiento normal de la economía. Sabía que necesitaba contar con otro administrador de calidad como reserva en caso de que algo le ocurriera a Zhou, por lo que mantuvo a Deng Xiaoping relativamente a salvo. No podía permitir que el país se derrumbara totalmente.

A medida que avanzaba la revolución, sin embargo, grandes sectores de la economía se paralizaron. La población urbana crecía en decenas de millones de personas, pero en las ciudades apenas se construían nuevas viviendas e instalaciones. Casi todo -desde la sal, la pasta de dientes y el papel higiénico hasta los alimentos y la ropa- hubo de ser racionado o desapareció por completo. En Chengdu faltó el azúcar durante un año, v durante seis meses fue imposible obtener una sola pastilla de jabón.

La escolarización se interrumpió a partir de junio de 1966. Los maestros o bien habían sido denunciados o bien estaban ocupados en la organización de sus propios grupos Rebeldes. La falta de escuelas implicaba la falta de control aunque, ¿qué podíamos hacer con nuestra libertad? Prácticamente no había libros, ni música, ni cine, ni teatro, ni museos ni casas de té; no había modo de mantenerse ocupado con excepción de los naipes, los cuales, a pesar de no haber sido oficialmente aprobados, comenzaron a reaparecer con gran cautela. A diferencia de lo sucedido en numerosas revoluciones, en la de Mao apenas había nada que hacer. Ni que decir tiene que la Guardia Roja se convirtió en la ocupación constante de numerosos jóvenes. El único modo en que éstos podían dar rienda suelta a su energía y su frustración consistía en celebrar violentas denuncias y enzarzarse en batallas físicas y verbales los unos con los otros.

El alistamiento en la Guardia Roja no era obligatorio. Tras la desintegración del sistema del Partido el control de los individuos se había relajado, y a la mayor parte de los habitantes se los dejaba en paz. Muchas personas se limitaban a permanecer ociosas en sus hogares, lo que entre otras cosas tenía como resultado el estallido de frecuentes rencillas. La amabilidad y cortesía de los días anteriores a la Revolución Cultural se vieron sustituidas por una actitud de hosquedad generalizada. Las discusiones callejeras con tenderos, conductores de autobús y peatones comenzaron a ser algo corriente. Otra de las consecuencias fue una explosión demográfica resultante de la falta de control sobre la natalidad. Durante la Revolución Cultural, la población china se incrementó en doscientos millones de personas.

A finales de 1966, mis hermanos adolescentes y yo habíamos decidido que estábamos hartos de ser guardias rojos. Se esperaba de los hijos de familias condenadas que «trazaran una línea» entre ellos y sus progenitores, y muchos de ellos lo hicieron. Una de las hijas del presidente Liu Shaoqui se dedicó a escribir carteles murales «desenmascarando» a su padre. Conocí a niños que se cambiaron el apellido para demostrar que repudiaban a sus padres, otros que se negaron a visitar a sus padres detenidos y algunos que incluso se prestaron a participar en asambleas de denuncia contra los mismos.

En cierta ocasión, durante la época en que estaba siendo sometida a fuertes presiones para divorciarse de mi padre, mi madre nos preguntó nuestra opinión. Permanecer a su lado significaba que podíamos convertirnos en negros, y todos habíamos sido testigos de los tormentos y la discriminación que éstos sufrían. Sin embargo, todos dijimos que nos mantendríamos junto a él ocurriera lo que ocurriese. Mi madre afirmó que le alegraba y enorgullecía nuestra decisión, y la devoción que sentíamos por nuestros padres se vio incrementada por nuestra empatia con sus sufrimientos, nuestra admiración hacia su integridad y valentía y el odio que sentíamos por sus torturadores. Así, llegamos a experimentar una nueva forma de respeto y de amor hacia ambos.

Crecimos con rapidez. Entre nosotros no había rivalidades, rencillas o resentimientos. Carecíamos de los problemas -así como de los placeres- propios de nuestra edad. La Revolución Cultural destruyó la adolescencia normal de los jóvenes, con todos sus obstáculos, e hizo de nosotros personas adultas y prudentes antes de superar nuestra primera juventud.

A la edad de catorce años, el amor que sentía hacia mis padres poseía una intensidad que hubiera sido imposible en circunstancias normales. Mi vida giraba por entero en torno a ellos. En las escasas ocasiones en que ambos estaban en casa solía estudiar sus estados de humor e intentaba proporcionarles una compañía alegre. Cuando estaban detenidos acudía una y otra vez a los desdeñosos Rebeldes y solicitaba que me fuera permitido visitarles. Algunas veces se me autorizaba para sentarme durante unos minutos y hablar con alguno de ellos en presencia de un guardián, y yo aprovechaba para decirles cuánto los amaba. Llegué a ser bien conocida entre los antiguos miembros del Gobierno de Sichuan y del Distrito Oriental de Chengdu, y constituía una constante fuente de irritación para los verdugos de mis padres, quienes me detestaban por no mostrar temor ante ellos. En cierta ocasión, la señora Shau gritó que «la estaba traspasando con la mirada». Enfurecidos, inventaron la acusación de que el Chengdu Rojo había proporcionado tratamiento a mi padre debido a que yo me había servido de mi cuerpo para seducir a Yong.

Aparte de hacer compañía a mis padres, solía pasar la mayor parte del abundante tiempo libre de que disponía con mis amigos. Después de regresar de Pekín, en diciembre de 1966, pasé un mes en una fábrica de mantenimiento de aviones situada en las afueras de Chengdu en compañía de Llenita y de una amiga suya llamada Ching-ching. Necesitábamos algo en lo que ocupar el tiempo y, según Mao, lo más importante que podíamos hacer era acudir a las fábricas y despertar el nacimiento de nuevas acciones rebeldes contra los seguidores del capitalismo. Las agitaciones estaban invadiendo la industria con demasiada lentitud para el gusto del líder.

Sin embargo, la única acción que nosotras despertamos fue la atención de algunos jóvenes pertenecientes al entonces ya desaparecido equipo de baloncesto de la fábrica. Pasábamos mucho tiempo paseando juntos por senderos campestres y disfrutando del intenso aroma vespertino de los primeros capullos de las judías silvestres. No obstante, no tardé en regresar a casa ante el empeoramiento de las condiciones de mis padres, dejando atrás de una vez por todas las órdenes de Mao y mi participación en la Revolución Cultural.

Mi amistad con Llenita, Ching-ching y los jugadores de baloncesto perduró. En nuestro círculo estaban también mi hermana Xiao-hong y diversas muchachas de mi escuela, todas ellas mayores que yo. Solíamos vernos con frecuencia en casa de alguna de nosotras, donde nos pasábamos el día entero -y a veces la noche- a falta de otra cosa que hacer.

Sosteníamos interminables discusiones acerca de a qué jugador gustábamos cada una de nosotras. Nuestras especulaciones solían girar en torno al capitán del equipo, un apuesto joven de diecinueve años llamado Sai. Las muchachas dudaban quién le gustaba más, si Ching-ching o yo. Se trataba de un muchacho reservado y reticente, y Ching- ching se sentía poderosamente atraída por él. Siempre que íbamos a verle solía lavarse meticulosamente la cabeza y luego peinarse sus largos cabellos; asimismo, planchaba cuidadosamente sus ropas para parecer más elegante e incluso se ponía un poco de colorete y de pintura de ojos. Las demás nos burlábamos cariñosamente de ella.

A mí también me gustaba Sai. Sentía palpitar mi corazón cada vez que pensaba en él, y a veces despertaba por la noche viendo su rostro y experimentando un calor febril. A menudo murmuraba su nombre y hablaba mentalmente con él cada vez que me sentía atemorizada o preocupada. Sin embargo, jamás revelé aquellos sentimientos ni a él ni a mis amigas; de hecho, ni siquiera los admitía ante mí misma de modo explícito, sino que me limitaba a fantasear en torno a él. Mis padres dominaban mi vida y mi pensamiento consciente, por lo que suprimía inmediatamente cualquier licencia que pudiera tomarme con respecto a mis propios asuntos como una forma de deslealtad. La Revolución Cultural me había despojado -o quizá librado- de una adolescencia normal, con sus rabietas, sus discusiones y sus novios.

Sin embargo, no era inmune a cierta vanidad. Solía coser en las rodilleras y fondillos de mis pantalones -para entonces ya de un gris desvaído- grandes retazos azules de formas abstractas teñidos con cera. Mis amigas se reían al verlos, y mi abuela, escandalizada, protestaba: «Eres la única muchacha que viste así.» Yo, sin embargo, insistía. No pretendía parecer más hermosa, pero sí diferente.

Un día, una de nuestras amigas nos dijo que sus padres, ambos distinguidos actores, se habían sentido incapaces de soportar las denuncias por más tiempo y se habían suicidado. Poco después, nos llegó la noticia de que el hermano de otra de las muchachas había hecho lo propio. El joven, estudiante de la Escuela de Aeronáutica de Pekín, había sido denunciado junto con algunos compañeros bajo la acusación de intentar organizar un partido antimaoísta. Cuando la policía acudió a arrestarle, el muchacho se arrojó desde una ventana del tercer piso. Algunos de los «conspiradores» de su grupo fueron ejecutados, y otros fueron condenados a cadena perpetua, castigos ambos habituales para cualquiera que intentara organizar alguna forma de oposición, cosa poco frecuente. Aquella clase de tragedias formaban parte de nuestra vida cotidiana.

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