He hecho de Londres mi lugar de residencia. Durante diez años, me esforcé por no pensar en la China que había dejado atrás. Por fin, en 1988, mi madre acudió a visitarme a Inglaterra. Por primera vez, me relató su historia y la de mi abuela. Cuando regresó a Chengdu, me senté y dejé que volaran mis propios recuerdos y que las lágrimas hasta entonces contenidas inundaran mi mente. Fue entonces cuando decidí escribir Cisnes salvajes. El pasado había dejado de ser demasiado doloroso para recordarlo gracias a que al fin había encontrado el amor y la plenitud y, con ellos, la serenidad.
Desde mi partida, China se ha convertido en un lugar completamente distinto. A finales de 1978, el Partido Comunista abandonó la lucha de clases de Mao. Los parias sociales -incluidos los «enemigos de clase» mencionados en el presente libro- se han visto rehabilitados desde entonces. Entre ellos se encuentran los amigos de mi madre de la época de Manchuria, calificados de contrarrevolucionarios en 1955. La discriminación oficial a que ellos y sus familias se habían visto sometidos cesó. Pudieron abandonar sus arduos trabajos forzados y obtuvieron empleos mucho mejores. Muchos de ellos fueron invitados a ingresar en el Partido Comunista y se convirtieron en funcionarios. Mi tío abuelo Yu-lin, su esposa y sus hijos fueron autorizados a regresar de la campiña a Jinzhou en 1980. Él fue nombrado jefe de contabilidad de una compañía de servicios médicos; ella, directora de una guardería.
Se redactaron veredictos en los que se rehabilitaba a las víctimas y que posteriormente fueron incluidos en sus respectivos expedientes. Los antiguos historiales de incriminación fueron arrojados a las llamas. Las distintas organizaciones de todo el país encendieron hogueras destinadas a consumir aquellos livianos pedazos de papel que tantas vidas habían destrozado.
El expediente de mi madre rebosaba de sospechas acerca de sus contactos de adolescencia con el Kuomintang. Por fin, todas aquellas palabras malditas se vieron convertidas en cenizas y sustituidas por un veredicto de dos páginas fechado el 20 de diciembre de 1978 en el que se declaraba específicamente que todas las acusaciones en su contra eran falsas. A modo de propina, se redefinían además sus antecedentes familiares, relacionándola con un inofensivo «médico» en lugar de con un indeseable «señor de la guerra».
En 1982, año en que opté definitivamente por permanecer en Gran Bretaña, mi decisión constituía aún una elección poco corriente. Temiendo que ello pudiera causarle problemas laborales, mi madre solicitó una jubilación anticipada que le fue concedida en 1983. No obstante, el hecho de tener una hija viviendo en el extranjero no le ocasionó problema alguno, a diferencia de lo que habría sucedido bajo el régimen de Mao.
Las puertas de China han ido abriéndose cada vez más. Hoy en día, mis tres hermanos viven en Occidente. Jin-ming es un científico internacionalmente reconocido en el campo de la física de los sólidos, y actualmente desarrolla sus investigaciones en la universidad inglesa de Southampton. Xiao-hei abandonó la Fuerza Aérea para dedicarse al periodismo, y trabaja en Londres. Ambos están casados y son padres de un hijo. Xiao-fang obtuvo la licenciatura superior en comercio internacional por la universidad francesa de Estrasburgo y desempeña un cargo ejecutivo en una compañía francesa.
Mi hermana Xiao-hong es la única de todos los hermanos que aún permanece en China. Trabaja en el departamento administrativo de la Escuela de Medicina China de Chengdu. En la década de los ochenta, tras autorizarse por primera vez la instauración de compañías privadas, solicitó dos años de permiso para colaborar en el montaje de una empresa de diseño textil, algo que su corazón siempre había anhelado. Cuando concluyó su permiso, se vio obligada a escoger entre la aventura y el riesgo de la empresa privada o la rutina y la seguridad de su empleo de funcionaría, y decidió optar por este último. Su esposo, Lentes, trabaja como ejecutivo en un banco local.
La comunicación con el exterior ha pasado a formar parte de la vida cotidiana. Las cartas tardan una semana en llegar de Chengdu a Londres. Mi madre puede enviarme faxes desde la oficina de correos del centro de la ciudad. Desde cualquier lugar del mundo en que me encuentre puedo telefonear directamente a su domicilio. La televisión ofrece a diario noticias filtradas del mundo exterior junto a la propaganda oficial. Los medios de comunicación informan de todos los grandes acontecimientos mundiales, cual es el caso de las revoluciones y alzamientos que han tenido lugar en Europa del Este y la Unión Soviética.
Entre 1983 y 1989 he acudido anualmente a visitar a mi madre, y cada vez me he visto crecientemente impresionada por la drástica disminución de aquello que más había caracterizado a China bajo el régimen de Mao: el miedo.
Durante la primavera de 1989 me dediqué a viajar por mi país realizando investigaciones destinadas a la elaboración de este libro. Fui testigo de las manifestaciones que tuvieron lugar desde Chengdu hasta la plaza de Tiananmen. Me sorprendió que el miedo hubiera sido olvidado hasta tal punto que apenas unos pocos de aquellos millones de manifestantes parecían ser conscientes del peligro. En su mayor parte, se vieron cogidos por sorpresa cuando el Ejército abrió fuego. Cuando regresé a Londres, apenas pude dar crédito a mis ojos cuando contemplé la matanza en la televisión. Me parecía imposible que hubiera sido ordenada por el mismo hombre que yo y tantos otros habíamos contemplado como un libertador.
El miedo hizo un amago de regreso, si bien ya desprovisto de la fuerza omnímoda y demoledora de que había gozado en la época de Mao. En las asambleas políticas actuales, los ciudadanos pueden criticar abiertamente y por su nombre a los dirigentes del Partido. La liberalización ha emprendido un avance irreversible. Sin embargo, el rostro del antiguo líder aún domina la plaza de Tiananmen.
Las reformas económicas de los años ochenta trajeron consigo una mejora del nivel de vida sin precedentes debida, en parte, al comercio exterior y a las inversiones extranjeras. Los funcionarios y ciudadanos de todo el país reciben con calurosa bienvenida a los hombres de negocios procedentes de otros países. En 1988, durante un viaje a Jinzhou, mi madre se hospedó en el pequeño, oscuro y anticuado apartamento de Yu-lin, situado junto a un vertedero de basuras. Al otro lado de la calle puede verse el mejor hotel de Jinzhou, en cuyos salones se organizan todos los días lujosos festines para obsequiar a los posibles inversores procedentes del otro lado del océano. Un día, mi madre divisó a uno de aquellos visitantes cuando éste salía de un banquete rodeado por una aduladora multitud a quien se entretenía en mostrar fotografías de sus automóviles y de su lujosa mansión taiwanesa. No era otro que Yao-han, el supervisor político de su colegio en tiempos del Kuomintang y antiguo responsable de su detención cuarenta años atrás.
Mayo de 1991