26. «Olfatear los pedos de los extranjeros y calificarlos de dulces»
Aprendiendo inglés a la sombra de Mao (1972-1974)
Desde su regreso de Pekín en otoño de 1972, la ocupación principal de mi madre había sido el cuidado de sus cinco hijos. Mi hermano pequeño, Xiao-fang, que entonces contaba diez años de edad, necesitaba una continua ayuda con sus estudios para compensar los años de colegio perdidos, y el futuro de sus otros hijos dependía en gran parte de ella.
La paralización de la sociedad durante más de seis años había creado un considerable número de problemas sociales que, sencillamente, se habían dejado sin resolver. Uno de los más graves lo constituían los millones de jóvenes que habían sido enviados al campo, todos los cuales se mostraban desesperados por volver a las ciudades. Tras la caída de Lin Biao, el regreso comenzó a ser posible para algunos de ellos, debido en parte a que el Estado necesitaba mano de obra para una economía urbana que entonces trataba de revitalizar. El Gobierno, sin embargo, hubo de limitar estrictamente su número debido a que en China existía la política estatal de controlar la población de las metrópolis, pues el Estado debía garantizar que la población urbana contara con alimentos, alojamiento y trabajo.
Así, se desencadenó una feroz competencia por obtener los escasos billetes de regreso. El Estado creó una normativa destinada a limitar su número. El matrimonio constituía uno de los criterios de exclusión. Una vez casado, ninguna organización urbana te aceptaba. A ello se debió que mi hermana viera rechazada su petición de trabajo y de ingreso en la universidad, únicas posibilidades de regreso a Chengdu. Se sentía profundamente desgraciada, ya que quería reunirse con su esposo; la fábrica en la que éste trabajaba había recobrado su funcionamiento normal, lo que le impedía trasladarse a Deyang para vivir con ella salvo en los períodos oficiales de permiso por matrimonio, esto es, apenas doce días al año. La única posibilidad que le restaba a mi hermana para regresar a Chengdu consistía en obtener un certificado que estableciera que padecía una enfermedad incurable, algo que hacían muchas jóvenes en su mismo caso. Mi madre la ayudó a conseguir uno, emitido por un médico amigo, en el que se afirmaba que Xiao-hong sufría cirrosis hepática. Regresó a Chengdu a finales de 1972.
El único modo de resolver los problemas era a través de contactos personales. Todos los días acudía gente a ver a mi madre: maestros, médicos, enfermeras, actores y funcionarios de rango poco elevado en busca de ayuda para traer a sus hijos del campo. A menudo, mi madre constituía su única esperanza, y aunque por entonces no trabajaba, se esforzaba incansablemente por pulsar cuantos resortes podía. Mi padre, por el contrario, no ayudaba: estaba demasiado imbuido por sus propias convicciones para empezar a hacer «apaños».
Incluso cuando las vías oficiales funcionaban, los contactos personales resultaban esenciales para asegurar un proceso sin obstáculos y evitar una posible catástrofe. Mi hermano Jin-ming abandonó su poblado en marzo de 1972. En su comuna había dos organizaciones ocupadas en reclutar nuevos trabajadores: una era una fábrica de componentes eléctricos situada en la capital del condado; la otra, una empresa no especificada perteneciente al Distrito Oriental de Chengdu. Jin-ming quería regresar a Chengdu, pero mi madre realizó averiguaciones entre sus amigos del Distrito Oriental y descubrió que la empresa en cuestión no era otra cosa que un matadero. Jin-ming retiró inmediatamente su solicitud y entró a trabajar en la fábrica local.
Se trataba de una enorme factoría que había sido desplazada allí desde Shanghai en 1966 como parte del proyecto de Mao para trasladar la industria a las montañas de Sichuan en previsión de un ataque soviético o norteamericano. Jin-ming logró impresionar a sus compañeros por su honestidad y su capacidad de trabajo, y en 1973 fue uno de los cuatro jóvenes elegidos por los trabajadores de la fábrica entre cuatrocientos solicitantes para ingresar en la universidad. Aprobó sus exámenes brillantemente y sin esfuerzo pero, dado que mi padre aún no había sido rehabilitado, mi madre hubo de asegurarse de que la universidad no fuera a verse disuadida al realizar la «investigación política» entonces obligatoria, sino que adquiriera la impresión de que su rehabilitación era inmediata. Asimismo, hubo de mantenerse alerta para evitar que Jin-ming pudiera verse desplazado por los posibles contactos de algún solicitante frustrado. En octubre de 1973, año en que ingresé en la Universidad de Sichuan, Jin-ming fue admitido en la Escuela de Ingenieros de China Central emplazada en Wuhan para estudiar técnicas de vaciado. Hubiera preferido estudiar física pero, de cualquier modo, se sentía en el séptimo cielo. Mientras Jin-ming y yo nos preparábamos para ingresar en la universidad, mi segundo hermano, Xiao-hei, vivía en un estado de completo desaliento. La condición básica para realizar estudios académicos era haber sido anteriormente obrero, campesino o soldado, y él no había sido ninguna de las tres cosas. El Gobierno continuaba expulsando en masa a los jóvenes de las ciudades hacia zonas rurales, lo que para mi hermano constituía el único futuro posible aparte de entrar en las fuerzas armadas. Para esto último, sin embargo, había decenas de solicitudes, y la única posibilidad de conseguirlo era utilizando algún contacto.
No obstante, mi madre consiguió que Xiao-hei lo lograra en diciembre de 1972 aunque casi contra todo pronóstico, dado que mi padre seguía sin ser rehabilitado. Mi hermano fue asignado a una escuela de la Fuerza Aérea situada en el norte de China, y tras un adiestramiento básico que duró tres meses se convirtió en operador de radio. Así, pasó a trabajar cinco horas al día en una labor sumamente apacible y a ocupar el resto de su tiempo en sus «estudios políticos» y en la producción de alimentos.
En las sesiones de «estudio» todos afirmaban que se habían unido a las fuerzas armadas «para responder a la llamada del Partido, para proteger a la población y para defender a la madre patria». Sin embargo, existían razones más pertinentes: los jóvenes de las ciudades querían evitar ser enviados al campo, y aquellos que ya estaban allí esperaban encontrar en el Ejército un trampolín del que saltar a la ciudad. Para los campesinos de las zonas pobres, el ingreso en las fuerzas armadas significaba al menos la garantía de obtener una mejor alimentación.
A medida que transcurría la década de los setenta, el ingreso en el Partido -al igual que el ingreso en el Ejército- fue convirtiéndose en algo cada vez menos relacionado con el compromiso ideológico de cada uno. En sus solicitudes, todos declaraban que el Partido era «grande, glorioso y correcto» y que «unirse al Partido implicaba dedicar sus vidas a la más espléndida causa de la humanidad: la liberación del proletariado universal». Para la mayoría, sin embargo, el motivo real residía en sus intereses personales. Se trataba del paso ineludible para convertirse en oficial, y todo oficial licenciado se convertía automáticamente en funcionario del Estado, lo que implicaba sueldo, prestigio y poder garantizados, así como -claro está- un registro urbano. Los cabos, no obstante, tenían que regresar a sus aldeas y convertirse de nuevo en campesinos, por lo que al término de todos los períodos militares abundaban los suicidios, las crisis nerviosas y las depresiones.
Una noche, Xiao-hei estaba sentado en compañía de aproximadamente un millar de soldados, oficiales y familiares contemplando una película proyectada al aire libre cuando, de repente, se oyó el tableteo de una ametralladora seguido por una enorme explosión. El público se dispersó entre gritos. Los disparos procedían de un guardia al que le faltaba poco para licenciarse y regresar a su pueblo, dado que había fracasado en su intento de ingresar en el Partido y verse consecuentemente ascendido al grado de oficial. Había matado en primer lugar al comisario de su compañía, al que consideraba responsable de haber obstaculizado su promoción, y a continuación había abierto fuego indiscriminadamente contra la multitud y había arrojado una granada de mano. Murieron otras cinco personas, todas ellas mujeres e hijos de las familias de los oficiales. A ellas hubo de añadir más de una docena de heridos. Por fin, huyó hacia uno de los bloques residenciales, el cual fue inmediatamente sitiado por compañeros de armas quienes a través de sus megáfonos le exhortaron a que se rindiera. Sin embargo, tan pronto el guardia comenzó a disparar a través de las ventanas, todos se dispersaron para regocijo de los excitados espectadores. Tras un feroz intercambio de disparos, irrumpieron en el apartamento y descubrieron que el guardia se había suicidado.
Al igual que todos cuantos le rodeaban, Xiao-hei deseaba ingresar en el Partido. Para él, sin embargo, no se trataba de una cuestión de vida o muerte como para sus compañeros campesinos, ya que sabía que no tendría que regresar al campo al término de su carrera militar. La norma era que cada uno volvía a su lugar de procedencia, por lo que mi hermano obtendría automáticamente un empleo en Chengdu tanto si era miembro del Partido como si no. El trabajo, sin embargo, siempre sería mejor en el primer caso, y además tendría más acceso a información, lo que para él era sumamente importante dado que en aquella época China era un desierto intelectual en el que apenas había nada que leer aparte de la grosera propaganda difundida habitualmente.
Además de aquellas consideraciones prácticas, el miedo nunca estaba ausente del todo. Para muchos, unirse al Partido era casi como contratar una póliza de seguros. Pertenecer al Partido significaba ganar credibilidad y al mismo tiempo una relativa sensación de seguridad que resultaba sumamente reconfortante. Lo que aún era más importante en un entorno tan intensamente político como el que rodeaba a Xiao-hei, el hecho de que no solicitara su ingreso en el Partido sería anotado en su expediente personal y ello haría que sobre él recayeran numerosas sospechas: «¿Por qué no quiere ingresar?» Ver denegado el ingreso de solicitud también podía dar lugar a graves suspicacias. «¿Por qué no habrá sido aceptado? Algo raro debe de ocurrir con ese muchacho…»
Xiao-hei llevaba algún tiempo leyendo clásicos marxistas con genuino interés: al fin y al cabo, eran los únicos libros disponibles, y necesitaba algo con lo que aplacar su sed intelectual. Dado que las ordenanzas del Partido Comunista establecían que el estudio del marxismo-leninismo constituía la primera condición para ingresar en el Partido, mi hermano pensó que podría combinar su interés con una ventaja práctica. Sin embargo, ni sus jefes ni sus camaradas se dejaron impresionar. De hecho, se sintieron puestos en evidencia debido a que como consecuencia de su origen campesino y semianalfabeto la mayoría eran incapaces de comprender a Marx. Xiao-hei comenzó a verse criticado y acusado de arrogancia y de autoaislamiento frente a las masas. Si quería ingresar en el Partido tendría que hallar otro modo de hacerlo.