19. «Donde hay voluntad de condenar terminan por aparecer las pruebas»
Mis padres bajo tormento (diciembre de 1966-1967)
Todo seguidor del capitalismo era, supuestamente, un poderoso funcionario empeñado en la implementación de políticas capitalistas. En la realidad, sin embargo, ningún funcionario tenía elección alguna en cuanto a las políticas que debía seguir. Tanto las órdenes de Mao como las de sus opositores eran presentadas de modo conjunto como provenientes del Partido, y los funcionarios tenían que obedecerlas sin excepción, si bien al hacerlo se veían obligados a realizar frecuentes cambios de dirección e incluso a retroceder sobre sus pasos. Cuando les disgustaba especialmente alguna orden en particular, lo máximo que podían hacer era presentar una resistencia pasiva y esforzarse concienzudamente por disimularla. Por tanto, resultaba imposible determinar qué funcionarios eran seguidores del capitalismo y cuáles no, basándose simplemente en su trabajo.
Muchos funcionarios alimentaban sus propias opiniones, pero la norma del Partido era que no debían revelarlas públicamente. Tampoco es que osaran hacerlo. Cualesquiera que fuesen sus simpatías, éstas debían permanecer ignoradas por el público en general.
Las personas corrientes, sin embargo, constituían precisamente la fuerza que Mao ordenó entonces arrojar sobre los seguidores del capitalismo aunque, claro está, sin proporcionarles ni la información necesaria ni el derecho de ejercitar juicio independiente alguno. Así pues, lo que sucedió fue que los funcionarios se vieron perseguidos como seguidores del capitalismo debido a las posiciones que ocupaban. El grado no constituía por sí solo el único criterio. El factor decisivo era si la persona en cuestión encabezaba una unidad relativamente autónoma o no. La totalidad de la población se hallaba organizada en unidades, y para la gente ordinaria los representantes del poder eran sus jefes inmediatos, esto es, los jefes de unidad. Al designar a dichas personas como objetivos de los ataques, Mao estaba recurriendo a una de las parcelas de resentimiento más evidentes, al igual que había hecho al instigar a los estudiantes en contra de sus profesores. Los jefes de unidad representaban asimismo los eslabones clave en la cadena de poder de la estructura comunista de la que quería deshacerse Mao.
En el caso de mis padres, el hecho de que fueran jefes de departamento hizo que ambos fueran denunciados como seguidores del capitalismo. «Donde hay voluntad de condenar terminan por aparecer las pruebas», como afirmaba un dicho chino. De acuerdo con aquella filosofía, todos los jefes de unidad de China -independientemente de su importancia- fueron denunciados sumariamente como seguidores del capitalismo por las personas a su cargo y acusados de haber implementado políticas supuestamente capitalistas y opuestas al presidente Mao. Entre ellas se incluía la autorización de mercadillos campesinos, el intento por proporcionar un mejor nivel profesional a los obreros, la permisividad de una relativa libertad literaria y artística y el estímulo de la competitividad deportiva, recientemente bautizada como «obsesión burguesa por los trofeos y las medallas». Hasta entonces, la mayoría de aquellos oficiales ignoraban que Mao se hubiera mostrado contrario a tales políticas ya que, después de todo, todas las directrices que seguían procedían del Partido, a su vez encabezado por él. Ahora, de repente, se les decía que aquellas políticas procedían de los baluartes burgueses del interior del Partido.
En todas las unidades había personas que se transformaban en activistas. Se les llamaba guardias rojos rebeldes o -para abreviar- simplemente Rebeldes. Se dedicaban a escribir consignas y carteles murales en los que proclamaban frases tales como «Abajo con los seguidores del capitalismo», y celebraban asambleas de denuncia contra sus jefes. Dichas denuncias resultaban con frecuencia vacuas, ya que los denunciados afirmaban que se habían limitado a obedecer órdenes del Partido: en efecto, Mao siempre había recomendado que las órdenes del Partido fueran seguidas incondicionalmente, y nunca les había hablado de la existencia de baluartes burgueses. ¿Cómo podían saberlo ellos? ¿Y cómo podían haber obrado de otro modo? Los funcionarios contaban con numerosos defensores, algunos de los cuales se aprestaron a unirse en su apoyo. Se les conocía como Legitimistas, y entre ellos y los Rebeldes solían desencadenarse frecuentes batallas verbales y físicas. Dado que Mao nunca había llegado a afirmar de modo explícito que todos los jefes del Partido debieran ser condenados, algunos militantes vacilaban: ¿qué ocurriría si los jefes que atacaban resultaran no ser seguidores del capitalismo? A pesar de las proclamas de carteles y consignas, la gente corriente no sabía a ciencia cierta qué se esperaba de ella.
Así, a mi regreso a Chengdu, en diciembre de 1966, pude percibir una atmósfera de clara incertidumbre.
Mis padres estaban viviendo en casa. Los responsables del sanatorio de recuperación en el que había estado internado mi padre les habían rogado en noviembre que partieran, ya que se suponía que los seguidores del capitalismo debían regresar a sus unidades para ser denunciados. La pequeña cantina del complejo había sido cerrada, y teníamos que obtener nuestros alimentos de la cantina grande, la cual aún funcionaba con normalidad. Mis padres continuaban percibiendo sus salarios todos los meses a pesar de que el sistema del Partido se encontraba paralizado y no podían acudir al trabajo. Dado que sus respectivos departamentos estaban relacionados con el área de cultura y que sus jefes de Pekín eran objeto de un odio especial por parte de los Mao y habían sido purgados al comienzo de la Revolución Cultural, mis padres se encontraban en línea directa de fuego. Se les atacaba en carteles murales con los insultos habituales de «Bombardead a Chang Shou-yu» y «Quemad a Xia De-hong». Las acusaciones en contra de ellos eran las mismas que se hacían a casi todos los directores de los Departamentos de Asuntos Públicos del país.
El departamento de mi padre organizó asambleas de denuncia contra él en las que hubo de soportar los asaltos verbales de sus colegas. Como sucedía con la mayor parte de las luchas políticas de China, la auténtica violencia provenía de animosidades personales. La principal acusadora de mi padre era una tal señora Shau, jefa adjunta de sección, una mujer estirada y acérrimamente hipócrita que llevaba largo tiempo intentando librarse del sufijo «adjunta». Opinaba que su ascenso se había visto obstaculizado por mi padre, y estaba decidida a vengarse. En cierta ocasión, le escupió en la cara y le abofeteó. En general, sin embargo, la ira no se desbordaba. Muchos de los empleados apreciaban y respetaban a mi padre, y no se mostraron violentos con él. Fuera de su departamento, algunas organizaciones de las que había sido responsable, tales como el Diario de Sichuan, organizaron también asambleas de denuncia contra él. Su personal, sin embargo, no guardaba rencor contra mi padre, por lo que tales asambleas no pasaron de constituir simples formalidades.
Contra mi madre no se celebró asamblea de denuncia alguna. En su calidad de funcionaría de base, había tenido a su cargo más unidades individuales que mi padre, entre ellas escuelas, hospitales y grupos de entretenimiento. Normalmente, cualquiera en su posición se hubiera visto denunciado por los integrantes de tales organizaciones, pero todos la dejaron en paz. Ella había sido la responsable de resolver todos sus problemas personales, tales como alojamiento, traslados y pensiones, y siempre había llevado a cabo su labor con solicitud y eficacia. Durante las campañas previas había hecho lo posible por no buscar víctimas y, de hecho, se las había arreglado para proteger a numerosas personas. La gente sabía los riesgos que había afrontado, y ahora le mostraba su agradecimiento negándose a atacarla.
La noche de mi regreso mi abuela preparó budín «traganubes» y arroz al vapor en hojas de palmera rellenas de «ocho tesoros». Mi madre me relató alegremente todo cuando les había sucedido a ella y a mi padre. Dijo que ambos habían acordado que no querían seguir siendo funcionarios después de la Revolución Cultural. Iban a presentar una solicitud para ser calificados como ciudadanos ordinarios, lo que les permitiría disfrutar de una vida familiar normal. Como posteriormente habría de darme cuenta, aquello no era sino una fantasía y un autoengaño, ya que el Partido Comunista no permitía la salida de ninguno de sus miembros; en aquel momento, sin embargo, mis padres necesitaban aferrarse a algo.
Mi padre dijo asimismo:
– Incluso un presidente capitalista puede convertirse en un ciudadano corriente de la noche a la mañana. Es bueno que no se nos dé el poder de modo permanente ya que, de otro modo, los funcionarios tenderán a abusar del mismo.
A continuación, me pidió disculpas por haberse mostrado dictatorial con la familia.
– Sois como las cigarras, cuyo canto se ve silenciado por el invierno -dijo-. Es bueno que vosotros, los jóvenes, os rebeléis contra nosotros, que somos la generación anterior. -A continuación dijo, hablando medio para mí, medio para sí mismo-: Creo que no hay nada malo en que se critique a funcionarios como yo… incluso si hemos de soportar alguna calamidad y perder nuestro prestigio.
Aquello no era sino otro intento confuso de mis padres por asimilar la Revolución Cultural. No se mostraban resentidos ante la perspectiva de perder sus posiciones privilegiadas: de hecho, intentaban contemplar tal circunstancia como algo positivo.
Llegó 1967. De pronto, la Revolución Cultural adquirió un nuevo ímpetu. Durante su primera etapa, había conseguido crear un clima de terror merced al movimiento de la Guardia Roja. Ahora, Mao dirigió su punto de mira a su objetivo principal: sustituir los baluartes burgueses y la jerarquía existente en el Partido por su sistema personal de poder. Liu Shaoqi y Deng Xiaoping fueron formalmente denunciados y detenidos, al igual que Tao Zhu.
El 9 de enero, el Diario del Pueblo y la radio anunciaron que se había desencadenado en Shanghai una «Tormenta de Enero» en la que los Rebeldes habían adquirido el control. Mao conminaba a toda la población china a emularles y arrebatar el poder de los seguidores del capitalismo.
¡«Arrebatar el poder»! (duo-quan); una frase mágica en China. El poder no implicaba influencia sobre las políticas, sino libertad sobre las personas. Añadido al dinero, traía consigo privilegios, respeto, adulaciones y la posibilidad de venganza. En China, la gente corriente no contaba prácticamente con válvula de seguridad alguna. El país era como una olla a presión en la que se hubiera acumulado una gigantesca cantidad de vapor comprimido. No había partidos de fútbol, ni grupos de presión, ni pleitos, ni siquiera películas violentas. No era posible manifestar protesta alguna acerca del sistema y de sus injusticias, y hubiera resultado impensable organizar una manifestación. Incluso las conversaciones políticas -un importante medio de aliviar la presión en la mayoría de las sociedades- eran algo tabú. Los subordinados apenas tenían oportunidades de obtener un desagravio de sus jefes. Sin embargo, si uno ejercía algún tipo de jefatura tenía ocasión de dar rienda suelta a sus frustraciones. Así, cuando Mao lanzó su llamada para arrebatar el poder, halló un enorme sector de personas deseosas de vengarse de alguien. Aunque el poder era peligroso, resultaba más apetecible que la indefensión, especialmente para aquellas personas que nunca lo habían disfrutado. Para el público en general, Mao estaba diciendo que el poder había pasado a ser algo de libre alcance.