1. «Lirios dorados de ocho centímetros»
Concubina de un general de los señores de la guerra (1909-1933)
A los quince años de edad, mi abuela se convirtió en concubina de un general de los señores de la guerra quien, por entonces, era jefe de policía del indefinido Gobierno nacional existente en China. Corría el año 1924, y el caos imperaba en el país. Gran parte de su territorio, incluido el de Manchuria, donde vivía mi abuela, se hallaba bajo la autoridad de los señores de la guerra. La relación fue organizada por su padre, funcionario de policía de la ciudad provincial de Yixian, situada en el sudoeste de Manchuria, a unos ciento sesenta kilómetros al norte de la Gran Muralla y a cuatrocientos kilómetros al nordeste de Pekín.
Al igual que la mayor parte de las poblaciones chinas, Yixian estaba construida como una fortaleza. Se hallaba rodeada por una muralla de nueve metros de altura y más de tres metros y medio de espesor que, edificada durante la dinastía Tang (618-907 d.C), rematada por almenas y provista de dieciséis fortificaciones construidas a intervalos regulares, era lo bastante ancha como para desplazarse a caballo sin dificultad a lo largo de su parte superior. En cada uno de los puntos cardinales se abría una de las cuatro puertas de entrada a la ciudad, todas ellas dotadas de verjas exteriores de protección. Las fortificaciones, por su parte, se hallaban circundadas por un profundo foso.
El rasgo más llamativo de la ciudad era un alto campanario, lujosamente decorado y construido con una oscura arenisca. Había sido edificado originalmente en el siglo VI, coincidiendo con la introducción del budismo en la zona. Todas las noches, se hacía sonar la campana para indicar la hora, y a la vez era empleada como señal de alarma en caso de incendios o inundaciones. Yixian era una próspera ciudad de mercado. Las llanuras que la rodeaban producían algodón, maíz, sorgo, soja, sésamo, peras, manzanas y uvas. En las praderas y las colinas situadas al Oeste, los granjeros apacentaban ovejas y ganado vacuno.
Mi bisabuelo, Yang Ru-Shan, había nacido en 1894, cuando China entera se hallaba bajo el dominio de un emperador que residía en Pekín. La familia imperial estaba integrada por los manchúes que habían conquistado China en 1644 procedentes de Manchuria, territorio en el que mantenían su base. Los Yang eran han -chinos étnicos- y se habían aventurado al norte de la Gran Muralla en busca de nuevas oportunidades.
Mi bisabuelo era hijo único, lo que le convertía en un personaje de suprema importancia para su familia. Tan sólo los hijos podían perpetuar el nombre de las familias: sin ellos, la estirpe familiar se extinguiría, lo que para los chinos representaba la mayor traición a que uno podía someter a sus antepasados. Fue enviado a un buen colegio, con el objetivo de que superara con éxito los exámenes necesarios para convertirse en mandarín o funcionario público, entonces la máxima aspiración de la mayoría de los varones chinos. La categoría de funcionario traía consigo poder, y el poder representaba dinero. Sin poder o dinero, ningún chino podía sentirse a salvo de la rapacidad de la burocracia o de imprevisibles actos de violencia. Nunca había existido un sistema legal propiamente dicho. La justicia era arbitraria, y la crueldad era un elemento a la vez institucionalizado y caprichoso. Un funcionario poderoso era la ley. Tan sólo convirtiéndose en mandarín podía el hijo de una familia ajena a la nobleza escapar a ese ciclo de miedo e injusticia. El padre de Yang había decidido que su hijo no habría de continuar la tradición familiar de enfurtidores (fabricantes de fieltro), y tanto él como su familia realizaron los sacrificios necesarios para costear su educación. Las mujeres cosían hasta altas horas de la noche para los sastres y modistos locales. Con objeto de ahorrar, regulaban sus lámparas de aceite al mínimo absoluto necesario, lo que les producía lesiones visuales irreversibles. Las articulaciones de sus dedos se hinchaban a causa de las largas horas de trabajo.
De acuerdo con la costumbre de la época, mi bisabuelo se casó muy joven -a los catorce años de edad- con una mujer seis años mayor que él. Entonces, entre los deberes de la esposa se incluía el de ayudar a la crianza de su marido.
La historia de su esposa, mi bisabuela, era la típica de millones de mujeres chinas de la época. Provenía de una familia de curtidores llamada Wu. Al ser mujer y pertenecer a una familia en la que no existían intelectuales ni funcionarios, no fue bautizada con nombre alguno. Dado que era la segunda hija, era llamada simplemente «La muchacha número dos» (Er-ya-tou). Su padre había muerto cuando todavía era una niña, y pasó a ser educada por un tío. Un día, cuando sólo contaba seis años de edad, el tío estaba cenando con un amigo cuya mujer se encontraba embarazada. A lo largo de la cena, los dos hombres acordaron que si la criatura era un niño se casaría con la sobrina de seis años. Los dos jóvenes nunca llegaron a conocerse antes de la boda. De hecho, el enamoramiento era considerado algo casi vergonzoso, cual una desgracia familiar. No porque se tratara de un tabú -después de todo, existía en China una venerable tradición de amores románticos- sino porque los jóvenes no debían exponerse a situaciones en las que semejante cosa pudiera ocurrir, debido en parte a que cualquier encuentro entre ellos resultaba inmoral, y en parte a que el matrimonio se contemplaba fundamentalmente como un deber, como una alianza entre dos familias. Con suerte, uno llegaba a enamorarse después del matrimonio.
Tras catorce años de vida sumamente recogida, mi bisabuelo era poco más que un muchacho cuando llegó al matrimonio. La primera noche rehusó entrar en la cámara nupcial. Por el contrario, se acostó en el dormitorio de su madre y hubo que esperar a que se durmiera para llevarle al lecho de su esposa. Sin embargo, aunque era un niño mimado y aún necesitaba ayuda para vestirse, ésta afirmó que sabía bien cómo «plantar niños». Mi abuela nació un año después de la boda, en el quinto día de la quinta luna, a comienzos del verano de 1909. Su situación era mejor que la de su madre, ya que al menos obtuvo un nombre: Yu-fang. Yu -que significa «jade»- era su nombre de generación, compartido con el resto de los miembros de la misma, mientras que fang significa «flores fragantes».
El mundo en el que nació era absolutamente impredecible. El imperio manchú que había gobernado China durante más de doscientos sesenta años se tambaleaba. En 1894-1895, Japón atacó a China en Manchuria, y el país sufrió devastadoras derrotas y pérdidas de territorio. En 1900, la rebelión nacionalista de los bóxers fue sometida por ocho ejércitos extranjeros, de los que luego quedaron algunos contingentes en Manchuria y a lo largo de la Gran Muralla. Posteriormente, en 1904-1905, Japón y Rusia libraron una cruenta guerra en las llanuras de Manchuria. La victoria de Japón convirtió a este país en la fuerza externa dominante en Manchuria. En 1911, el emperador chino Pu Yi, de cinco años de edad, fue derrocado y se proclamó una república encabezada por la carismática figura de Sun Yat-sen.
El nuevo gobierno republicano no tardó en caer, y el país se descompuso en feudos. Manchuria quedó especialmente independizada de la república, dado que de ella había procedido la dinastía Manchú. Las potencias extranjeras -en especial Japón- intensificaron sus intentos por afianzarse en la zona. Las viejas instituciones se derrumbaron por efecto de tantas presiones, y ello tuvo como resultado un vacío de poder, moralidad y autoridad. Muchas personas intentaron ascender a posiciones elevadas sobornando a los potentados locales con espléndidos presentes de oro, plata y joyas. Mi bisabuelo no era lo bastante rico como para acceder a una posición lucrativa en la gran ciudad, y a los treinta años de edad no había pasado de ser funcionario de la comisaría de policía de su Yixian natal, entonces un lugar remoto y atrasado. Sin embargo, alimentaba sus propios planes, y contaba con un valioso activo: su hija.
Mi abuela era una belleza. Poseía un rostro ovalado de mejillas rosadas y piel brillante. Sus cabellos, largos, negros y relucientes, solían ir peinados en una espesa trenza que le llegaba a la cintura. Sabía ser recatada cuando la ocasión lo requería -esto es, la mayor parte del tiempo-, pero bajo su exterior discreto estallaba de energía contenida. Era menuda, de un metro sesenta de estatura aproximadamente; su figura era esbelta, y sus hombros suaves, lo que se consideraba un ideal de belleza.
Sin embargo, su mayor atractivo eran sus pies vendados, que en chino se denominan «lirios dorados de ocho centímetros» (san-tsun-gin-lian). Ello quería decir que caminaba «como un tierno sauce joven agitado por la brisa de primavera», cual solían decir los especialistas chinos en belleza femenina. Se suponía que la imagen de una mujer tambaleándose sobre sus pies vendados ejercía un efecto erótico sobre los hombres, debido en parte a que su vulnerabilidad producía un deseo de protección en el observador.
Los pies de mi abuela habían sido vendados cuando tenía dos años de edad. Su madre, quien también llevaba los pies vendados, comenzó por atar en torno a sus pies una cinta de tela de unos seis metros de longitud, doblándole todos los dedos -a excepción del más grueso- bajo la planta. A continuación, depositó sobre ellos una piedra de grandes dimensiones para aplastar el arco del pie. Mi abuela gritó de dolor, suplicándole que se detuviera, a lo que su madre respondió embutiéndole un trozo de tela en la boca. Tras ello, mi abuela se desmayó varias veces a causa del dolor.
El proceso duró varios años. Incluso una vez rotos los huesos, los pies tenían que ser vendados día y noche con un grueso tejido debido a que intentaban recobrar su forma original tan pronto se sentían liberados. Durante años, mi abuela vivió sometida a un dolor atroz e interminable. Cuando rogaba a su madre que la liberara de las ataduras, ésta rompía en sollozos y le explicaba que unos pies sin vendar destrozarían su vida entera y que lo hacía por su propia felicidad.
En aquellos días, cuando una muchacha contraía matrimonio, lo primero que hacía la familia del novio era examinar sus pies. Unos pies grandes y normales eran considerados motivo de vergüenza para la familia del esposo. La suegra alzaba el borde de la falda de la novia, y si los pies medían más de diez centímetros aproximadamente, lo dejaba caer con un brusco gesto de desprecio y partía, dejando a la novia expuesta a la mirada de censura de los invitados, quienes posaban la mirada en sus pies y murmuraban insultantes frases de desdén. En ocasiones, alguna madre se apiadaba de su hija y retiraba las vendas; sin embargo, cuando la muchacha crecía y se veía obligada a soportar el desprecio de la familia de su esposo y la desaprobación de la sociedad, solía reprochar a su madre el haber sido demasiado débil.