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13. «Tesorito de mil piezas de oro»

Aislada en un capullo privilegiado (1958-1965)

Cuando en 1958 mi madre me llevó por primera vez a la escuela primaria, yo llevaba mi nueva chaqueta de cordón rosa, unos pantalones de franela verde y un enorme lazo rosa en el pelo. Entramos directamente al despacho de la directora, quien nos esperaba en compañía de la supervisora académica y de una de las profesoras. Todos sonreían y se dirigían a mi madre respetuosamente llamándola directora Xia y tratándola como a un personaje. Poco después, me enteré de que aquella escuela pertenecía a su departamento.

Aquella entrevista especial se debió a que yo contaba seis años de edad, cuando normalmente sólo aceptaban niños a partir de los siete debido a la escasez de plazas escolares. Sin embargo, ni siquiera mi padre tuvo entonces inconveniente en saltarse las normas, ya que tanto él como mi madre querían que empezara a ir al colegio a una edad temprana. Mi fluida declamación de poemas clásicos y mi hermosa caligrafía convencieron a los profesores de que me hallaba lo suficientemente avanzada. Tras convencer de ello a la directora y a sus colegas con la prueba de ingreso habitual, se me aceptó como caso especial, ante lo cual mis padres se mostraron tremendamente orgullosos de mí. Aquella misma escuela había rechazado ya a muchos de los hijos de sus colegas.

Se trataba de una escuela a la que todo el mundo quería enviar a sus hijos debido a que estaba considerada la mejor de Chengdu, así como la principal escuela «clave» de toda la provincia. El ingreso en las escuelas y universidades clave resultaba sumamente difícil. Dependía tan sólo de los méritos de cada uno, y no se concedía prioridad a los hijos de las familias de funcionarios.

Cada vez que me presentaban a una nueva maestra, siempre era como «la hija del director Chang y de la directora Xia». Mi madre solía acudir a la escuela en su bicicleta como parte de su trabajo para comprobar el modo en que era gestionada. Un día, comenzó de pronto a hacer frío y me trajo una chaqueta verde de abrigo con cordones bordada en su parte delantera. La propia directora vino al aula para entregármela, y yo me sentí terriblemente avergonzada de las miradas de todos mis compañeros. Al igual que la mayoría de los niños, lo único que quería era ser una más de mi grupo y que me aceptaran como tal.

Teníamos exámenes todas las semanas, y los resultados eran exhibidos en el tablón de anuncios. El primer puesto siempre me correspondía a mí, lo que disgustaba a las que me seguían. En ocasiones, descargaban su amargura llamándome «tesorito de mil piezas de oro» (qian-jin-xiao-jie) o haciendo cosas como meterme sapos en el cajón o atarme las trenzas al respaldo del asiento. Decían que no mostraba espíritu colectivo y que despreciaba a los demás. Yo, sin embargo, sabía que lo único que ocurría era que me gustaba hacer mi propia vida.

La formación era similar a la de una escuela occidental, a excepción de la época en que tuvimos que dedicarnos a contribuir a la producción de acero. No existía educación política, pero teníamos que hacer mucho deporte: carreras, salto de altura, salto de longitud y gimnasia y natación obligatorias. Cada una tenía un deporte para las horas posteriores a las clases, y a mí me seleccionaron para el tenis. Al principio, mi padre se mostró contrario a verme convertida en una deportista -en ello consistía el objetivo del entrenamiento- pero la monitora de tenis, una muchacha joven y sumamente hermosa, fue a visitarle ataviada con unos atractivos pantalones cortos. Entre otras labores, mi padre era el encargado provincial de deportes. La monitora le obsequió con una sonrisa deslumbrante y observó que dado que el tenis -el más elegante de todos los deportes- no era excesivamente practicado en China en aquella época, sería muy positivo que su hija diera ejemplo, dijo, a toda la nación. Mi padre hubo de rendirse.

Me encantaban mis profesores, todos ellos excelentes y dotados de la habilidad de hacer de sus asignaturas algo fascinante y emocionante a la vez. Recuerdo al profesor de ciencias, un tal señor Da-li, que nos enseñaba la teoría de los satélites artificiales (los rusos acababan de lanzar su primer Sputnik) y nos hablaban de la posibilidad de visitar otros planetas. Hasta los niños más revoltosos permanecían pegados a sus asientos durante sus lecciones. Oí comentar a algunos que había sido derechista, pero ninguno sabíamos qué significaba eso y, en consecuencia, nos daba lo mismo.

Años después, mi madre me dijo que el señor Da-li había sido escritor de libros infantiles de ciencia-ficción. Fue acusado de derechista en 1957 por escribir un artículo acerca de la costumbre de los ratones de robar comida para su propio engorde, lo que se entendió como un ataque disimulado a los funcionarios del Partido. Se le prohibió escribir, y a punto estuvo de ser enviado al campo cuando mi madre logró recuperarle para mi escuela. Pocos funcionarios eran lo bastante valerosos como para dar empleo a un derechista.

Mi madre sí lo era, y a ello se debía que estuviera a cargo de mi escuela. Dada su localización, debería haber pertenecido al Distrito Occidental de Chengdu, pero las autoridades de la ciudad se la asignaron al Distrito Oriental en el que trabajaba mi madre debido a que querían que contara con los mejores profesores (aunque éstos tuvieran antecedentes «indeseables») y a que el jefe del Departamento de Asuntos Públicos del Distrito Occidental nunca se hubiera atrevido a emplear a semejantes personas. La supervisora académica de mi escuela era esposa de un antiguo oficial del Kuomintang que había sido enviado a un campo de trabajo. Por lo general, no se habría permitido que personas con un pasado como el suyo desempeñaran un trabajo como aquél, pero mi madre no sólo se negó a trasladarlas sino que incluso les concedió grados honoríficos. Sus superiores aprobaron su actitud, pero insistieron en que aceptara personalmente la responsabilidad de un comportamiento tan poco ortodoxo. A ella no le importó. Con la protección adicional e implícita que le proporcionaba la posición de mi padre, se sentía mucho más segura que sus colegas.

En 1962, mi padre fue invitado a enviar a sus hijos a una nueva escuela recién inaugurada junto al complejo en el que vivíamos. Se llamaba El Plátano, por los árboles que bordeaban una de las avenidas que atravesaban sus terrenos. La escuela fue fundada por el Distrito Occidental con el objetivo expreso de convertirla en una escuela «clave», dado que dicho distrito no poseía ninguna escuela de esta categoría en su jurisdicción. Los buenos profesores de las otras escuelas del distrito fueron trasladados al Plátano, y la institución no tardó en adquirir reputación de escuela aristocrática, destinada a los hijos de los personajes más destacados del Gobierno provincial.

Antes de la fundación del Plátano existía en Chengdu un colegio interno para los hijos de altos oficiales del Ejército al que también enviaban a sus retoños algunos funcionarios de alto rango. Poseía un nivel académico pobre y adquirió fama de esnob, ya que los internos se pasaban la vida compitiendo acerca de la importancia de sus progenitores. A menudo se les oía decir cosas tales como: «¡Mi padre es jefe de división, y el tuyo sólo es general de brigada!» Los fines de semana podían verse en el exterior largas hileras de automóviles repletos de niñeras, guardaespaldas y chóferes que esperaban para llevar a los niños a sus casas. Mucha gente juzgaba aquella atmósfera contraproducente para los pequeños, y mis propios padres siempre habían mostrado una profunda aversión hacia aquella escuela.

El Plátano no había sido concebida como una escuela elitista y, tras entrevistarse con el director y algunos de los profesores, mis padres se convencieron de que se trataba de una institución comprometida con el logro de elevados niveles de ética y disciplina. Tan sólo daba cabida a unos veinticinco alumnos por curso, cuando en mi escuela anterior había tenido cincuenta compañeros en la misma clase. Evidentemente, las ventajas del Plátano estaban proyectadas en parte para los funcionarios de alto rango que vivían junto a la escuela, pero mi padre, cada vez más apaciguado, optó por pasar por alto este hecho.

La mayoría de mis compañeros de clase eran hijos de funcionarios del Gobierno provincial. Algunos de ellos vivían en el mismo complejo que yo. Aparte de la escuela, el complejo constituía mi único mundo. Contaba con jardines rebosantes de flores y de plantas exuberantes. Había palmeras, pitas, adelfas, magnolias, camelias, rosas, hibiscos e incluso dos raros álamos temblones chinos que habían crecido el uno hacia el otro y entrelazaban sus ramas como una pareja de amantes. Eran sumamente sensibles. Si se rascaba suavemente uno de los troncos, ambos árboles comenzaban a temblar y sus hojas se agitaban débilmente. En verano, a la hora de comer, solía sentarme en un banco de piedra de forma cilindrica situado bajo un enrejado de glicinia y, apoyando los codos sobre una mesa también de piedra, leía un libro o jugaba al ajedrez. A mi alrededor se extendían los radiantes colores del terreno y, a no mucha distancia, un insólito cocotero señalaba arrogantemente el cielo. Mi planta favorita, sin embargo, era un jazmín de intenso perfume que también trepaba por un enrejado. Cuando florecía, mi dormitorio se llenaba con su aroma, y a mí me encantaba sentarme junto a la ventana contemplándolo e impregnándome de sus deliciosos efluvios.

Cuando nos trasladamos al complejo, vivimos al principio en una encantadora casa de una sola planta separada del resto y dotada de su propio patio. Estaba construida al estilo chino tradicional, y carecía de comodidades modernas: no disponía de agua corriente en su interior y no tenía retrete de cisterna, ni tampoco bañera de porcelana. En 1962, se construyeron en un extremo del complejo algunos apartamentos modernos de estilo occidental dotados de todos aquellos adelantos, y a mi familia le fue asignado uno de ellos. Antes de mudarnos, acudí a visitar aquel país de las maravillas y a examinar la novedad de aquellos grifos mágicos, aquellas cisternas y aquellos armarios de espejo en las paredes. Deslicé mis manos sobre las brillantes baldosas blancas de los muros de los cuartos de baño: resultaban frescas y agradables al tacto.

Había trece edificios de apartamentos en el complejo. Cuatro de ellos estaban destinados a los directores de departamento, y el resto era para los jefes de sección. Nuestro apartamento ocupaba una planta entera, pero en el caso de los jefes de sección, cada planta era compartida por dos familias. Nuestras habitaciones eran más espaciosas. Teníamos mosquiteras en las ventanas, cosa que ellos no tenían; y dos cuartos de baño, cuando ellos sólo tenían uno. Teníamos agua caliente tres días a la semana, pero ellos carecían de ella. Teníamos un teléfono, algo sumamente inusual en China, y ellos no. Los oficiales de menor rango ocupaban los bloques de un complejo más pequeño situado al otro lado de la calle, y sus comodidades eran aún más escasas. La media docena de secretarios del Partido que constituían el núcleo de las autoridades provinciales disfrutaban de un complejo propio emplazado dentro del nuestro. Aquel santuario interior se extendía entre dos puertas permanentemente vigiladas por guardias militares armados, y tan sólo se autorizaba la entrada de personal especialmente autorizado. Al otro lado de las puertas se alzaban diversas casas independientes de dos plantas, una para cada uno de los secretarios del Partido. Junto al umbral del primer secretario, Li Jing-quan, montaba guardia otro soldado. Yo crecí considerando normal la jerarquía y el privilegio.

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