5. «Se vende hija por diez kilos de arroz»
En lucha por una Nueva China (1947-1948)
Yu-wu había llegado a la casa unos cuantos meses antes; llevaba una carta de presentación de un amigo común. Los Xia, que acababan de mudarse de su residencia prestada a una gran casa situada dentro de los muros y en las cercanías de la puerta norte, habían estado buscando un inquilino rico que les ayudara con el alquiler. Yu-wu llegó vistiendo el uniforme de oficial del Kuomintang y acompañado por una mujer -a la que presentó como su esposa- y un niño pequeño. De hecho, la mujer no era su esposa, sino su ayudante. El niño era de ella, y su verdadero esposo se encontraba en algún lugar remoto luchando con el Ejército regular comunista. Poco a poco, aquella «familia» se convirtió en una familia real. Posteriormente, llegaron a tener otros dos niños y sus respectivos cónyuges volvieron a casarse.
Yu-wu se había unido al Partido Comunista en 1938. Poco después de la rendición japonesa había sido enviado a Jinzhou desde Yan'an, ciudad que en tiempo de guerra era cuartel general de los comunistas, y se le había nombrado responsable de recoger y entregar información a las fuerzas comunistas situadas en los alrededores de la ciudad. Operaba bajo la identidad de jefe militar del Kuomintang, cargo que los comunistas habían conseguido comprarle. En aquella época, los puestos del Kuomintang, incluso dentro del sistema de inteligencia, se encontraban prácticamente al alcance del mejor postor. Algunas personas adquirían puestos para proteger a sus familias del reclutamiento forzoso y de los abusos de los matones; otros lo hacían para poder, a su vez, dedicarse a la extorsión económica. Debido a su importancia estratégica, Jinzhou contaba con numerosos oficiales, lo que facilitaba la infiltración comunista del sistema.
Yu-wu había planeado su papel a la perfección. Organizaba numerosas cenas y fiestas de juego, en parte para conseguir nuevos contactos y en parte para tejer una estructura protectora en torno suyo. Entremezclado con las constantes idas y venidas de oficiales del Kuomintang y de funcionarios del servicio de inteligencia discurría un interminable río de «primos» y «amigos». Siempre se trataba de personas diferentes, pero nadie hacía preguntas.
Yu-wu contaba con otro posible disfraz para aquellos frecuentes visitantes. La consulta del doctor Xia siempre estaba abierta, y los «amigos» de Yu-wu podían entrar desde la calle sin llamar la atención y luego atravesar la consulta hasta el patio interior. El doctor Xia toleraba las bulliciosas fiestas de Yu-wu sin poner objeciones, a pesar incluso de que su secta, la Sociedad de la Razón, prohibía el juego y el alcohol. Mi madre se sintió extrañada, pero lo atribuyó al carácter tolerante de su padrastro. Algunos años después, al volver la vista atrás, cayó en el convencimiento de que el doctor Xia había conocido -o adivinado- la verdadera identidad de Yu-wu.
Cuando mi madre se enteró de que su primo Hu había muerto a manos del Kuomintang, fue a ver a Yu-wu y le dijo que quería trabajar para los comunistas. Él la rechazó, aduciendo que era aún demasiado joven.
Mi madre se había convertido en un personaje bastante importante dentro de su escuela, y confiaba en que los comunistas terminarían por establecer contacto con ella. Lo hicieron, pero se tomaron el tiempo que consideraron preciso hasta comprobarlo todo sobre ella. De hecho, antes de partir hacia la zona comunista, su amiga Shu había hablado de mi madre con su propio contacto comunista, y posteriormente se lo había presentado como un amigo. Un día, aquel hombre se acercó a ella y le dijo de buenas a primeras que acudiera cierto día al túnel del ferrocarril situado a medio camino entre las estaciones norte y sur de Jinzhou. Allí, dijo, se pondría en contacto con ella un apuesto joven de veintitantos años de edad y acento de Shanghai. Aquel hombre, que como supo posteriormente se llamaba Liang, se convirtió en su control.
El primer trabajo que se le encomendó fue distribuir obras escritas tales como Acerca de los gobiernos de coalición, de Mao Zedong, y panfletos de la reforma agraria y otras políticas comunistas. Dicho material había de ser introducido en la ciudad de modo clandestino, por lo general oculto en grandes fardos de tallos de sorgo destinados a servir como combustible. A continuación, los panfletos eran reempaquetados y a menudo enrrollados en el interior de grandes pimientos verdes.
Algunas veces, la esposa de Yu-lin compraba los pimientos y vigilaba la calle para advertir la presencia de los compañeros de mi madre cuando acudían a recoger el material. También ayudaba a ocultar los panfletos entre las cenizas de las diversas estufas, bajo pilas de cajas de medicamentos chinos o montones de leña. Los estudiantes debían leer aquel material en secreto, aunque podían leerse novelas progresistas más o menos abiertamente: entre las favoritas se encontraba La madre, de Máximo Gorki.
Un día, un ejemplar de uno de los panfletos que había estado distribuyendo mi madre -La nueva democracia, de Mao- terminó por llegar a manos de una amiga de la escuela bastante despistada, quien lo introdujo en su bolso y se olvidó de su existencia. Cuando acudió al mercado, abrió el bolso para coger dinero y el panfleto cayó al suelo. Dos agentes del servicio de inteligencia que pasaban por allí lo reconocieron rápidamente por el papel delgado y amarillento en que estaba impreso. La muchacha fue detenida e interrogada. Murió torturada.
Numerosas personas habían muerto a manos de los servicios de inteligencia del Kuomintang, y mi madre sabía que se arriesgaba a ser torturada si la capturaban. Aquel incidente, lejos de intimidarla, aumentó su osadía. También su moral se vio enormemente estimulada por el hecho de que ahora se sentía parte del movimiento comunista.
Manchuria representaba el campo de batalla crucial de la guerra civil, y lo que sucediera en Jinzhou se estaba convirtiendo en un elemento más y más crítico para decidir el resultado de la lucha por el dominio de China. No existía un frente fijo en el sentido de línea única de batalla. Los comunistas controlaban la zona norte de Manchuria y gran parte de la campiña; el Kuomintang mantenía el control de las principales ciudades -con la excepción de Hairbin, situada en el Norte-, así como los puertos de mar y la mayor parte de las líneas de ferrocarril. A finales de 1947, los ejércitos comunistas de la zona superaban por primera vez en número a los de sus oponentes. A lo largo del año, más de trescientos mil soldados del Kuomintang habían sido puestos fuera de combate. Numerosos campesinos se unían al Ejército comunista o desplazaban sus simpatías para colaborar con él. El motivo principal de ello era que los comunistas habían desarrollado una reforma agraria basada en «la tierra para quien la trabaja», y los campesinos pensaban que el único modo de conservar sus tierras era prestarles su apoyo.
Por entonces, los comunistas controlaban gran parte de la zona de Jinzhou. Los campesinos se mostraban reacios a entrar en la ciudad para vender sus productos debido a que para ello tenían que atravesar los controles del Kuomintang, en los que o bien eran extorsionados y obligados a pagar enormes sumas o bien veían sus productos sencillamente confiscados. En la ciudad, el precio del grano se disparaba casi a diario, situación que empeoraba debido a las manipulaciones de comerciantes codiciosos y oficiales corruptos.
Al llegar el Kuomintang, había emitido un nuevo papel moneda conocido con el nombre de dinero Ley. Sin embargo, sus autoridades se mostraron incapaces de controlar la inflación: Al doctor Xia siempre le había preocupado qué sería de mi abuela y de mi madre cuando él muriera (y ya casi tenía ochenta años). Había estado invirtiendo sus ahorros en el nuevo dinero porque confiaba en el Gobierno. Transcurrido un tiempo, el dinero Ley se vio sustituido por otra moneda, el Guanjin, que pronto adquirió tan poco valor que cuando mi madre quiso pagar las tasas de la facultad, hubo de alquilar un rickshaw para transportar el enorme montón de billetes necesarios (para salvar la cara, Chiang Kai-s-hek se había negado a imprimir ningún billete superior a diez mil yuanes). Todos los ahorros del doctor Xia desaparecieron.
La situación económica fue deteriorándose gradualmente durante el invierno de 1947-1948. Se multiplicaban las protestas en contra de la escasez de alimentos y el aumento de los precios. Jinzhou constituía la fuente principal de suministro de los grandes ejércitos que el Kuomintang mantenía en el Norte, y a mediados de diciembre de 1947 una muchedumbre de veinte mil personas tomó por asalto dos grandes almacenes de grano bien abastecidos.
Sin embargo, había un negocio que sí prosperaba: el tráfico de muchachas jóvenes destinadas a los burdeles o vendidas como esclavas a los ricos. La ciudad aparecía alfombrada de mendigos que ofrecían a sus hijos a cambio de comida. Durante varios días mi madre vio frente a su facultad a una mujer demacrada, harapienta y de aspecto desesperado que permanecía tendida sobre el suelo congelado. Junto a ella aguardaba una chiquilla de unos diez años de edad cuyos rasgos aparecían entumecidos por la miseria. Del cuello de su túnica surgía un palo sobre el que la madre había clavado un cartel escrito torpemente: «Se vende hija por diez kilos de arroz.»
Entre aquellos que no lograban llegar a fin de mes se encontraban los profesores. Llevaban tiempo solicitando un aumento de sueldo, a lo que el Gobierno había respondido incrementando el coste de la educación. Tal medida apenas había surtido efecto, ya que las familias no podían permitirse la subida. Un profesor de la facultad de mi madre murió intoxicado tras devorar un trozo de carne que había recogido en la calle. Sabía que aquella carne estaba podrida, pero tenía tanta hambre que decidió correr el riesgo.
Para entonces, mi madre se había convertido en presidenta del sindicato de estudiantes. Su control en el partido, Liang, le había dado instrucciones de que intentara atraerse las simpatías del resto de los profesores, y no sólo de los alumnos, y ella había emprendido una campaña destinada a recolectar dinero para los profesores. En compañía de otras muchachas, acudía a los cines y teatros, y allí, antes de que comenzara la función, exhortaba a los asistentes a realizar donaciones. También organizaron revistas musicales y rastrillos de venta, pero los beneficios fueron escasos… las personas que acudían eran demasiado pobres o demasiado mezquinas.
Un día se topó con una amiga suya, nieta de un general de brigada y casada con un oficial del Kuomintang. La amiga le contó que aquella noche iba a celebrarse un banquete para unos cincuenta oficiales -con sus respectivas esposas- en uno de los restaurantes más elegantes de la ciudad. En aquella época, los oficiales del Kuomintang llevaban una vida social sumamente activa. Mi madre corrió a la facultad y se puso en contacto con tanta gente como pudo. Les dijo que se reunieran a las cinco de la tarde en el lugar más emblemático de la ciudad: su torre de piedra de casi veinte metros de alto, construida en el siglo XI. Cuando llegó allí, a la cabeza de un nutrido contingente, había ya más de un centenar de muchachas aguardando sus órdenes. Mi madre les expuso su plan. A eso de las seis de la tarde vieron gran número de oficiales que llegaban en carruajes y rickshaws. Las mujeres iban ataviadas de punta en blanco, vestidas de seda y satén y cargadas de joyas que tintineaban a su paso.