Un matrimonio revolucionario (1948-1949)
Mi madre partió para visitar al camarada Wang un templado día de otoño, la mejor época del año en Jinzhou. El calor del verano había desaparecido, y el aire se había vuelto más fresco, pero el tiempo aún era lo bastante cálido como para vestir ropa de verano. Felizmente, el viento y el polvo que asolaban la población durante gran parte del año brillaban por su ausencia.
Llevaba una amplia túnica tradicional de color azul claro y una blanca bufanda de seda, y acababa de cortarse el pelo según la nueva moda revolucionaria. Al entrar en el patio del nuevo cuartel general del Gobierno provincial vio a un hombre que, situado bajo un árbol y de espaldas a ella, procedía a cepillarse los dientes junto al borde de un macizo de flores. Mi madre esperó a que terminara, y cuando alzó la cabeza vio que tendría poco menos de treinta años, facciones muy oscuras y unos ojos grandes y melancólicos. Bajo su viejo uniforme se adivinaba que era delgado, y creyó calcular en él una estatura ligeramente inferior a la suya. Todo su aspecto tenía algo de soñador. Mi madre pensó que parecía un poeta. «Camarada Wang, soy Xia De-hong, de la Asociación de Estudiantes -dijo-. He venido para informarle de nuestras actividades.»
«Wang» era el nom de guerre del hombre que había de ser mi padre. Había entrado en Jinzhou con las fuerzas comunistas unos pocos días antes. Desde finales de 1945, había sido uno de los dirigentes de la guerrilla local y ahora era jefe del secretariado y miembro del comité del Partido Comunista que gobernaba Jinzhou. Muy pronto había de ser nombrado jefe del Departamento de Asuntos Públicos de la ciudad, organismo que se ocupaba de la educación, el nivel de alfabetización, la salud, la prensa, los espectáculos, los deportes, la juventud y los sondeos de opinión pública. Se trataba de un puesto importante.
Había nacido en 1921 en Yibin, en la provincia sudoeste de Sichuan, situada a unos dos mil kilómetros de Jinzhou. Yibin, que entonces tenía una población de aproximadamente treinta mil habitantes, se encuentra allí donde el río Min se une al río de las Arenas Doradas para formar el Yangtzé, el río más largo de China. La zona que circunda Yibin es una de las más fértiles de Sichuan, y se conoce como el Granero del Cielo. El cálido y nebuloso clima de la región la convierte en el lugar ideal para el cultivo del té. Gran parte del té negro que hoy se consume en Gran Bretaña proviene de allí.
Mi padre fue el séptimo de una familia de nueve hermanos. Su padre había trabajado como aprendiz de un fabricante de tejidos desde los doce años de edad. Cuando alcanzó la edad adulta, él y su hermano -quien también trabajaba en la misma fábrica- decidieron abrir su propio negocio. Al cabo de unos años, comenzaron a prosperar y pudieron comprar una buena casa.
Su antiguo patrono, sin embargo, sentía celos de su éxito y les puso un pleito, acusándolos de haberle robado dinero para montar su negocio. El juicio duró siete años, y los hermanos se vieron obligados a gastar todos sus recursos en su propia defensa. Todos cuantos se hallaban relacionados con el tribunal les extorsionaban, y la codicia de los funcionarios parecía insaciable. Mi abuelo fue enviado a prisión. El único modo en que su hermano podía sacarle de la cárcel era convenciendo a su antiguo patrono de que retirara los cargos. Para ello tenía que conseguir mil monedas de plata. Aquello terminó de destruirles, y mi tío abuelo murió poco después, a la edad de treinta y cuatro años, víctima de la fatiga y la preocupación.
Mi abuelo se encontró a cargo de dos familias, con un total de quince personas bajo su responsabilidad. Reemprendió su antiguo negocio y a finales de la década de los veinte comenzó a prosperar de nuevo. Sin embargo, atravesaban una época de cruentas luchas entre señores de la guerra que exigían elevados impuestos. Ello, combinado con los efectos de la Gran Depresión, dificultaba enormemente el funcionamiento de una fábrica textil. En 1933, mi abuelo murió a los cuarenta y cinco años de edad debido a la tensión y al exceso de trabajo. Hubo que vender el negocio para pagar sus deudas y la familia se dispersó. Algunos se alistaron como soldados, lo que normalmente se consideraba el último recurso de todos los posibles, ya que las frecuentes luchas hacían que resultara fácil perder la vida en combate. El resto de los hermanos y primos se buscaron empleos diversos, y las muchachas se casaron lo mejor que pudieron. Una de las primas de mi padre, de quince años de edad y muy unida a él, se vio obligada a casarse con un adicto al opio varias décadas mayor que ella. Cuando vinieron a buscarla con la silla de mano, mi padre echó a correr tras ella, pues ignoraba si algún día volvería a verla.
A mi padre le encantaban los libros, y comenzó a aprender la lectura de la prosa clásica a los tres años de edad, lo que-resultaba una edad notablemente excepcional. Un año después de la muerte de mi abuelo, hubo de abandonar el colegio. Sólo tenía trece años, y odiaba la idea de tener que renunciar a sus estudios. Tenía que encontrar un empleo, por lo que al año siguiente -en 1935- abandonó Yibin y descendió por el Yangtzé hasta Chongqing, una ciudad entonces mucho más grande. Encontró trabajo como aprendiz en una tienda de alimentos en la que trabajaba doce horas al día. Una de sus tareas consistía en transportar el enorme narguile de su patrono cada vez que éste se trasladaba por la ciudad en una silla de bambú transportada a hombros por dos personas. El único propósito de todo aquello era que su patrono pudiera alardear de permitirse un empleado que le transportara el narguile, artefacto que podía haber sido fácilmente transportado en la silla. Mi padre no recibía paga alguna, tan sólo una cama y dos frugales comidas al día. No cenaba, por lo que todas las noches se acostaba con el estómago asaltado por calambres. Estaba constantemente obsesionado por el hambre.
Su hermana mayor vivía también en Chongqing. Se había casado con un maestro de escuela, y mi abuela había ido a vivir con ellos tras la muerte de su esposo. Un día, mi padre estaba tan hambriento que entró en la cocina de su hermana y se comió una batata fría. Cuando su hermana lo descubrió, se enfureció con él y gritó: «¡Bastante difícil me resulta mantener a nuestra madre! ¡No puedo permitirme alimentar también a mi hermano!» Mi padre se sintió tan dolido que salió corriendo de la casa y no regresó nunca más.
Pidió a su patrono que le diera de cenar. Éste no sólo se negó, sino que comenzó a maltratarle. Furioso, mi padre le abandonó, regresó a Yibin y vivió a base de hacer trabajos ocasionales de aprendiz en una tienda tras otra. No sólo se enfrentaba al sufrimiento en su propia vida, sino que lo hallaba por doquier en torno a él. Todos los días, cuando caminaba en dirección al trabajo, se cruzaba con un anciano que vendía bollos. El viejo, que ya sólo podía caminar encorvado, era ciego, y llamaba la atención de los viandantes cantando una canción conmovedora. Cada vez que mi padre escuchaba aquella canción, se decía a sí mismo que la sociedad debía cambiar.
Comenzó a buscar una salida. Siempre había recordado la primera vez que había oído la palabra «comunismo»: había sido en 1928, cuando tan sólo contaba siete años de edad. Estaba jugando cerca de su casa cuando vio una gran muchedumbre que se había congregado en un cruce de caminos cercano. Se abrió paso como pudo hasta la primera fila: allí vio a un joven sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Tenía las manos atadas a la espalda; junto a él había un hombre fornido armado con un enorme sable. Curiosamente, al joven se le permitió hablar durante un rato de sus ideales y de algo que llamaba comunismo. A continuación, el verdugo descargó la espada sobre su nuca. Mi padre gritó y se tapó los ojos. La experiencia le sobrecogió profundamente, pero también le impresionó la valentía y la calma que había mostrado el joven frente a la muerte.
Durante la segunda mitad de la década de los treinta, los comunistas comenzaban ya a contar con una importante infraestructura incluso en confines tan remotos como Yibin. Su objetivo fundamental era resistir a los japoneses. Chiang Kai-shek había adoptado una política de no resistencia frente a la ocupación de Manchuria por los japoneses y los núcleos cada vez más numerosos del Ejército nipón en territorio chino, concentrándose por el contrario en sus intentos por aniquilar a los comunistas. Éstos, por su parte, habían popularizado una consigna, «Los chinos no deben luchar contra los chinos», y habían presionado a Chiang Kai-shek para que enfocara sus esfuerzos en combatir a los japoneses. En diciembre de 1936, Chiang fue secuestrado por dos de sus propios generales, uno de ellos el joven mariscal manchú Chang Hsueh-liang. Fue salvado en parte por los comunistas, quienes contribuyeron a su liberación a cambio de su acuerdo de formar un frente unido contra Japón. Chiang Kai-shek hubo de consentir, si bien no con demasiado entusiasmo, ya que sabía que aquello permitiría a los comunistas sobrevivir y desarrollarse. «Los japoneses son una enfermedad de la piel -dijo-, pero los comunistas son una enfermedad del corazón.» Aunque se suponía que los comunistas y el Kuomintang eran aliados, los primeros se veían aún forzados a desarrollar la mayor parte de sus actividades de modo clandestino.
En julio de 1937, los japoneses iniciaron su invasión generalizada del territorio chino propiamente dicho. Mi padre, al igual que muchos otros, se mostró horrorizado y desesperado por lo que estaba ocurriendo en su país. En aquella época comenzó a trabajar en una librería que vendía publicaciones de izquierda. Por las noches, aprovechando sus funciones de vigilante nocturno, devoraba un libro tras otro.
A sus honorarios de la tienda añadió un pequeño complemento trabajando por las tardes como «explicador» de películas. Muchas de las películas que entonces se proyectaban eran norteamericanas y mudas. Su tarea consistía en permanecer junto a la pantalla y explicar lo que estaba sucediendo, ya que los filmes no estaban ni doblados ni subtitulados. Asimismo, se unió a un grupo de teatro antijaponés en el que, dados sus rasgos jóvenes y delicados, solía interpretar papeles de mujer.
A mi padre le encantaba el grupo de teatro. A través de los amigos que allí conoció entró por primera vez en contacto con los comunistas en la clandestinidad. El empeño comunista por combatir a los japoneses y crear una sociedad justa inflamaba su imaginación, y en 1938, a la edad de diecisiete años, ingresó en el Partido. En aquella época, el Kuomintang vigilaba estrechamente las actividades comunistas en Sichuan. Nanjing, la capital, había caído en manos de los japoneses en diciembre de 1937, y Chiang Kai-shek se había visto forzado a trasladar su Gobierno a Chongqing. Dicho traslado desencadenó un frenesí de actividad policial en Sichuan, y el grupo de teatro de mi padre fue disuelto por la fuerza. Algunos de sus amigos fueron arrestados. Otros tuvieron que huir. Mi padre se sentía frustrado por no poder hacer nada por su país.