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Las personas que se habían refugiado en casa de los Xia se mostraban ansiosas por retornar a sus hogares para comprobar si éstos habían sido dañados o saqueados. De hecho, una de las casas había quedado destruida por una explosión, y una mujer embarazada que había logrado quedarse en ella había resultado muerta.

Poco después de que se marcharan los vecinos se oyó una nueva llamada en la puerta lateral. Mi madre acudió a abrir: frente a ella se agrupaban media docena de aterrorizados soldados del Kuomintang. Su aspecto era lamentable, y sus ojos mostraban una mirada enloquecida por el miedo. Se arrodillaron para saludar al doctor Xia y a mi abuela con un largo kowtow y suplicaron que se les proporcionaran ropas civiles. Los Xia se compadecieron de ellos y les entregaron algunas prendas viejas que ellos se apresuraron a ponerse sobre los uniformes antes de partir.

Al despuntar el alba, la esposa de Yu-lin abrió la puerta principal. Frente a ella podían verse varios cadáveres tendidos. Dejó escapar un grito de terror y corrió de nuevo al interior de la casa. Mi madre oyó su grito y salió a ver qué pasaba. Había cadáveres por toda la calle. A muchos de ellos les faltaban las cabezas y las extremidades; otros, mostraban las entrañas desparramadas por el suelo. Algunos no eran más que amasijos sanguinolentos. De los postes del telégrafo colgaban brazos, piernas y trozos de carne humana. Las alcantarillas abiertas aparecían atascadas por una mezcla de aguas rojizas, escombros y despojos humanos.

La batalla de Jinzhou había sido colosal. El ataque final había durado treinta y una horas y en muchos aspectos había representado un hito decisivo en el curso de la guerra. Murieron veinte mil soldados del Kuomintang y otros ochenta mil fueron capturados. Cayeron prisioneros no menos de dieciocho generales, entre ellos el comandante supremo de las Fuerzas Armadas de Jinzhou -general Fan Han-jie- quien había intentado escapar disfrazado de civil. Mientras los prisioneros de guerra desfilaban por las calles camino de los campos de internamiento, mi madre vio a una amiga suya que avanzaba en compañía de su esposo, oficial del Kuomintang. Ambos caminaban envueltos en mantas para defenderse del frío de la mañana.

Era costumbre de los comunistas no ejecutar a aquellos que rindieran sus armas, así como tratar bien a los prisioneros. Con ello lograban ganarse las simpatías de los soldados rasos, muchos de los cuales procedían de humildes familias campesinas. Los comunistas no mantenían campos de prisioneros. Tan sólo conservaban a los oficiales de rango medio y alto y dispersaban al resto casi inmediatamente. Solían celebrar reuniones para los soldados en los que éstos eran invitados a «descargar su amargura» y a hablar acerca de sus duras condiciones de vida como campesinos desprovistos de tierra. La revolución, decían los comunistas, se hallaba centrada sobre un único objetivo: proporcionarles tierras. A los soldados se les enfrentaba con una elección: podían regresar a sus hogares, en cuyo caso se les proporcionaba el billete necesario, o podían permanecer con los comunistas para acabar con el Kuomintang y evitar que nadie pudiera jamás volver a arrebatarles sus tierras. La mayor parte optaban por quedarse y unirse al Ejército comunista. Algunos, claro está, se enfrentaban a la imposibilidad física de regresar a sus casas mientras continuara la guerra. Mao había aprendido de los antiguos manuales bélicos chinos que el modo más efectivo de conquistar a las personas consistía en conquistar sus corazones y sus mentes. Así, la política seguida frente a los prisioneros demostró ser enormemente eficaz. Especialmente a partir de la toma de Jinzhou, eran cada vez más los soldados del Kuomintang que, sencillamente, se dejaban capturar. Durante la guerra civil, más de un millón setecientos cincuenta mil soldados del Kuomintang se rindieron para pasarse al bando comunista. Durante el último año de la guerra civil, las bajas en combate apenas representaban el veinte por ciento del número total de tropas perdidas por el Kuomintang.

Uno de los oficiales de mayor rango capturados tenía a su hija consigo cuando le detuvieron. La muchacha se encontraba en avanzado estado de gestación. El oficial preguntó al comandante de las tropas comunistas si podía quedarse en Jinzhou con ella. Éste respondió que no convenía que un padre ayudara a su hija a dar a luz, y que en su lugar enviaría a una camarada femenina para que la asistiera. El oficial del Kuomintang pensó que tan sólo decía aquello para quitárselo de encima, pero posteriormente supo que su hija había sido muy bien tratada, y que la camarada femenina no había sido otra que la propia esposa del comandante comunista.

La política de trato a los prisioneros representaba una intrincada combinación de cálculo político y consideraciones humanitarias, y ello constituía uno de los factores cruciales de la victoria comunista. Su objetivo no consistía simplemente en aplastar al ejército enemigo sino, a ser posible, lograr asimismo su desintegración. En la derrota del Kuomintang la desmoralización tuvo tanta importancia como las propias armas.

Tras la batalla, la prioridad fundamental consistía en labores de recogida y limpieza, lo que en gran parte era llevado a cabo por los soldados comunistas. Los habitantes se mostraban también ansiosos por ayudar, ya que querían deshacerse de los cuerpos y escombros que rodeaban sus casas lo antes posible. Durante días, podían verse largos convoyes de carromatos cargados de cadáveres y enormes colas de personas cargadas al hombro con cestas que serpenteaban hacia el exterior de la ciudad. A medida que fue posible ir de un lado a otro de nuevo, mi madre descubrió que muchas de las personas que antes conocía habían muerto, algunas como consecuencia de impactos directos; otras, sepultadas bajo los escombros al derrumbarse sus hogares.

La mañana siguiente al fin del asedio, los comunistas colgaron carteles en los que solicitaban de la población que reanudara su vida normal lo más rápidamente posible. El doctor Xia colgó su placa alegremente decorada para indicar que su farmacia volvía a estar abierta. Posteriormente, las autoridades comunistas le comunicaron que había sido el primer médico en hacer tal cosa. La mayor parte de los comercios reabrieron el 20 de octubre a pesar de que las calles aún no habían sido despojadas por completo de cadáveres. Dos días después, los colegios reabrieron sus puertas y las oficinas reanudaron su horario normal de apertura.

El problema más inmediato era la comida. El nuevo gobierno exhortaba a los campesinos a acudir a la ciudad para vender sus productos, y para animarlos fijó los precios al doble de lo que alcanzaban en el campo. El precio del sorgo cayó rápidamente: de cien millones de dólares del Kuomintang por libra a dos mil doscientos dólares. Cualquier trabajador ordinario podía comprar cuatro libras de sorgo con lo que ganaba en un día. El temor a la hambruna se desvaneció. Los comunistas entregaron cupos de ayuda de grano, sal y carbón a los pobres. El Kuomintang jamás había hecho nada parecido, y la población se sintió considerablemente impresionada.

Otra cosa que estimuló la buena voluntad de la población fue la disciplina de los soldados comunistas. No sólo no se producían saqueos ni violaciones, sino que muchos hacían incluso más de lo debido por mostrar una conducta ejemplar, lo que contrastaba poderosamente con el comportamiento de las tropas del Kuomintang.

La ciudad, sobrevolada a menudo por amenazadores aviones norteamericanos, permaneció en estado de máxima alerta. El 23 de octubre, una considerable fuerza del Kuomintang intentó sin éxito retomar Jinzhou con un movimiento de pinza realizado desde Huludao y el Nordeste. Tras la pérdida de Jinzhou, los grandes ejércitos situados en torno a Mudken y Changchun no tardaron en desmembrarse o rendirse, y para el 2 de noviembre toda Manchuria se hallaba ya en poder de los comunistas.

Los comunistas demostraron ser enormemente eficaces en lo que se refería a restaurar el orden y poner de nuevo en marcha la economía. Los bancos de Jinzhou reabrieron sus puertas el 3 de diciembre, y el suministro eléctrico se reanudó al día siguiente. El 29 de diciembre se publicó un comunicado que anunciaba un nuevo sistema de administración urbana por el que se formarían comités de residentes en lugar de los antiguos comités de vecindad. Dichos comités habían de convertirse en una institución clave del sistema comunista de administración y control. Al día siguiente se restableció el suministro de agua corriente y el día 31 la estación de ferrocarril reanudó su servicio.

Los comunistas lograron incluso detener la inflación, y fijaron una tasa de cambio favorable para convertir el dinero del Kuomintang, desprovisto de todo valor, en dinero comunista de la «Gran Muralla».

Desde el momento en que llegaron las fuerzas comunistas, mi madre había anhelado dedicarse a trabajar para la revolución. Se sentía fuertemente comprometida con la causa comunista, y tras algunos días de impaciente espera recibió la visita de un representante del Partido que le fijó una cita para ver al encargado del trabajo juvenil en Jinzhou, un tal camarada Wang Yu.


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