Durante la primavera de 1973, Deng Xiaoping fue rehabilitado y nombrado viceprimer ministro, esto es, adjunto de jacto del cada vez más enfermo Zhou Enlai. Aquello fue para mí un nuevo motivo de alegría. Contemplaba el regreso de Deng como un síntoma inconfundible de que la Revolución Cultural había dado marcha atrás. Deng era conocido como defensor de la construcción, y no de la destrucción, y era considerado a la vez un administrador excelente. Mao le había enviado a una remota fábrica de tractores en la que le había mantenido dentro de una relativa seguridad como último recurso en caso de una caída de Zhou Enlai. Por mucho que le emborrachara su propio poder, el líder siempre cuidaba de no quemar sus naves.
La rehabilitación de Deng me complació también por motivos personales. Cuando niña, había conocido bien a su madrastra, y su hermanastra había sido vecina nuestra en el complejo durante años (todos la llamábamos «tía Deng»). Ella y su esposo habían sido denunciados sencillamente por estar emparentados con Deng, y los residentes del complejo que tanto la habían adulado antes de la Revolución Cultural habían pasado a rechazarla. Mi familia, sin embargo, la obsequió con la bienvenida de costumbre. Asimismo, era una de las pocas personas del complejo que había revelado a mi familia la admiración que sentía hacia mi padre en su época más intensa de persecución. En aquellos días, incluso una inclinación de cabeza o una sonrisa fugaz se habían considerado un bien precioso y escaso, y ambas familias habían desarrollado cálidos sentimientos mutuos.
En verano de 1973 se abrió el plazo de ingreso en la universidad. Para mí era como estar a la espera de una sentencia de vida o muerte. Una de las plazas del Departamento de Lenguas Extranjeras de la Universidad de Sichuan fue adjudicada al Segundo Departamento de Industria Ligera de Chengdu, a cargo del cual funcionaban veintitrés fábricas, entre ellas la mía. Cada una de las fábricas debía nominar un candidato para presentarse a los exámenes. En mi fábrica había varios cientos de trabajadores, y se presentaron seis personas, yo incluida. Se celebró una elección para escoger el candidato, y yo resulté elegida por cuatro de los cinco talleres de la fábrica.
En mi propio taller había otra candidata, una amiga mía que entonces contaba diecinueve años. Ambas éramos igualmente populares, pero nuestros compañeros de trabajo sólo podían votar a una de nosotras. Su nombre fue leído en primer lugar, y los presentes se agitaron con desasosiego. Resultaba evidente que no lograban tomar una decisión. Yo me sentía desolada: cuantos más votos recibiera ella, menos obtendría yo. De pronto, la muchacha se incorporó y dijo con una sonrisa: «Quisiera retirar mi candidatura y votar por Chang Jung. Al fin y al cabo, soy dos años más joven que ella. Lo intentaré el año que viene.» Los obreros estallaron en una carcajada de alivio y prometieron votar por ella al año siguiente. Cumplieron su promesa: la joven ingresó en la universidad en 1974.
Yo me sentí profundamente conmovida por su gesto y por el resultado de la votación. Era como si los obreros estuvieran ayudándome a hacer realidad mis sueños. Mis antecedentes familiares tampoco me habían perjudicado. Day no se presentó como candidato: sabía que no tenía ninguna posibilidad.
Me examiné de chino, matemáticas e inglés. La noche anterior al examen me sentía tan nerviosa que no pude dormir. Cuando regresé a casa a la hora de comer encontré a mi hermana esperándome. Me administró un suave masaje en la cabeza y no tardé en sumirme en un sueño ligero. Los temas eran sumamente elementales, y en ellos apenas intervenían las lecciones de geometría, trigonometría, física y química que tan arduamente había asimilado. En todos ellos obtuve mención honorífica, así como la nota más alta de los candidatos de Chengdu en el examen oral de inglés.
Sin embargo, aún no había tenido ocasión de relajarme cuando recibí un golpe devastador. El 20 de julio apareció un artículo en el Diario del Pueblo en el que se hablaba de una hoja de examen en blanco. Incapaz de contestar a las preguntas que se le planteaban en sus papeles de ingreso a la universidad, un candidato llamado Zhang Tie-sheng que anteriormente había sido enviado a una zona rural próxima a Jinzhou había entregado una hoja en blanco junto con una carta en la que protestaba afirmando que aquellos exámenes equivalían a una restauración del capitalismo. Su carta llegó a manos del sobrino y ayudante personal de Mao, Mao Yuanxin, a la sazón hombre fuerte de la provincia. La señora Mao y sus secuaces condenaron la importancia que se estaba concediendo al nivel académico como una forma de dictadura burguesa. «¿Qué importancia tendría incluso que toda la nación fuera analfabeta? -declararon-. ¡Lo importante es que la Revolución Cultural obtenga el más rotundo triunfo!»
Nuestros exámenes fueron declarados nulos. El acceso a las universidades había de ser decidido basándose únicamente en el comportamiento político de cada uno. El modo de estimar el mismo era, sin embargo, un misterio. La recomendación de mi fábrica había sido escrita después de una asamblea de estudio colectivo celebrada por el equipo de electricistas. Day había redactado el borrador, y mi antigua maestra en el oficio le había proporcionado su forma final. Según el texto yo era un auténtico prototipo, el mejor modelo de trabajadora que jamás había existido. Sin embargo, no me cabía duda de que los otros veintidós candidatos poseían credenciales similares, por lo que no habría modo de diferenciarnos.
La propaganda oficial no resultaba de gran ayuda. Uno de los «héroes» más notoriamente popularizados gritaba: «¿Me preguntáis por mis méritos para la universidad? ¡Éstos son mis méritos!», y al decirlo alzaba las manos y mostraba sus callos. Todos nosotros habíamos pasado por las fábricas, y la mayoría habíamos trabajado en granjas.
Tan sólo restaba una alternativa: la puerta trasera.
La mayor parte de los directores del Comité de Ingreso de Sichuan eran viejos colegas de mi padre que habían sido rehabilitados y que aún admiraban su valor y su integridad. Sin embargo, y a pesar de lo mucho que deseaba para mí una formación universitaria, mi padre se negaba a solicitar su ayuda. «No sería justo para aquellos que no cuentan con poder alguno -decía-. ¿Qué sería de nuestro país si hubiera que hacer las cosas de este modo?» Yo comencé a discutir con él, pero acabé deshecha en lágrimas. En ese momento debí de mostrar un aspecto realmente desconsolado ya que, por fin, mi padre dijo: «De acuerdo. Lo haré.»
Le así del brazo y juntos fuimos caminando hasta un hospital situado a un kilómetro y medio al que había acudido uno de los directores del Comité de Ingreso para someterse a una revisión: prácticamente todas las víctimas de la Revolución Cultural tenían una salud extraordinariamente delicada como resultado de los sufrimientos padecidos. Mi padre caminaba lentamente, ayudándose con un bastón. Su antigua energía y agudeza habían desaparecido. Al verle avanzar arrastrando los pies, deteniéndose a intervalos para descansar y luchando a la vez con su mente y con su cuerpo, rae daban ganas de decir: «Regresemos», pero anhelaba desesperadamente ingresar en la universidad.
Una vez en los terrenos del hospital, nos sentamos en el borde de un puentecillo de piedra para descansar. Mi padre parecía estar atravesando un suplicio. Por fin, dijo: «¿Querrás perdonarme? Realmente, me resultaría muy difícil hacer esto…» Durante un instante, experimenté una oleada de resentimiento, y sentí deseos de gritarle que no existía una alternativa más justa. Quería decirle cuánto había soñado con asistir a la universidad y hacerle ver cuánto lo merecía por mi trabajo, por el resultado de mis exámenes y por haber sido elegida para ello. Sin embargo, era consciente de que él ya sabía todo aquello, y de que era él quien había hecho nacer en mí aquella sed de conocimientos. Aun así, conservaba sus principios, y precisamente porque le amaba debía aceptarle como era y comprender su dilema de moralista viviendo en un país en el que la moral era inexistente. Reprimiendo las lágrimas, dije: «Por supuesto», y regresamos a casa caminando en silencio.
¡Pero no había contado con la fortuna de los inagotables recursos de mi madre! Al punto, acudió a visitar a la esposa del jefe del Comité de Ingreso, quien a su vez habló con su marido. También fue a ver a los demás jefes y consiguió que me prestaran su apoyo. Hizo especial hincapié en los resultados de mis exámenes, pues sabía que con ello terminaría de convencer a aquellos antiguos seguidores del capitalismo. Por fin, en octubre de 1973, ingresé en el Departamento de Lenguas Extranjeras de la Universidad de Sichuan en Chengdu para aprender inglés.