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En aquellos días, todo seguidor del capitalismo tenía a uno o más equipos encargados de investigar sus antecedentes hasta el más mínimo detalle, ya que Mao quería comprobar concienzudamente el historial de todos aquellos que trabajaran para él. Según las épocas, mi madre llegó a tener hasta cuatro equipos diferentes investigando su pasado. El último de ellos estaba compuesto por unas quince personas que fueron enviadas a distintos lugares de China. Gracias a aquellas investigaciones, mi madre pudo enterarse del paradero de sus viejos amigos y parientes, con los que había perdido el contacto muchos años atrás. La mayor parte de los investigadores se limitaron a realizar viajes de turismo y regresaron sin traer consigo nada incriminatorio. Uno de los grupos, sin embargo, volvió con una «exclusiva».

En Jinzhou, allá por los años cuarenta, el doctor Xia había alquilado una habitación al agente comunista Yu-wu, antiguo controlador de mi madre y encargado de reunir información militar y sacarla clandestinamente de la ciudad. El controlador del propio Yu-wu -entonces desconocido para mi madre- había fingido entonces trabajar para el Kuomintang, y durante la Revolución Cultural había sido sometido a fuertes presiones y luego atrozmente torturado para que confesara ser un espía del Kuomintang. Por fin, había terminado por «confesar», inventándose para ello un círculo de espionaje en el que Yu-wu se encontraba incluido. Yu-wu fue asimismo ferozmente torturado. Para evitar tener que incriminar a otras personas, se suicidó cortándose las venas, y no llegó a mencionar a mi madre. No obstante, el equipo de investigación descubrió su relación y afirmó que también ella había formado parte del círculo de espías.

Salieron a relucir sus contactos de adolescencia con el Kuomintang. Todas las preguntas que ya había tenido que responder en 1955 le fueron planteadas de nuevo. Aquella vez, sin embargo, no perseguían una respuesta. Mi madre recibió sencillamente la orden de admitir que había trabajado como espía para el Kuomintang. Ella argumentó que la investigación de 1955 había demostrado su inocencia, pero se le dijo que el propio investigador jefe de entonces, el señor Kuang, había sido a su vez un traidor y un espía del Kuomintang.

El señor Kuang había sido encarcelado por el Kuomintang en sus años de juventud. El Kuomintang había prometido la liberación a varios comunistas clandestinos si éstos firmaban sus retractaciones que luego serían publicadas por el periódico local. Al principio, tanto él como sus camaradas se habían negado, pero el Partido les dijo que aceptaran. El Partido -dijeron- los necesitaba, y no le importaba que realizaran «declaraciones anticomunistas» insinceras. El señor Kuang obedeció las órdenes recibidas y fue puesto en libertad.

Muchos otros ya habían hecho lo propio. Hubo un célebre caso, acaecido en 1936, en el que sesenta y un comunistas encarcelados obtuvieron así la libertad. La orden de «retractarse» había partido del Comité Central del Partido, y fue transmitida por Liu Shaoqi. Con el tiempo, algunas de aquellas sesenta y una personas llegaron a alcanzar puestos en el alto funcionariado del Gobierno comunista, y entre ellos hubo viceprimer ministros, ministros y secretarios generales de diversas provincias. Durante la Revolución Cultural, la señora Mao y Kang Sheng los acusaron de ser sesenta y un traidores y espías de primer orden. El veredicto fue corroborado personalmente por Mao, y todas aquellas personas se vieron sometidas a los más crueles suplicios. Incluso personas que tan sólo se habían visto remotamente relacionadas con ellos hubieron de enfrentarse a terribles problemas.

Siguiendo aquel precedente, cientos de miles de antiguos trabajadores clandestinos y de sus contactos -entre ellos, algunos de los hombres y mujeres que con más valentía habían luchado por una China comunista- fueron acusados de ser traidores y espías y hubieron de sufrir detenciones, brutales asambleas de denuncia y la tortura. Según una crónica oficial posterior, más de catorce mil personas hallaron la muerte en Yunnan, la provincia vecina a Sichuan. En Hebei, la provincia que se extiende en torno a Pekín, hubo ochenta y cuatro mil detenidos y torturados, miles de los cuales murieron. Años después, mi madre supo que su primer novio -el primo Hu- se encontraba entre ellos. Ella le suponía ejecutado por el Kuomintang, pero lo cierto era que su padre había comprado su libertad con lingotes de oro. Nadie quiso decirle jamás cómo había muerto.El señor Kuang fue acusado en términos similares. Sometido a tortura, intentó sin éxito suicidarse. El hecho de que en 1956 hubiera levantado los cargos existentes contra mi madre fue considerado como prueba de la culpabilidad de ésta. Así, fue sometida durante casi dos años -desde finales de 1967 hasta octubre de 1969- a diversas modalidades de detención. Sus condiciones dependían en gran parte de sus guardianes. Algunos se mostraban amables con ella… cuando se encontraban a solas. Uno de ellos, la esposa de un oficial del Ejército, le consiguió medicamentos para controlar sus hemorragias. Asimismo, pidió a su marido, quien entonces tenía acceso a suministros especiales de alimentos, que proveyera a mi madre de leche, huevos y pollo todas las semanas.

Gracias a guardianes bondadosos como ella, mi madre fue autorizada en varias ocasiones a pasar temporadas de pocos días en su casa. Aquello, no obstante, llegó a oídos de los Ting, y sus piadosas guardianas fueron sustituidas por una mujer de expresión amarga a la que mi madre no había visto nunca y que se dedicó a atormentarla y torturarla por el simple placer de hacerlo. Cuando le apetecía, obligaba a mi madre a salir al patio y permanecer doblada sobre sí misma durante horas. En invierno, solía forzarla a arrodillarse sobre un charco de agua fría hasta que se desvanecía. En dos ocasiones le aplicó un castigo conocido como el «banco del tigre»: mi madre era obligada a sentarse sobre un estrecho banco con las piernas extendidas frente a ella. A continuación, le ataban el torso a una columna y los muslos al banco de tal modo que le resultaba imposible mover o doblar las piernas. Por fin, iban introduciéndole ladrillos a presión bajo los tobillos. La intención era llegar a romperle las rodillas o los huesos de la cadera. Se trataba del mismo tormento con el que, veinte años antes, le habían amenazado en las cámaras de tortura del Kuomintang. El «banco del tigre», no obstante, hubo de cesar debido a que la guardiana necesitaba que los hombres la ayudaran a introducir los ladrillos; algunos la ayudaron a regañadientes en un par de ocasiones pero, al fin, terminaron por negarse a colaborar con ella. Algunos años después, se dictaminó que la mujer era una psicópata. Hoy en día se encuentra recluida en un hospital psiquiátrico.

Mi madre firmó numerosas «confesiones» en las que admitía haber simpatizado con la «vía capitalista». Sin embargo, rehusó denunciar a mi padre y negó todos los cargos de espionaje que se le imputaron, ya que sabía que habrían de llevar inevitablemente a incriminar a otras personas.

Con frecuencia se nos prohibía verla durante sus detenciones, y a veces ni siquiera sabíamos dónde se encontraba. En tales ocasiones, yo solía pasear por las cercanías de los lugares más probables con la esperanza de verla.

Hubo un período durante el que permaneció detenida en un cine vacío situado en la principal calle comercial de la ciudad. De cuando en cuando se nos permitía entregar a los guardianes algún paquete para ella o visitarla durante unos pocos minutos, si bien nunca a solas. Cada vez que coincidíamos con las horas de servicio de los guardianes más feroces nos veíamos obligadas a charlar bajo las gélidas miradas de los mismos. Un día de otoño de 1968 acudí a llevarle un paquete de comida y se me dijo que no podía ser aceptado. No me dieron motivo alguno, pero me ordenaron no volver a llevar nada más. Cuando mi abuela se enteró, sufrió un desvanecimiento, creyendo que mi madre había muerto.

Resultaba insoportable no saber qué le había pasado. Cogí de la mano a mi hermano Xiao-fang, quien a la sazón contaba seis años, y acudí al cine. Ambos nos dedicamos a pasear arriba y abajo frente a la puerta de la calle mientras escudriñábamos las ventanas del segundo piso. Desesperados, gritamos, «¡Madre! ¡Madre!» a pleno pulmón una y otra vez. Los viandantes nos miraban, pero yo hacía caso omiso de ellos. Tan sólo deseaba verla. Mi hermano se echó a llorar, pero mi madre no apareció.

Algunos años más tarde, me dijo que nos había oído. De hecho, su guardiana psicópata había entreabierto ligeramente la ventana para que nuestras voces llegaran hasta ella con más claridad. Le dijo que si aceptaba denunciar a mi padre y confesar que era una espía del Kuomintang nos llevarían junto a ella inmediatamente. «De otro modo -añadió la guardiana-, es posible que jamás salgas viva de este edificio.» Mi madre se negó, y durante la conversación mantuvo las uñas clavadas en la palma de sus manos para contener las lágrimas.


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