De repente, oyó que el primer ministro decía a modo de conclusión:
– ¿Algo más?
Mi madre saltó disparada del asiento.
– Primer ministro, yo tengo algo más que decir.
Zhou elevó la mirada. Era evidente que mi madre no era una estudiante.
– ¿Quién eres? -preguntó.
Mi madre le dio su nombre y su grado y prosiguió sin detenerse:
– Mi esposo ha sido arrestado bajo la acusación de ser un contrarrevolucionario en activo. He venido en busca de justicia. -A continuación, anunció el nombre y la posición de mi padre.
Zhou aguzó la mirada. Mi padre ocupaba una posición importante.
– Los estudiantes pueden salir -dijo-. Hablaré contigo en privado.
Mi madre ansiaba poder hablar a solas con Zhou, pero ya había decidido sacrificar la ocasión de hacerlo en beneficio de un objetivo más importante.
– Primer ministro, querría que los estudiantes se quedaran para ser testigos de lo que voy a decir. -Mientras decía esto, alargó su apelación al estudiante que tenía delante, quien se la entregó a Zhou. El primer ministro asintió.
– De acuerdo. Continúa.
Hablando rápidamente, pero con claridad, mi madre dijo que mi padre había sido arrestado por lo que había escrito en una carta dirigida al presidente Mao. Mi padre se oponía al nombramiento de los Ting como nuevos líderes de Sichuan debido a su reputación de cometer abusos de poder, de algunos de los cuales había sido testigo en Yibin. Además de eso, dijo brevemente:
– La carta de mi esposo contenía asimismo graves errores acerca de la Revolución Cultural.
Había reflexionado cuidadosamente sobre cómo expresaría aquello. Tenía que proporcionar a Zhou una crónica veraz, pero no podía repetir las palabras exactas de mi padre por miedo a los Rebeldes. Debía ser lo más abstracta posible:
– Mi esposo alimentaba algunas opiniones gravemente erróneas. No obstante, nunca las expresó en público. Se limitó a seguir las indicaciones del Partido Comunista y decidió confiarlas al presidente Mao. Según las normas, ello constituye un derecho legítimo de todo miembro del Partido, y no debiera utilizarse como excusa para detenerle. He venido aquí en busca de justicia para él.
Cuando cruzó su mirada con la de Zhou Enlai, mi madre advirtió que el líder había comprendido el contenido real de la carta de mi padre y el dilema al que se enfrentaba por no poder expresarse con claridad. Tras echar un vistazo a la apelación de mi madre, se volvió hacia un ayudante sentado tras él y le susurró algo al oído. En la sala se había hecho un silencio mortal. Todos los ojos estaban fijos en el primer ministro.
El ayudante alargó a Zhou unas cuantas hojas de papel impresas con el membrete del Consejo de Estado (el Consejo de Ministros). Zhou comenzó a escribir con el gesto ligeramente forzado habitual en él desde que, años atrás, se rompiera el brazo al caerse del caballo en Yan'an. Cuando terminó, entregó el papel al ayudante, quien procedió a leerlo en voz alta.
«Primero: Como miembro del Partido Comunista, Chang Shou-yu tiene derecho a escribir a la dirección del Partido. Independientemente de la gravedad de los errores que pueda contener su misiva, ésta no podrá ser utilizada para acusarle de contrarrevolucionario. Segundo: Como Director Adjunto del Departamento de Asuntos Públicos de la Provincia de Sichuan, Chang Shou-yu debe aceptar someterse a la investigación y crítica del pueblo. Tercero: Todo veredicto final sobre Chang Shou-yu debe esperar hasta la conclusión de la Revolución Cultural. Zhou Enlai.»
Mi madre se sentía incapaz de hablar ante el alivio que sentía. La nota no estaba dirigida a los nuevos líderes de Sichuan, como hubiera sido el procedimiento habitual, por lo que no estaba obligada a entregársela a ellos ni a nadie. Zhou había querido que pudiera conservarla para mostrársela a quienquiera que pudiera resultarle útil.
Yan y Yong estaban sentados, a la izquierda de mi madre. Cuando ésta se volvió hacia ellos, vio que sus rostros se hallaban distendidos en una mueca de alegría.
Dos días más tarde tomó el tren de regreso a Chengdu. No se separó de Yan y Yong en ningún momento, pues temía que la existencia de la carta pudiera haber llegado a oídos de los Ting y éstos enviaran a sus esbirros para arrebatársela y capturarla a ella. Yan y Yong pensaban asimismo que resultaba vital que permaneciera con ellos «en caso de que el 26 de Agosto decida secuestrarte». Al llegar, insistieron en acompañarla de la estación al apartamento. Mi abuela les ofreció tortitas de cerdo con cebolleta que ellos devoraron rápidamente.
Yo no tardé en tomar afecto a Yan y Yong. ¡Pensar que eran Rebeldes y, sin embargo, tan bondadosos, tan afectuosos y tan amables con mi familia! Me parecía increíble. También me resultó evidente desde el primer momento que estaban enamorados: el modo en que se miraban el uno al otro y la manera de tocarse y bromear eran sumamente infrecuentes en público. Oí a mi abuela susurrar a mi madre que sería agradable hacerles algún regalo con motivo de su boda. Ella repuso que era imposible, y que podría acarrear problemas para la pareja si llegaba a saberse. Aceptar «sobornos» de un seguidor del capitalismo era un delito serio.
Yan tenía veinticuatro años, y había estado cursando su tercer año de contabilidad en la Universidad de Chengdu. Su rostro vivaracho aparecía dominado por unas gruesas gafas. Reía con frecuencia, echando la cabeza hacia atrás. Poseía una risa sumamente cálida. En aquella época, el atuendo habitual de los hombres, mujeres y niños de China consistía en una chaqueta y unos pantalones de color azul oscuro o gris. No se permitía que la ropa llevara dibujo alguno. A pesar de tal uniformidad, algunas mujeres se las ingeniaban para vestir dando muestras de cuidado y elegancia, mas no así Yan, cuyo aspecto siempre hacía pensar que se había equivocado de ojales al abotonarse. Llevaba sus cabellos cortos impacientemente atados en una desgreñada coleta. Al parecer, ni siquiera el amor podía inducirla a prestar más atención a su aspecto.
Yong parecía algo más preocupado por la elegancia. Calzaba un par de sandalias de paja que destacaban bajo las perneras arrolladas de su pantalón. Las sandalias de paja constituían una especie de moda entre ciertos estudiantes por la asociación que establecían con los campesinos. Yong tenía aspecto de ser inteligente y sensible en grado sumo, y a mí me tenía fascinada.
Tras disfrutar de un alegre almuerzo, Yan y Yong se despidieron. Mi madre los acompañó escaleras abajo, y ellos le susurraron que convenía que guardara la nota de Zhou Enlai en lugar seguro. Mi madre no nos dijo nada a mí ni a mis hermanos acerca de su entrevista con el primer ministro.
Aquella tarde, fue a ver a uno de sus antiguos colegas y le enseñó la carta de Zhou. Chen Mo había trabajado con mis padres en Yibin a comienzos de los cincuenta, y se llevaba bien con ambos. Asimismo, se las había ingeniado para mantener una buena relación con los Ting, y cuando éstos fueron rehabilitados se unió de nuevo a ellos. Mi madre, deshecha en lágrimas, le suplicó su colaboración para obtener la puesta en libertad de mi padre en recuerdo de los viejos tiempos, y él le prometió hablar con los Ting.
Pasó el tiempo y, por fin, en el mes de abril, reapareció mi padre. Al verle, experimenté un alivio y felicidad inmensos, pero mi alegría se trocó casi inmediatamente en horror. En sus ojos resplandecía una luz extraña. Se negó a revelarnos dónde había estado y, cuando por fin habló, apenas pude comprender sus palabras. Pasaba los días y las noches sin poder dormir, y caminaba de un lado a otro del apartamento hablando consigo mismo. Un día, nos obligó a todos los miembros de la familia a salir bajo una lluvia torrencial, diciéndonos que así experimentaríamos la tormenta revolucionaria. Otro día, después de recoger el sobre con su paga, lo arrojó al fogón de la cocina afirmando que con ello buscaba romper con la propiedad privada. Poco a poco, fuimos conscientes de la terrible realidad: mi padre había perdido el juicio.
Mi madre se convirtió en el objetivo principal de su locura. Solía enfurecerse con ella, llamándola «sinvergüenza» y «cobarde» y acusándola de haber «vendido el alma». A continuación, sin previo aviso, se mostraba embarazosamente cariñoso con ella en presencia de todos nosotros, diciéndole una y otra vez cuánto la amaba y hasta qué punto había sido un mal marido mientras suplicaba que le perdonara y volviera con él.
El día de su llegada, había mirado a mi madre con aire suspicaz, tras lo cual le preguntó qué había estado haciendo. Ella dijo que había viajado a Pekín para solicitar su puesta en libertad. Él sacudió la cabeza con incredulidad y pidió que le mostrara alguna prueba de ello. Mi madre prefirió no hablarle de la nota de Zhou Enlai. Era consciente de que mi padre ya no era el mismo, y temía que pudiera entregar la carta a alguien -incluso a los Ting- si el Partido así se lo ordenaba. Ni siquiera podía invocar a Yan y Yong como testigos, pues mi padre habría juzgado incorrecto mezclarse con una facción de la Guardia Roja.
Continuó retornando obsesivamente al mismo tema. Todos los días interrogaba a mi madre, de cuyo relato extraía aparentes inconsistencias. Sus sospechas y confusión fueron en aumento. La cólera que sentía hacia mi madre comenzó a rozar la violencia. Mis hermanos y yo queríamos ayudarla, e intentamos contribuir a prestar convencimiento a su historia a pesar de que nosotros mismos no la conocíamos sino vagamente Ni que decir tiene que cuando mi padre comenzó a interrogarnos se le antojó aún más embrollada.
Lo que había sucedido en realidad era que, mientras estuvo en prisión, sus interrogadores no habían cesado de decirle que su mujer y su familia le abandonarían si no escribía su «confesión». La insistencia por obtener confesiones firmadas constituía una práctica habitual. Para destrozar la moral de las víctimas resultaba esencial obligarlas a admitir sus «culpas». Mi padre, sin embargo, dijo que no tenía nada que confesar y que nada escribiría.
En vista de ello, sus interrogadores le dijeron que mi madre le había denunciado. Cuando pidió que su mujer fuera autorizada para visitarle se le dijo que ya había recibido la autorización correspondiente pero que se había negado con objeto de demostrar que había «trazado una línea» entre ella y él. Cuando los interrogadores advirtieron que mi padre comenzaba a oír cosas -síntoma evidente de esquizofrenia- le señalaron la existencia de un débil murmullo de conversaciones procedente de la habitación contigua, asegurándole que mi madre estaba allí pero que se negaría a verle en tanto no hubiera escrito su confesión. Los interrogadores representaban su, papel de un modo tan verídico que mi padre llegó a pensar que realmente oía la voz de su mujer… Su mente comenzó a venirse abajo pero, aun así, continuó negándose a confesar.