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También se vengó de los actores y actrices que habían despertado sus celos en la época de Shanghai. Una actriz llamada Wang Ying había interpretado un papel anhelado por la señora Mao. Treinta años más tarde, en 1966, la señora Mao la encarceló junto con su marido a perpetuidad. Wang Ying se suicidó en la cárcel en 1974.

Algunas décadas atrás, otra actriz bien conocida, Sun Wei-shi, había aparecido en cierta ocasión en compañía de la señora Mao en una obra representada en Yan'an a la que el propio Mao había acudido como espectador. Aparentemente, la actuación de Sun había sido mejor recibida que la de la señora Mao, y había hecho a la joven sumamente popular entre los principales líderes, Mao incluido. Dado que era hija adoptiva de Zhou Enlai, nunca sintió necesidad de dar jabón a la señora Mao. En 1968, sin embargo, ésta la hizo detener junto con su hermano y torturó a ambos hasta la muerte. Ni siquiera el poder de Zhou Enlai bastó para protegerla.

Las venganzas de la señora Mao fueron transmitiéndose gradualmente entre la población por vía verbal; asimismo, su carácter quedaba claramente de manifiesto en sus arengas, posteriormente reproducidas en carteles murales. Aunque había de llegar a convertirse en un personaje casi umversalmente odiado, a comienzos de 1967 sus vilezas eran aún prácticamente desconocidas.

La señora Mao y los Ting pertenecían a la misma ralea, conocida en la China de Mao con el nombre de zheng-ren, «gente que persigue funcionarios». El modo incansable y obsesivo con que perseguían a las personas y sus sangrientos métodos alcanzaban niveles realmente espeluznantes. En marzo de 1967, un documento firmado por Mao anunció que los Ting habían sido rehabilitados y autorizados para formar el Comité Revolucionario de Sichuan.

Se organizó una autoridad transitoria llamada Comité Revolucionario Preparatorio de Sichuan. Dicho comité estaba formado por dos generales -el principal comisario político y el jefe de la Región Militar de Sichuan (una de las ocho regiones militares chinas)- y por los Ting. Mao había decretado que todos los Comités Revolucionarios debían estar integrados por tres componentes: el Ejército local, los representantes de los Rebeldes y los funcionarios revolucionarios. Estos últimos debían ser escogidos entre antiguos funcionarios, y su elección correspondió a los Ting, pues eran ellos los que realmente dirigían el comité.

A finales de marzo de 1967, los Ting acudieron a ver a mi padre. Querían incluirle en el comité. Mi padre gozaba de un elevado prestigio entre sus colegas como hombre honesto y justo. Incluso los Ting apreciaban sus cualidades, especialmente debido a que sabían que durante la época en que cayeron en desgracia éste no había -como otros- añadido una denuncia personal a sus cargos. Por otra parte, necesitaban a alguien de su capacidad.

Mi padre les recibió con la debida cortesía, pero mi abuela les dio una calurosa bienvenida. Poco había llegado a sus oídos de las venganzas de los Ting, pero sabía que había sido la señora Ting quien había autorizado la entrega de los preciosos medicamentos norteamericanos que habían sanado la tuberculosis que padeciera mi madre cuando estaba embarazada de mí.

Cuando los Ting entraron en las estancias de mi padre, mi abuela corrió a buscar masa y, en breve, la cocina se llenó con la sonora y rítmica melodía de la carne al ser troceada. Picó carne de cerdo, cortó un manojo de tiernas cebolletas jóvenes, mezcló varias especias y vertió aceite de colza caliente sobre polvo de chile para preparar la salsa del almuerzo tradicional de bienvenida a base de pasta hervida.

En el despacho de mi padre, los Ting le contaron a éste cómo habían sido rehabilitados y le revelaron su nueva situación. Le dijeron que habían estado en su departamento y que se habían enterado a través de los Rebeldes de los problemas que había tenido. No obstante, afirmaron, siempre le habían apreciado en los viejos tiempos de Yibin, aún sentían gran estima por él y querían que volviera a trabajar con ellos. Le prometieron que todas las declaraciones incriminatorias que había realizado podían ser olvidadas si cooperaba. No sólo eso, sino que podría volver a ascender en la estructura de poder ocupándose, por ejemplo, de todos los asuntos culturales de Sichuan. Dieron a entender con claridad que se trataba de una oferta que no podía permitirse el lujo de rechazar. Mi padre se había enterado del nombramiento de los Ting a través de mi madre, quien a su vez lo había leído en diversos carteles murales. Al saberlo, le había dicho a ella: «No debemos fiarnos de rumores. ¡Eso que dices es imposible!» Le parecía increíble que Mao hubiera situado a aquella pareja en puestos vitales. Intentando contener su repugnancia, dijo:

– Lo siento. No puedo aceptar su oferta.

La señora Ting espetó:

– Le estamos haciendo un gran favor que muchos otros habrían implorado de rodillas. ¿Es usted consciente de la situación en la que se encuentra y de quiénes somos nosotros ahora?

La cólera de mi padre aumentó. Dijo:

– Me hago responsable personalmente de cualquier cosa que haya podido decir o hacer. No quiero verme mezclado con ustedes.

Durante la acalorada discusión que siguió, aseguró que había considerado justo el castigo a que ambos habían sido sometidos y dijo que nunca deberían habérseles confiado tan importantes puestos. Estupefactos, los Ting le dijeron que tuviera cuidado con lo que decía: era el propio presidente Mao quien los había rehabilitado y calificado de «buenos funcionarios».

Mi padre prosiguió, estimulado por la indignación que sentía:

– El presidente Mao no puede haber conocido todos los hechos acerca de ustedes. ¿Qué clase de «buenos funcionarios» son ustedes? Han cometido errores imperdonables. -Se contuvo para no decir «crímenes».

– ¡Cómo se atreve a poner en tela de juicio las palabras de Mao! -exclamó la señora Ting-. El vicepresidente Lin Biao ha dicho: «¡Cada palabra del presidente Mao es como diez mil palabras y representa la verdad universal y absoluta!»

– Que una palabra signifique una palabra -repuso mi padre- constituye de por sí la proeza suprema de un hombre. No es humanamente posible que una palabra equivalga a diez mil. La afirmación del vicepresidente Lin Biao fue retórica, y no debe ser entendida de un modo literal.

Según ellos mismos lo relataron posteriormente, los Ting no podían dar crédito a lo que oían. Advirtieron a mi padre que aquel modo de pensar, hablar y comportarse era contrario a la Revolución Cultural encabezada por el presidente Mao. A ello repuso mi padre que le encantaría tener la ocasión de discutir con el presidente Mao de todo aquel asunto. Decir aquello resultaba tan suicida que los Ting se quedaron sin habla. Tras un intervalo en silencio, ambos se levantaron para partir.

Mi abuela oyó sus pisadas indignadas y salió corriendo de la cocina con las manos blancas por la harina de trigo en la que había estado rebozando la masa. Al hacerlo, chocó con la señora Ting y rogó a la pareja que se quedara a almorzar. La señora Ting hizo como si no existiera, salió furiosa del apartamento, y comenzó a descender las escaleras. Al llegar al rellano, se detuvo, giró en redondo y gritó colérica a mi padre, que había salido tras ellos:

– ¿Acaso está loco? Se lo pregunto por última vez: ¿aún rehusa aceptar mi ayuda? Imagino que será consciente de que puedo hacer con usted lo que quiera.

– No quiero tener nada que ver con ustedes -dijo mi padre-. Ustedes y yo pertenecemos a especies distintas.

Dicho aquello regresó a su despacho, dejando en las escaleras a mi atónita y atemorizada abuela. Salió casi de inmediato portando un tintero de piedra con el que entró en el cuarto de baño. Tras verter unas cuantas gotas de agua sobre la piedra, regresó a su despacho con aire pensativo. A continuación, se sentó ante su mesa y comenzó a deshacer una barra de tinta a base de hacerla girar una y otra vez sobre la piedra hasta obtener un líquido negro y espeso. Luego extendió una hoja en blanco frente a él. En pocos minutos había concluido su segunda carta a Mao. Comenzaba diciendo: «Presidente Mao, apelo a usted, de comunista a comunista, para que detenga la Revolución Cultural.» La carta continuaba con una descripción de los desastres en los que ésta había sumido a China, y concluía: «Temo lo peor para nuestro Partido y nuestro país si a gente como Liu Jie-ting y Zhang Xi-ting se les concede un poder que afecta a las vidas de decenas de millones de personas.»

Dirigió el sobre al «Presidente Mao, Pekín», y lo llevó personalmente a la oficina de correos que había al comienzo de la calle. Envió la carta por correo aéreo y certificado. El empleado que atendía el mostrador tomó el sobre y paseó la mirada por él con expresión absolutamente inmutable. Por fin, mi padre regresó caminando a casa… a esperar.


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