El rumor ha ido creciendo en la plaza mientras caía la tarde de domingo. Se ha ido haciendo más fuerte sin que yo prestara atención a lo que llegaba a mis oídos, un ruido de fondo como el de las campanas que llaman a misa con un timbre distinto en cada una de las iglesias de la ciudad y como el de los vencejos que iniciaban sus vuelos de cacería sobre los tejados y las copas de los álamos. He escuchado voces, golpes de llamadores, el motor de un coche que se detenía casi debajo de mi balcón y lo más que he pensado lejanamente, sin apartar los ojos del libro, ha sido que Baltasar se habrá puesto peor, y que ese coche es el del médico o una ambulancia que se lo lleva al hospital del que es muy probable que no regrese.
Lo que más me importa sucede en las páginas de un libro o en un punto del espacio situado a casi cuatrocientos mil kilómetros de aquí, en la órbita de la Luna. Palabras, instrucciones, pulsaciones eléctricas, cruzan esa distancia en menos de un minuto. En los receptores del centro de control de Houston se oyen los latidos de los corazones de los astronautas. Ingenieros con la mirada fija en la pantalla de las computadoras y con pequeños auriculares incrustados en los oídos estudian la respiración de los tres hombres mientras duermen y consultan los relojes que miden el tiempo sin días ni noches del viaje para despertarlos a la hora justa. Voces atravesando la negrura del espacio vacío, latidos humanos, susurros de respiraciones.}Experimentos telepáticos serán realizados por los astronautas del Apolo Xi, aprovechando un medio como el espacial que podría ser más propicio para las comunicaciones mentales que el atmosférico de la Tierra}.
Los tres hombres dormidos en la penumbra del módulo de mando que gira alrededor de la Luna, respirando como en un dormitorio demasiado estrecho mientras los indicadores parpadean y los relojes digitales saltan de segundo a segundo en dirección al momento en que serán despertados, al comienzo de este día terrenal en el que dos de ellos se posarán sobre la superficie blanca y gris que se desliza mientras ellos duermen por las ventanillas de la nave.
El sonido es una vibración en ondas concéntricas del aire, como las ondas que se propagan sobre el agua lisa cuando una piedra cae en ella. Cada material vibra con una longitud de onda distinta, y el oído humano distingue así el origen y la calidad de los sonidos, el metal de un llamador en una puerta, el roce o el golpe de unos pasos sobre los peldaños de una escalera, el timbre preciso de una voz.
Pero otras ondas sonoras cruzan el aire sin que yo pueda percibirlas, aunque las captan las membranas infinitamente más sensibles del oído de un perro o de un gato o el de un murciélago. Los murciélagos empezarán a volar cuando haya oscurecido un poco más y no quede suficiente luz para que vuelen y cacen los vencejos. Gritos agudísimos, alaridos incesantes atravesarán el silencio igual que habrá toda clase de seres moviéndose por la oscuridad en la que yo no veo nada.
Las ondas de radio que lanza al aire una emisora ascienden hasta chocar con la ionosfera y rebotando en ella vuelven a la Tierra y por eso pueden ser atrapadas por los receptores. Pero algunas escapan al espacio exterior y podrán continuar viajando por él durante cientos o miles o millones de años y quizás acaben siendo captadas por aparatos de escucha creados por los habitantes de planetas lejanos.
Ondas sonoras viajan por el espacio entre la Tierra y la Luna, entre la Luna y la Tierra, uniendo el centro de control espacial de Houston y la nave Apolo, transmitiendo imágenes borrosas, voces humanas distorsionadas por la lejanía, latidos de corazones.
El rumor crece en la plaza, bajo mis balcones, se multiplica en voces de alarma y golpes de llamadores, queda sumido unos instantes bajo el escándalo de una sirena de ambulancia. ¿Y si también estos sonidos que yo oigo ahora viajaran tan ilimitadamente como la luz o las ondas de radio y en algún lugar muy lejano y en un punto remoto del futuro un receptor muy sensible pudiera captar y reconstituir las voces, los pasos, los ruidos cotidianos que llegan hasta mí desde el fondo de esta casa, los que se repiten cada día en la plaza? Una máquina dotada de la capacidad de registrar los ecos más débiles, los residuos de las ondas más lejanas, las grabará en cintas magnéticas en las que quedarán registrados todas las voces de los muertos, todos los sonidos que nadie ha oído desde hace muchísimo tiempo, y que parecían borrados del mundo. Así captan los telescopios la luz que brilló hace millones de años en estrellas extinguidas. La claridad que dora en este momento de la tarde las ventanas más altas y las gárgolas de la Casa de las Torres y los tejados de la plaza de San Lorenzo ha tardado ocho minutos en llegar aquí desde el Sol. Las voces que escucho parecen llegar desde mucho más lejos, hasta que de pronto los chirridos de neumáticos, los golpes de las puertas metálicas al abrirse y cerrarse, las órdenes gritadas, se imponen en el presente y reclaman mi atención. La máquina de los sonidos será una Máquina del Tiempo que permitirá viajar a las distancias más remotas del pasado. En un laboratorio de paredes blancas y asépticas del año 2000 ingenieros con uniformes muy ajustados al cuerpo auscultan los sensores conectados a antenas parabólicas capaces de captar las ondas sonoras más débiles, que luego reconstruyen los computadores para convertirlas de nuevo en voces humanas. Así han captado los astrónomos el fragor de fondo de la explosión que dio lugar al universo hace quince mil millones de años: así es como captan ahora mismo las antenas de las estaciones de seguimiento situadas en lugares altos y desérticos del mundo las señales que envían los astronautas desde la Luna:
el momento en que el módulo lunar pilotado por Armstrong y Aldrin se ha separado del módulo de mando, disponiéndose a iniciar el descenso: los latidos del corazón y el rumor del aliento del astronauta Collins, quien durante las próximas veinticuatro horas va a permanecer solo.
Me asomo al balcón y nuestra esquina de la plaza está llena de gente.
Las voces llegan desde la calle y también a través del hueco de la escalera de mi casa, porque la puerta está abierta. El tumulto no es frente a la casa de Baltasar, sino al lado de la nuestra, en la casa que llaman del rincón, donde vive el ciego que no habla con nadie. En nuestra plaza pequeña y recogida las voces son siempre voces familiares que resonaran en el interior de una casa. Hay policías con uniformes grises que cierran el paso a la gente y médicos o enfermeros de batas blancas que abren la parte trasera de la ambulancia y sacan de ella una camilla. Hay mujeres en todas las ventanas, y hasta la mujer y la sobrina de Baltasar se han asomado a la puerta de la calle. Mi hermana y sus amigas han dejado de saltar a la comba y se acercan a la casa del rincón hasta que los policías les impiden el paso. Oigo a mi madre llamar a mi hermana, y luego a mi abuelo que explica sonoramente algo que no acierto a entender. Luego los pasos menudos y veloces de mi hermana suenan en la escalera, y su voz aguda y excitada me llama desde abajo:
– ¡Que se ha muerto el ciego! ¡Que dicen que se ha ahorcado! A medianoche los corros en la calle del Pozo son más nutridos que nunca, y hay más puertas abiertas y más ventanas iluminadas, y nadie tiene encendida la televisión, a pesar de que se sabe que el módulo lunar ya se ha posado sobre la Luna y dentro de una o dos horas Armstrong y Aldrin ya estarán caminando sobre ella. Por respeto al muerto de la casa de al lado, a quien nadie quería y con quien casi nadie hablaba, mis padres no me dejan poner la televisión. En la radio de la cocina busco una emisora donde den las últimas noticias, y aun desde el fondo de la casa, por las ventanas abiertas, escucho el rumor de las conversaciones en la calle, en los corros de la noche de verano. Gente que no es del vecindario se acerca a preguntar y se queda escuchando las historias que circulan de un corro a otro, las novedades y las repeticiones con que se alimenta la curiosidad, la excitación morbosa que produce una muerte violenta. La única casa a oscuras es la del rincón, donde la policía ha dejado un precinto que cruza la puerta en diagonal y prohíbe el paso. "Como si alguien tuviera la tentación de entrar", dice mi abuela. Hay quien dice que el muerto aún no ha sido descolgado, porque el juez de guardia está ausente y sin su autorización no se puede levantar el cadáver. "Proceder al levantamiento del cadáver", dice mi abuelo, con su amor por las pompas verbales, quizás acordándose del lenguaje forense que aprendió cuando era un policía de uniforme al servicio de la República. ¿Si está ahorcado, colgado de una viga, cómo van a levantarlo? El cuerpo rígido, imagino, el cuello torcido, la cara terrible de la que quizás se hayan caído las gafas oscuras que no llegaban a tapar del todo las cicatrices. Pero no es verdad, dicen, vino el juez y descolgaron el cadáver y se vio cómo lo sacaban en una camilla, cubierto por una sábana blanca. ¿Y si lo que había debajo de la sábana no era el cuerpo del muerto, sino un bulto cualquiera pensado para que la gente creyera que se lo llevaban? ¿Y por qué iban a querer engañarnos a todos? Ese hombre era muy raro, siempre solo, en la casa cerrada, salvo cuando iba de vez en cuando a verlo un sobrino o un antiguo asistente que le hacía limpieza y ponía un poco de orden en el desastre de las habitaciones. ¿Quién puede saber cómo estaba la casa por dentro, si ningún vecino entró nunca a ella? Cada cual recuerda la última vez que vio al ciego: el viernes, dicen, el 18 de julio salió por la mañana con su uniforme de falangista para asistir a la misa de campaña y a la concentración patriótica en la plaza de Santa María. Alguien lo vio bajando por la calle estrecha al costado de la Casa de las Torres, siempre muy cerca de la pared, rozándola con una mano, con la otra extendiendo el bastón, los ojos siempre ocultos tras las gafas oscuras, que eran muy anchas pero no llegaban a cubrir del todo las cicatrices rojizas de la cara. ¿Serían las ocho, las nueve de la mañana? Alguien recuerda que le dijo buenos días, y que el ciego no contestó, y que parece que iba tropezando más de la cuenta, que quizás había estado bebiendo esa noche. ¿No lo veían a veces en las tabernas más pobres de los arrabales, sentado en un rincón, los brazos cruzados, la cara al frente, los ojos borrados por la doble oscuridad de la ceguera y de los cristales de las gafas, delante de una botella y de una copa de coñac? No necesitaba que nadie le sirviera, vertía él mismo el alcohol en la copa y sabía por el sonido cuándo detenerse antes de que la copa rebosara. Pero si no bebía, atestigua alguien, en otro corro, lo que le pasaba era que no podía dormir nunca, por el dolor que le había quedado de las heridas de la guerra, un trozo de metralla cerca de la columna vertebral. Por el dolor no, por el miedo, porque tenía muchos crímenes sobre su conciencia y estaba seguro de que más pronto o más tarde alguien iba a venir a tomarse la venganza. Por eso él se pasaba el día encerrado en casa con sus perros y sólo salía a la calle después de medianoche, y llevaba siempre una pistola amartillada que al acostarse dejaba sobre la mesa de noche. ¿Qué utilidad tendría una pistola, si no podía ver nada? Pero los ciegos tienen un sexto sentido, dicen, como los murciélagos, oyen lo que nosotros no podemos oír y sienten en el aire la cercanía de alguien y hasta saben distinguir los movimientos, y reconocen a la gente antes de escuchar las voces, por el ruido que hacen al andar, hasta por el olor. Yo lo veía venir hacia mí y antes de cruzarse conmigo ya sabía quién era y me llamaba por mi nombre. Pues ya es raro que hablara contigo, porque no saludaba a nadie, el tío orgulloso y amargado.