Hora dieciocho, minuto veintiocho.
Nada más levantarme esta mañana he puesto la radio en la cocina y la voz lejana de un corresponsal en Cabo Kennedy estaba contando que en ese mismo momento los tres astronautas dormían agotados después de su primera jornada completa de viaje. Jornada, no día. En el espacio exterior no hay ni día ni noche.}Y creó Dios el día y la noche}, dice el Génesis: es de día en el lado de la nave en el que da el sol, y de noche en el contrario, y para que la temperatura solar no abrase a los astronautas la nave va girando despacio, en una rotación tan precisa como la de la Tierra o la de la Luna, para que el día y la noche se sucedan en torno a su forma cilíndrica cada pocos minutos.
Como cada mañana me han despertado los trinos y los aleteos de las golondrinas, que tienen su nido de barro bajo el alero de mi balcón. Las oigo piar todavía en sueños, en el fresco de la mañana, cuando el sol todavía no ha llegado a la plaza y corre una brisa suave entre las ramas altas de los álamos, donde ha estallado desde que apuntó la claridad del día un gran clamor de gorriones. El aroma espeso de la resina y de las flores de los álamos entra en mi dormitorio por los postigos abiertos del balcón al mismo tiempo que el sonido de los pájaros.
Esas golondrinas que llegan de África y que ocupan el mismo nido que dejaron vacío al final del verano pasado, ¿cómo encuentran sobre los campos y sobre los tejados el camino hacia esta plaza, hasta este mismo balcón? ¿Cómo encuentran los ingenieros aeronáuticos y las computadoras la trayectoria precisa para llegar desde la Tierra a la Luna? Me deslizo de nuevo hacia el sueño, con el alivio inmenso de todo el tiempo que falta para que empiece el curso, para que lleguen las sombrías mañanas invernales en las que tendré que levantarme todavía de noche para ir al colegio, o peor aún, para ir a recoger aceituna durante las vacaciones de Navidad, mientras la mayor parte de mis compañeros se levantan tarde y pasan los días viendo la televisión y esperando los regalos de Reyes.
Aún falta mucho tiempo: un tiempo largo, demorado, casi inmóvil, como el de mi perezoso despertar, no el tiempo sincopado y matemático que marcan los computadores en la base de Houston y en los paneles de mando de la nave Apolo. Mientras los astronautas duermen en sus sillones anatómicos, atados a ellos para que la falta de gravedad no les haga flotar en el aire, sensores adheridos a la piel de cada uno de ellos transmiten por radio a través del espacio vacío el número de sus pulsaciones por minuto y su presión sanguínea. Casi floto en una gustosa ingravidez sobre mi cama, todavía aletargado, escuchando los aleteos de las golondrinas contra los postigos del balcón, el piar de las crías que alzan los picos chatos y blandos para recibir el regalo sabroso de una mosca o de un gusano recién cazados. Las golondrinas cruzan con un silbido el aire de la plaza de San Lorenzo y bajo las copas de los álamos las mujeres barren el empedrado y lo rocían luego con el agua sucia de los cubos de fregar. En el duermevela de la agonía y de la morfina Baltasar también escuchará los silbidos de los pájaros, y la luz matinal se filtrará débilmente por las cortinas echadas de su dormitorio sofocante, a través de la ranura de los párpados sin pestañas que ya no tiene fuerzas ni para mantener abiertos. En el interior de su cuerpo, en los túneles de sus bronquios, en las cavidades de sus pulmones, enlodados del alquitrán de millares y millares de cigarrillos y del tizne del papel basto con que los liaba, el cáncer se extiende como esas criaturas invasoras y blandas de las películas de ciencia ficción, se multiplican sin control las células que van a estrangularlo. ¿Dios ha determinado que se reproduzcan por error esas células, ha tramado ese lento suplicio para castigar la soberbia o la maldad de Baltasar? En las mañanas de primavera, mi madre sube a despertarme antes de las ocho y abre de par en par el balcón por el que entran en una ancha oleada la luz del sol y el fresco matinal. Abre el balcón y hace ademán de retirarme la ropa de la cama para que no vuelva a dormirme, y trae con ella una energía jubilosa que es la del día intacto y recién comenzado.
}Las mañanicas de abril son gustosas de dormir, y las de mayo cuento y no acabo}.
Cada año vuelve ese refrán, tan infaliblemente como el sol rubio y oblicuo listando el dormitorio a través de las láminas de la persiana y como los silbidos y los aleteos de las golondrinas en el nido de barro bajo el alero del balcón. Es la dulzura del fin de curso próximo, del verano largo y anunciado. Sólo que ahora, estas mañanas de julio, me da pudor que mi madre entre en el dormitorio y vea los signos de mi transformación, las piernas demasiado largas y llenas de pelos, quizás el bulto de una erección matinal en los calzoncillos, o la mancha amarilla de una eyaculación nocturna. Hace unos días me despertó la humedad fría de una eyaculación y todavía en sueños me parecía que el olor del semen llenaba toda la habitación y salía a la plaza por el balcón abierto, y lo que estaba oliendo era la savia y las flores de los álamos.
Ahora preferiría que la puerta de mi dormitorio tuviera un pestillo.
Pero mi madre ya no entra a despertarme tan desahogadamente como hasta hace muy poco tiempo. Esta mañana oigo sus pasos en las escaleras, sus pasos lentos, de corpulencia fatigada, subiendo hasta este último piso de la casa donde ahora sólo duermo yo. En los pasos de mi madre está el peso excesivo de su cuerpo y la extenuación permanente de las tareas de la casa, fregar los suelos de rodillas con un trapo mojado, encender el fuego, lavar la ropa en el cobertizo del corral con agua fría en una pila de piedra.
– Levántate, que tu padre dijo que fueras a la huerta. -Hoy no puedo, tengo que ir al colegio.
– ¿Al colegio, en vacaciones? -Tengo que devolverle unos libros a un cura.
– ¿Eso se lo dijiste anoche a tu padre? -Se lo iba a decir y se había quedado dormido.
Mi padre madruga mucho para abrir su puesto de hortalizas y frutas en el mercado y casi todas las noches se queda dormido en la mesa, después de cenar, roncando suavemente mientras los demás conversan o ven la televisión. Se desliza con mucha facilidad del laconismo al sueño, los brazos cruzados sobre la mesa y la cabeza recostada sobre ellos, y cuando se despierta con un sobresalto, en la mitad de un ronquido, mira a su alrededor, la cara aletargada y el pelo gris en desorden sobre la frente. Mi padre, íntimamente forastero en esta casa que es la de la familia de su mujer, tiende a estar en la mesa callado o dormido. Se levanta, medio sonámbulo, dice buenas noches, sale al corral para usar el retrete, para mirar en el cielo y oler en el aire los signos del tiempo que hará mañana. Antes de retirarse va a la cuadra a echar el último pienso a los animales, paja mezclada con granos de cebada y de trigo, y luego se le oye subir despacio por las escaleras, vencido por el sueño y por el agotamiento del trabajo.
Mi madre y él mantienen largos duelos de silencio, cada uno alimentando un agravio que no estalla nunca, que se ulcera por dentro y acaba disolviéndose o se les queda enquistado a lo largo del tiempo. Mi padre casi nunca alza la voz, y nunca me ha levantado la mano, a diferencia de los padres de casi todos mis conocidos.
Cuando algo no le gusta, calla, y su silencio puede ser más opresivo que un grito o un puñetazo sobre la mesa.
Hablé tanto con él y lo escuché tanto cuando era más pequeño y ahora parece que cada uno de los dos se ha replegado a su oquedad de silencio, él alimentando su queja sobre mi haraganería y mi desapego hacia el trabajo en el campo, yo mi disgusto hacia las órdenes que he de obedecer, hacia las tareas que hasta hace no mucho me fueron placenteras, porque se confundían con los juegos y me permitían estar junto a él, a quien ahora, de pronto, no tengo nada que decirle, porque también está del otro lado de la barrera invisible que se ha levantado entre el mundo exterior y yo, hecha de lejanía, de extrañeza y vergüenza.
– Ya sabes que ese cura no le gusta a tu padre.
– Me prestó unos libros y se los tengo que devolver.
A mi padre no le gusta ese cura porque sospecha que quiere convencerme para que ingrese en el Seminario. Es un cura joven, que nos da clase de Geografía Universal, y que nunca aplica castigos físicos. Se llama el padre Juan Pedro, pero le dicen el padre Peter, o el Pater. No lleva marcada la coronilla, aunque conserva todo el pelo. Va con frecuencia al mercado, y se acerca al puesto de mi padre a conversar con él y con sus compañeros hortelanos, y les hace preguntas sobre el cultivo de las hortalizas o el cuidado de los olivares, y se interesa por los jornales que se pagan en el campo o los precios que reciben los agricultores al vender la cosecha de aceituna. Mi padre le informa premiosamente de todo, escéptico en el fondo sobre la posibilidad de que alguien tan ajeno a nuestro mundo entienda algo de él, pero no se fía.
?Por qué iba un cura a interesarse por la época del año en la que maduran las berenjenas o por las horas -todas las de claridad solar- que dura la jornada de un aceitunero? ¿Y por qué iba a prestar tanta atención a un alumno de familia trabajadora y becario? -Qué cosas tienes -dice mi madre, siempre dispuesta a sentirse agraviada por él-. Le ha tomado cariño al chiquillo porque ve que estudia mucho, y quiere ayudarle.
– Ése lo que quiere es meterlo a cura.
– Pues tampoco sería una deshonra…
Mi padre no se fía del padre Peter ni de ningún cura ni de nadie que vista uniforme o hábito o pertenezca a alguna organización, todas las cuales le parecen detestables, peligrosas, dañinas. No le gustan las cofradías de Semana Santa, ni las peñas de aficionados al fútbol, y cada año se busca un pretexto para no hacerse miembro de la asociación de vendedores del mercado. Los entusiasmos colectivos, las diversiones de grupo, le parecen síntomas de debilidad mental.
El buey solo, dice, bien se lame. A mí me habría gustado hacerme miembro de Acción Católica o de la Organización Juvenil Española, que tienen en sus sedes salas de juegos con mesas de ping-pong, futbolines y tableros de damas y ajedrez, y que organizan campamentos de verano en la playa o en los pinares de la sierra de Mágina.
Pero los de Acción Católica le parecían unos beatos, y los de la OJE, unos fascistas, de modo que me he quedado sin ir a la playa, sin aprender a nadar y sin jugar al futbolín ni al ping-pong.
– Tú no te apuntas a nada -repite, de manera terminante-. Mira la gente en la guerra, todos apuntándose a los partidos y a los sindicatos, y en qué terminaron casi todos. Tanto cantar himnos, y desfilar marcando el paso, y ponerse uniformes y pañuelos al cuello.