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Justo ahora mismo, a las seis y veintidós de la tarde, cuando mi tía Lola acaba de golpear el llamador en la puerta de nuestra casa, ha estallado una llamarada roja sobre la cara oculta de la Luna. La manera de llamar de mi tía Lola no se parece a ninguna otra: es rápida, decidida, ligera, casi burlona, golpes rápidos de la aldaba que tienen algo de mensaje telegráfico. Cuando yo era pequeño su cercanía me daba siempre una secreta felicidad que era intensamente erótica. El propulsor principal de la nave Columbia se ha encendido para situarla en una órbita elíptica. Los astronautas se asoman a una oscuridad que jamás han intentado traspasar unos ojos humanos, y durante los próximos cuarenta y ocho minutos permanecerán aislados de toda comunicación con la Tierra, navegando por esa región de sombra a la que no llegan las señales de radio. Dormía con mi tía Lola en las noches heladas de invierno y me apretaba contra ella para cobijarme de la oscuridad y del frío, y a mi tía le daba una risa que se me contagiaba y los dos escondíamos las cabezas bajo las mantas pesadas y la piel de borrego para que nadie nos escuchara. Dentro de menos de veinticuatro horas el módulo lunar Eagle se separará del módulo de mando Columbia, desplegará sus patas articuladas y encenderá sus motores para emprender un descenso de cien kilómetros hacia un punto situado en el Mar de la Tranquilidad. Sólo dos de los tres astronautas culminarán esa parte del viaje. El tercero, Michael Collins, permanecerá solo en el módulo de mando, desde la tarde del domingo hasta la del lunes, dando vueltas alrededor de la Luna, casi treinta horas en ese tiempo insomne sin noches ni días que mide el reloj en el panel de mandos. Solo y atento, en guardia, mirando la negrura exterior sobre el horizonte gris del satélite, en el que verá aparecer la esfera distante y azulada de la Tierra, dividida por un cerco de sombra.

Recorto informaciones, titulares y fotografías del periódico y las voy pegando en las hojas anchas y recias de un cuaderno de dibujo.}Los vuelos espaciales son el mayor exponente de la nueva era en la que ha entrado la Humanidad y han sido posibles gracias a los computadores electrónicos}.

Atesoro recortes, datos y palabras, refugiado en mi habitación, en lo más alto de la casa, como si viviera en un faro o en un observatorio astronómico, yo solo, igual que el astronauta Collins mientras sus dos compañeros caminan sobre la Luna. Palabras traídas del griego y del latín que nombran hechos de la ciencia y tienen resonancias de mitología. Aposelenio, periselenio. El punto más alejado de la órbita elíptica se llama aposelenio, y sitúa a la nave Columbia a 314 kilómetros de la superficie de la Luna:

periselenio es el punto más cercano, a 112 kilómetros.}?No llegará un día en el que esas máquinas superrevolucionadas se rebelen contra los amos que las construyeron y que ya no podrán seguir controlándolas?} A las 22:44, esta noche, el propulsor se encenderá automáticamente de nuevo para que la nave adopte una órbita circular, a cien kilómetros de altura. "Las matemáticas explican el Universo", dice el Padre Director, "hacen visibles para la limitada razón humana las leyes eternas y sutiles que trazó Dios en la Creación". El espacio negro por el que viaja el Apolo Xi es un vacío tan perfecto como el de la pizarra en la que el Padre Director dibuja círculos y elipses y garabatea fórmulas con un trozo de tiza.

La sustancia blanca de la tiza está hecha con las conchas pulverizadas de unos moluscos diminutos que se extinguieron hace doscientos millones de años, tan innumerables que forman los acantilados blancos de la costa sur de Inglaterra. Nada es simple, nada es lo que parece a primera vista, y cualquier fragmento mínimo de la realidad contiene tales posibilidades de conocimiento y de misterio que da vértigo asomarse a ellas. Millones de ángeles cabrían en la punta de un alfiler, y todos los ceros que pueden dibujarse en la pizarra de la clase detrás de un solo uno no bastan para expresar la duración de la cienmillonésima parte de la Eternidad. Hacia cualquier lado que mires te asalta un mareo de cifras imposibles. ¿Qué mortandades, qué extinciones masivas de espermatozoides provoco yo mismo cada vez que me hago una paja, despilfarrando así los dones del plan divino establecido en el Génesis,}Creced y multiplicaos?} Millones de moluscos tuvieron que morir para que existiera el cabo de tiza con el que el Padre Director escribe una ecuación aterradora en la pizarra: el polvo de sus conchas fósiles se queda flotando en el aire cuando el Padre Director se limpia las manos o da una palmada para llamar nuestra atención o formular una nueva amenaza, la fecha de un examen cercano. ¿Y si hay miles, millones de otros mundos habitados por seres inteligentes, a una distancia tan inmensa que jamás podremos tener noticias de ninguno de ellos, por mucho que hablen los periódicos de avistamientos de naves extraterrestres? Aparte del Sol, la estrella más cercana a la Tierra es Alfa Centauro, y está a más de cuatro años luz, billones de veces más lejos que la Luna.}Posiblemente, el problema que más está en la calle se refiere a la posibilidad de que estos hombres de otros planetas tuvieran también pecado original}, escribe en}Singladura} el periodista L. Quesada, al que la gente llama Lorencito, y que cada día llena páginas y páginas de información sobre el viaje a la Luna, aparte de intervenir en un programa semanal sobre Ufología y misterios del espacio que yo procuro escuchar cada viernes por la noche en Radio Mágina. Anoche terminó la emisión recitando un poema sobre el Apolo Xi que al parecer le había llegado de manera anónima, aunque él insinuó con tono de misterio que por el estilo y por el matasellos se podría asegurar que su autor era alguno de los poetas que escriben en nuestra ciudad, tan abundante en ellos, y no de los peores:

}El hombre por el Cosmos se aventura, supera con su espíritu el espanto de tanta inmensidad jamás hollada…} -Pobre Lorencito -dice mi tía Lola, que es cliente suya en El Sistema Métrico-. El viaje a la Luna va a acabar con él. Está muy pálido, dice que no duerme, y se equivoca midiendo las telas y haciendo las cuentas de las cosas. Esta mañana le entró un mareo cuando estaba atendiéndome y tuvo que sentarse, y le trajeron un vaso de agua. El pobre sudaba, pero no de calor, sino de escalofríos.

Como que después de pasarse el día entero de pie atendiendo al público se va corriendo a su casa a escribir para el periódico, y a veces se pasa la noche entera escribiendo y escuchando las últimas noticias en la radio, y antes del amanecer ya está en la Telefónica haciendo cola para dictar sus artículos. Y eso que no le pagan, pero a él le da lo mismo.

– Será que es tonto.

– O que tiene mucha vocación.

– ¿Y ése qué sabe de la Luna y de los astronautas, si se ha pasado la vida cortando telas y rezando rosarios? -Ha estudiado por correspondencia -dice mi tía Lola, con mucha convicción-. Tiene un diploma de periodista, y otro de astrólogo.

– ¿De astrólogo o de astrónomo? -A tanto no llego yo, hijo mío.

Mi tía Lola tiene los labios pintados de rojo, la risa fácil, los dientes luminosos, las encías frescas y rosadas, los ojos grandes subrayados por el rímel de las pestañas. Se casó con un hombre que ha ganado mucho dinero, pero desde que era muy joven y desde que yo tengo memoria la he recordado siempre así: como una flor lujosa en nuestra casa sombría de trabajo y austeridad, a salvo del desgaste de las tareas domésticas y de la resignación obstinada con que mi madre y mi abuela sobrellevan sus vidas. Desde muy joven se pintaba las uñas y los labios y se pasaba las horas delante del espejo, o escuchando las canciones de la radio, sin hacer mucho caso de las órdenes de mi abuela ni dejarse doblegar por sus castigos. Sus tacones repican jubilosamente por las escaleras y los portales de la casa, al mismo tiempo que se expande por ella el aroma de su colonia y el sonido de las pulseras que agita al mover las manos mientras habla. Mi tía Lola trae consigo el resplandor del dinero y el de la vida a todo color que se ve en los anuncios de las revistas satinadas que hay siempre en su casa, y que ella deja en la nuestra cuando ya las ha leído: anuncios de cosas que nosotros no tenemos y que nos parecerían puramente fantásticas si no las hubiéramos visto en casa de mi tía Lola y en la tienda de electrodomésticos de su marido: televisores de pantalla enorme y abombada, frigoríficos, lavadoras, lavavajillas de un blanco refulgente que se corresponde con la sonrisa de las mujeres casi siempre rubias que posan junto a ellos, estufas de gas, calentadores de agua, aspiradoras, planchas de vapor, máquinas de afeitar eléctricas, relojes de pulsera sumergibles a los que no hace falta darles cuerda. "Usted puede llevar ahora el reloj Omega que los astronautas utilizaran en el viaje a la Luna". En las revistas que nos trae mi tía Lola y de las que yo recorto las fotos en color de los reportajes sobre el proyecto Apolo mujeres tan jóvenes y tan bien vestidas como ella, sin el menor rastro de desgaste del trabajo físico, toman el sol vestidas con bañadores incitantes a la orilla del mar o junto al azul del cloro de las piscinas y sostienen en la mano, con una sonrisa de invitación que no deja de tentarme, frascos de cristal con perfumes de nombres en francés y recipientes de plástico con etiquetas de productos que yo no sé para qué sirven y no he visto nunca en la realidad, a no ser cuando he curioseado en el armario de su cuarto de baño: cremas bronceadoras, depilatorias, anticelulíticas, champús para cabellos teñidos, mascarillas faciales. Ni siquiera en los anuncios de la televisión los electrodomésticos, los coches y las mujeres que los anuncian resplandecen tanto, al ser en blanco y negro. En las revistas de mi tía los frigoríficos de los anuncios están abiertos y llenos de alimentos casi tan exóticos como las cremas de belleza: yogures de todos los colores, botellas grandes de Coca-Cola y de Fanta de naranja y limón, frutas mucho más redondas y perfectas que las que nosotros criamos en nuestra huerta, piñas tropicales, leche embotellada, bloques de mantequilla en envoltorios relucientes, cajas de queso en porciones que tienen dibujada en la tapa la cabeza de una vaca risueña.

Desde antes de que mi tía Lola entrara en casa y me llamara yo ya he sabido que venía, tan sólo por su manera enérgica de golpear el llamador, con un poco de guasa, antes de empujar la puerta entornada de la calle. Me llama asomándose al hueco de las escaleras y yo dejo mi cuaderno, las tijeras y el puñado de recortes y bajo enseguida a darle un beso y a respirar el júbilo de su presencia. Mi hermana también ha sabido que venía y entra corriendo de la calle, dejando el corro sonoro de sus amigas, con las que jugaba a la comba. Mi tía Lola siempre trae novedades y regalos: hoy, un puñado de revistas y de periódicos recientes para mí, una cinta del pelo para mi hermana, y también una pequeña nevera portátil llena de helado que ella misma ha hecho en un aparato eléctrico recién llegado a la tienda de su marido. En el corral, a la caída de la tarde, bajo la parra llena de racimos todavía verdes y sonora de avispas y de pájaros, mi madre y mi abuela dejan su labor de costura para deleitarse con los helados de chocolate y café y leche merengada que mi tía saca de su nevera portátil como de una chistera de prodigios y con las historias y las novedades que ha traído.

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