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Vivo escondiéndome, refugiado en los libros, y en las noticias sobre el viaje del Apolo Xi. Aguardo con impaciencia los boletines horarios de la radio y los telediarios en los que se ven imágenes borrosas de los astronautas flotando en el interior de la nave, moviéndose entre cables y paneles de control. Audaces y a la vez muy protegidos, abrigados en un interior translúcido como el que habitan dentro de sus capullos los gusanos de seda.

Separados del espacio exterior por unos pocos milímetros de aluminio y de plástico, avanzando en un silencio absoluto y en una perfecta curva matemática en medio del vacío que separa la órbita de la Tierra de la de la Luna, lentos e ingrávidos y a la vez moviéndose a treinta mil kilómetros por hora, la nave girando cada cuatro minutos en una rotación que le permite no ser incendiada por los rayos solares, no sucumbir al frío antártico en el que cae instantáneamente el lado que se queda en la sombra. Cada cuatro minutos la Tierra aparece en una de las ventanas circulares, un globo azul, cada vez más lejano, con manchas pardas y verdosas y espirales blancas, un lugar solitario, tan frágil como una esfera de cristal transparente.

Los libros que me gustan tratan de naves espaciales, de aerostatos que sobrevuelan las selvas y los desiertos de África, de buques submarinos, de viajeros que quieren descubrir el mundo y a la vez huir de la compañía de los seres humanos. Pero ahora las aventuras y las máquinas voladoras o submarinas de los libros de pronto son menos novelescas que las de la realidad, y yo aguardo las noticias de la radio o de la televisión con la misma impaciencia con que otras veces he vuelto a mi casa para reanudar la lectura de julio Verne o de H. G.

Wells. Me han alimentado la imaginación y el gusto apasionado por las novedades de la ciencia, y justo ahora, cuando la novela de la ciencia puedo seguirla cada día en las noticias, Verne y Wells pierden el resplandor de la anticipación y se vuelven tan anacrónicos de un día para otro como las ropas que visten los personajes en las ilustraciones de sus libros.

"Julio Verne, profeta de la aventura espacial", dice un artículo de L. Quesada en}Singladura}, el periódico de nuestra provincia.}Llegó a anticipar con pocos kilómetros de equivocación hasta el lugar en la península de La Florida desde donde se produciría el despegue}, escribe el reportero Quesada, que en realidad no es periodista, sino dependiente en los almacenes de tejidos El Sistema Métrico, donde mi madre y mi abuela compran siempre las telas, incluidos los retales blancos para los atroces calzoncillos de los que se burlan mis compañeros en clase de Gimnasia. Pero los astronautas de Verne viajan a la Luna en una bala hueca de cañón, y llevan consigo una pareja de perros y una jaula con gallos de corral. La nave de los viajeros de Wells es una esfera de cristal, protegida por un sistema absurdo de persianas o cortinillas que han sido untadas con una sustancia llamada cavorita, por el nombre de su descubridor, el científico Cavor. La cavorita es un compuesto en el que interviene de algún modo el helio, y vuelve inmune a la fuerza de la gravedad cualquier objeto que haya sido pintado con ella. En la Luna de Wells hay depósitos de aire congelado en el fondo de los cráteres, y cuando les da el sol se vuelven líquidos y luego acaban formando una densa capa de niebla que permite la respiración y dura en su estado gaseoso hasta que la noche lunar cae de nuevo y el aire vuelve a convertirse en hielo. Bajo la superficie de esta Luna fantástica hay un mundo sofocante de túneles en el que habitan criaturas disciplinadas y maléficas como colonias de termitas. La Luna de Verne es menos improbable, y los viajeros no llegan a poner el pie en ella: pero desde los ojos de buey de la bala hueca en la que han llegado a situarse en la órbita lunar ven de pronto, en la cara oscura del satélite, al fondo de la negrura y de la lejanía, ciudades y bosques, ruinas inmensas, lagos sulfúricos. Hace unos meses, en diciembre, los astronautas del Apolo Viii dieron catorce vueltas a la Luna, y no vieron ruinas, ni cráteres borrosos por la niebla, ni canales de regadío como los que dicen que pueden verse en la superficie de Marte. Veía en la televisión las imágenes tan cercanas, las oquedades, las llanuras grises, las sombras tan exactamente recortadas sobre un paisaje sin la difuminación del aire, y me parecía que yo iba en ese módulo, a tan pocos kilómetros de distancia, y que mis ojos, como los de los astronautas, podían distinguir lo que nunca hasta entonces vieron unos ojos humanos. Mi cara muy cerca del cristal, y yo temerario y a salvo, como si hubiera navegado por el fondo del mar en el submarino del capitán Nemo. Una noche de insomnio, en la radio, escuché a un locutor de voz grave y severa que contaba que la NASA conservaba bajo el máximo secreto imágenes misteriosas tomadas por las cámaras de televisión del Apolo Viii: un cráter de extraña forma triangular, una silueta en el horizonte que se parecía extraordinariamente a algún tipo de torre de control. Los astronautas habían visto y fotografiado una pirámide luminosa, pero el gobierno americano había destruido las fotos, y les había exigido silencio a los tres testigos de aquella visión que según el locutor contradecía todos los dogmas de la ciencia oficial.

Cada libro es la última cámara sucesiva, la más segura y honda, en el interior de mi refugio. Un libro es una madriguera para no ser visto y una isla desierta en la que encontrarse a salvo y también un vehículo de huida.

Leo novelas, pero también manuales de Astronomía, o de Zoología o de Botánica que encuentro en la biblioteca pública. El viaje de Darwin en el Beagle o el de Burton y Speke en busca de las fuentes del Nilo me han llegado a emocionar más que las aventuras de los héroes de Verne, con muchos de los cuales vivo en una fantástica fraternidad más excitante y consoladora que mi trato con los compañeros del colegio. He deseado ser el Hombre Invisible de Wells y el Viajero en el Tiempo que encuentra a la mujer de su vida en un porvenir de dentro de veinte mil años y regresa de él trayendo como prueba una rosa amarilla, y se encuentra tan exiliado en el presente que muy poco después huye de nuevo hacia el futuro en su Máquina del Tiempo tan precaria como una bicicleta. Pero esas medidas temporales de la imaginación no son nada comparadas con las de la Paleontología, con los mil millones de años que han transcurrido desde que surgieron los primeros seres vivos en los océanos de la Tierra. Quién puede conformarse con la seca y pobre textura de la realidad inmediata, de las obligaciones y sus mezquinas recompensas, con la explicación teológica, sombría y punitiva del mundo que ofrecen los curas en el colegio o con la expectativa del trabajo en la tierra al que mis mayores han sacrificado sus vidas y en el que esperan que yo también me deje sepultar.

Empiezo a leer y ya estoy sumergiéndome, y no escucho las voces que me llaman, ni los pasos que suben por las escaleras buscándome, ni las campanadas del reloj del comedor al que mi abuelo le da cuerda todas las noches, ni los relinchos de los mulos en la cuadra o los cacareos de las gallinas al fondo del corral. Vuelo silenciosamente sobre el corazón de África como los pasajeros de}Cinco semanas en globo}, desciendo con el profesor Otto Lidenbrock por las grutas y los laberintos que llevan al centro de la Tierra, siguiendo los mensajes cifrados y las huellas que dejó un explorador del siglo Xvi, el alquimista islandés Arne Saknussemm. En algún momento de la noche del próximo domingo descenderé con los astronautas Armstrong y Aldrin en el módulo lunar Águila que se posará con sus patas articuladas de arácnido sobre el polvo blanco o gris del Mar de la Tranquilidad. Dice un científico que quizás el polvo sea demasiado tenue como para sostener el peso del vehículo y de los astronautas: tal vez ese polvo que ha permanecido inalterable durante varios miles de millones de años tiene una consistencia tan débil como la del plumón de los vilanos y el vehículo Águila se hundirá en él sin dejar rastro, porque es posible, dicen, que la superficie de la roca esté a quince o veinte metros de profundidad. Me acuerdo de un cuento que he leído muchas veces, una historia futurista que trata del primer viaje a la Luna, que según el autor sucedería dentro de siete años, en 1976. Muchas veces las historias que leo en los libros de ciencia ficción suceden en un futuro que era remoto y fantástico para los autores que las escribían y que ahora ya es pasado o pertenece al inmediato porvenir. En 1976 unos astronautas llegan por primera vez a la Luna y empiezan a explorarla. Uno de ellos se aleja de los otros, en dirección a una gruta o a un cráter que parece estar muy cerca, pero lo debilitan el cansancio, la fuerza del sol en la escafandra, el mareo de la falta de gravedad, y siente que va a perder el conocimiento. Entonces observa algo, a la vez trivial e imposible, la doble huella paralela de unas ruedas sobre el polvo lunar. De modo que ha habido otros viajeros, que tal vez los soviéticos se han adelantado. El astronauta, a punto de desmayarse sobre las huellas de las ruedas, mira hacia la gruta que hay delante de él, y ve en ella una luz como no ha visto nunca, una luz delicada, amarillenta, prodigiosa, que nadie ha podido ver en la Tierra, y que sin embargo a él le trae un recuerdo poderoso, la seguridad de no estar viéndola por primera vez. Siente que se ahoga, que no le llega el aire por los tubos de la respiración, que va a morirse, y antes de perder el conocimiento sigue viendo esa luz ante él.

Despierta, muy enfermo, en la nave que viaja de regreso a la Tierra, y siente que no puede decir nada a sus compañeros de esas huellas como de unas ruedas de hierro y de la luz en la gruta. Retirado, tras una larga convalecencia, ajeno ya a los demás seres humanos, incapaz de reanudar los lazos que le unían a ellos después de la experiencia singular de haber pisado la Luna y de casi haber muerto sobre el polvo liso y gris donde había unas huellas imposibles, emprende un viaje solitario por Europa. En Londres, por azar, vuelve a entrar en un museo que había visitado en su juventud, la National Gallery. Y allí, de pronto, delante de un cuadro, sabe dónde había visto por primera vez la luz milagrosa que lo deslumbró en una gruta de la Luna, la luz que no está en ninguna otra parte, que nadie ha podido ver ni recordar, nadie más que él y que el pintor de ese cuadro, que es La}Virgen de las rocas}, de Leonardo da Vinci.

Los libros que más me gustan tratan de gente que se esconde y de gente que huye, y en ellos abundan las máquinas confortables y herméticas que permiten alejarse del mundo conocido y a la vez preservar un espacio tan íntimo como el de una habitación a salvo de perseguidores o invasores. Lo que yo sé, lo que soy, las sensaciones que descubro en los sueños, las que encuentro en los libros y en las películas, son un secreto tan incomunicable como esa luz que vio el astronauta al delirar de fiebre sobre la Luna y al ingresar en una sala de la National Gallery.

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