Me desperté y era noche cerrada, pero desde la parte baja de la casa llegaban los ruidos madrugadores del trabajo, los pasos violentos de los hombres en la escalera, los cascos de las bestias que salían de la cuadra y ya estaban siendo aparejadas. Llaman las bestias a los animales de carga, los caballos, los mulos, los burros.
En sus cabezas abatidas y en sus ojos enormes hay una desolación de esclavitud. Antes de que nadie me llamara me expulsaban del sueño los sonidos del día de trabajo que empezaba cuando aún era de noche y sólo acabaría cuando la noche hubiera caído de nuevo. Era el 21 de diciembre del año pasado, hace siete meses exactos, el primer día de las vacaciones de Navidad, la primera vez que yo iba a trabajar a cambio de un salario. En Cabo Kennedy sería medianoche: dentro de cuatro horas exactas los astronautas que iban a viajar hacia la órbita de la Luna en el Apolo Viii serían despertados y tendrían una sensación parecida a la mía: el sobresalto de abrir los ojos cuando todavía es noche cerrada y la pereza de no desear que el día comience, al menos no todavía, de disfrutar de unos pocos minutos de indulgencia, de tránsito apaciguado entre el sueño y la vigilia, entre el paraíso originario de la oscuridad protegida y la inconsciencia y la luz cruda y las obligaciones inaplazables de la vigilia.
Más allá de las mantas y del embozo que me cubría hasta más arriba de la mitad de la cara notaba el aire helado, el frío que se había ido adueñando de toda la casa a lo largo de la noche y que me alcanzaría en cuanto saliera del refugio de las sábanas, las pesadas mantas, la piel de oveja que me ponían sobre la colcha, el frío húmedo adherido a las paredes de cal y a las baldosas de barro sobre las que se apoyarían mis pies como sobre láminas de hielo.
Sabía que faltaban pocos minutos para que me llamaran y apuraba segundo a segundo la sensación de calor y de pereza, los residuos de dulzura de un sueño en el que quizás había vislumbrado la espalda desnuda de Faye Dunaway, el resplandor de su pelo a los lados de los pómulos, de un rubio tan claro, tan cegador como el de un trigal en el mediodía de verano. Faye Dunaway tendida a mi lado, con sus labios carnales y sus pómulos asiáticos, su presencia casi tangible emanando del calor de mi cuerpo y de la intensidad de mi deseo.
En esta misma cama me acostaba a veces de niño junto a mi tía Lola, y para dormirme y quitarme el frío y no tener miedo de la oscuridad me abrazaba a ella, su cuerpo cálido como el pan recién hecho que llegaba a casa por las mañanas en un cesto de mimbre tapado con un lienzo. Con la mano extendida tocaba el calor y la forma plena y mullida del pan caliente bajo la tela: muy apretado contra ella tocaba el cuerpo acogedor de mi tía Lola bajo la tela de su camisón y ya dejaba de tiritar y de tener miedo.
"Cobíjate bien, que hace mucho frío".
Me abrazaba a ella más fuerte, le rozaba los pies con los míos y los notaba helados, mi tía levantaba el embozo hasta que nos cubría las cabezas y en el interior de ese espacio oscuro y caliente su cuerpo desprendía una temperatura y un aroma más sabrosos que los del pan recién traído del horno.
Nos hundíamos en el colchón de lana, pesaban sobre nosotros las mantas acumuladas y más allá, por encima, a nuestro alrededor, a los pies de la cama, debajo de ella, se mantenía intacto el asedio del frío, que ahora no podía nada contra nosotros, mientras nos mantuviéramos escondidos e inmóviles.
El frío del invierno es una invasión misteriosa que se cuela bajo las puertas y entre los postigos mal ajustados y avanza gradualmente por las habitaciones y los pasillos a oscuras, que sube invisible por las escaleras y se extiende sobre cada superficie con un cerco afilado, sobre el cristal de las ventanas donde la respiración forma un vaho inmediato, sobre los barrotes de hierro y las cabezas de cobre y de latón dorado de las camas, sobre la cal humedecida, sobre los cuadriláteros de las baldosas. En las habitaciones donde hay un fuego encendido o un brasero de candela y de ascuas el frío se aproxima al límite de la irradiación del calor y aguarda como una alimaña sigilosa a que las llamas mengüen o se apaguen, a que la ceniza tibia y luego fría recubra las ascuas del brasero: entonces el frío avanza, va rozando la espalda, el cogote, se va infiltrando bajo los dobleces de la ropa, sube desde el suelo hasta las plantas de los pies y luego se apodera de los tobillos, y una vez que ha progresado tanto en su invasión ya es difícil buscar refugio contra él, y te seguirá incluso escaleras arriba hacia tu dormitorio o estará esperándote en la oscuridad cuando abras la puerta.
Y aunque te des mucha prisa en desnudarte el frío te asaltará los pies en cuanto los dejes un instante desnudos sobre las baldosas, y cuando te cobijes debajo de las mantas y te cubras bien con el embozo y pienses que te has librado de él, el frío te habrá seguido y se habrá inoculado en ese refugio en el que ni siquiera la temperatura de tu cuerpo puede al principio disiparlo. Te asaltará la mano que sacas del interior caliente para apagar la luz, y te dejará heladas las dos si las empleas para sostener un libro. Escaparás de él, como escondiéndote en lo más hondo y más oscuro de una madriguera, pero se quedará esperando mientras duermes y en el silencio de tu cuarto irá creciendo minuto a minuto, y cuando te despiertes traspasará con sus aristas invisibles de hielo todo el espacio de la habitación. En casa de mi tía Lola hay calefacción, y pequeñas estufas eléctricas por si la calefacción no es suficiente, y alfombras a los pies de las camas donde los pies se posan sobre una materia cálida y acogedora. En nuestra casa grande y destartalada, con cuartos enormes, con postigos que no encajan, el único calor que hay durante el invierno está en el brasero de la mesa camilla del comedor y en el fuego de la chimenea de la cocina, al que mi madre y mi abuela arrimaban los pucheros y las trébedes de las sartenes antes de que mi tío Carlos le vendiera a mi padre una hornilla blanca de gas que da una llama azulada, y que ha de ser encendida con precauciones extraordinarias. Quisieras tener un traje acolchado y grueso de astronauta, uno de esos trajes blancos y mullidos con botas gruesas y guantes enormes como el que llevaba Buzz Aldrin cuando salió a pasear por el espacio en el último vuelo del proyecto Gemini. Flotaba, sin peso, unido a la nave por una especie de cordón umbilical, ajeno al frío sin límites de la nada exterior, viendo moverse la Tierra azulada e inmensa, la esfera que giraba majestuosa y lentísima debajo de sus pies como un globo translúcido, tan falto de peso como él mismo, un globo azul perdido en la negrura y el vacío, cubierto a medias por espirales de nubes, reflejando como un gran espejo convexo la luz solar.
Veía la frontera de la noche avanzando de este a oeste, la oscuridad tragándose continentes y océanos, y de pronto le costaba recordar a las personas queridas que estaban esperando su regreso y hasta sentir un vínculo personal con ese planeta perdido como una ínfima mota de polvo en la espiral de una galaxia. Los astronautas que ahora mismo duermen y que despegarán dentro de unas horas van a volar mucho más lejos, más allá de lo que cualquier ser humano ha llegado nunca. A una velocidad de más de treinta mil kilómetros por hora la nave Apolo Viii romperá el influjo de imán de la gravedad terrestre y cruzará el espacio en dirección a la Luna, pero ninguno de sus tripulantes llegará a pisarla. La mirarán desde muy cerca, mientras giran en su órbita, desde una distancia de no más de cien kilómetros. Pero también es posible que la nave se incendie antes del despegue, como le ocurrió al Apolo Vii hace tres meses, el 11 de octubre, cuando el módulo de mando, por culpa de la chispa de un cortocircuito que incendió en un instante el oxígeno puro que respiraban los astronautas, se convirtió en una trampa de llamas y de gases asfixiantes.
Mi abuelo y mi padre se han levantado muy de noche para aparejar a las bestias, pero mi madre y mi abuela se levantaron mucho antes que ellos, para encender el fuego y preparar la comida del día. Han bajado a la cocina en la que el frío hacía más intenso el olor a ceniza de la lumbre que apagaron anoche antes de dormirse.
Mientras dormían el frío se ha adueñado de toda la planta baja de la casa como de una ciudad sitiada donde los centinelas se rindieron al sueño, y ahora ellas tienen que empeñarse en recobrar una parte del espacio perdido, igual que ayer cuando amaneció y que mañana cuando vuelvan a levantarse y que cada uno de los días del invierno. A la luz de la bombilla que cuelga del techo han barrido la ceniza y fregado las baldosas ennegrecidas del hogar con el agua helada de un cubo que han sacado del pozo. Han vaciado los orinales en el retrete del corral.
Han cruzado el corral reluciente de escarcha para ir al cobertizo en el que se guarda apilada la leña de olivo y al entrar en él han sobresaltado a las gallinas y a los conejos que dormían al calor del estiércol. Han vuelto a la cocina cada una con un brazado de leña y han dispuesto los troncos ásperos en el hogar de la mejor manera para que el fuego prenda cuanto antes, arrimándoles un puñado de paja seca, una hoja retorcida de periódico que encienden con una cerilla. Cuando los hombres bajan a la cocina el fuego crepita y asciende por el hueco grande de la chimenea y ya hay sobre la mesa tazones de leche recién hervida y rebanadas de pan tostado untadas en aceite o en manteca. Se acercan a la lumbre para calentarse y en sus caras y en sus manos se refleja el esplendor de las llamas. El frío se ha retirado, al menos de la cocina en la que crepita el fuego, ha ido a agazaparse en las habitaciones cercanas y en los huecos más sombríos de los pasillos y las escaleras. En el retrete del corral mi abuelo y mi padre se han aliviado con largas meadas resonantes y han examinado el cielo y considerado la textura del aire y la dirección del viento para saber cómo se presentará el día de aceituna. Mi madre y mi abuela preparan la comida fría que llevaremos al campo, las fiambreras de carne o sardinas con tomate, las lonchas de tocino salado, los chorizos, las morcillas que descuelgan del techo con una vara larga terminada en un gancho, las tortas de manteca y pimentón, los grandes panes de corteza dura y polvorienta de harina y miga densa, y lo guardan todo en un zurrón de esparto al que llaman la barja. Mi madre sube fatigada y enérgica las escaleras para dejar hechas las camas antes de que nos vayamos al campo. Y esta tarde, cuando regresemos, yo me sentaré a leer junto al fuego y mi abuelo se irá a conversar sobre cosechas, temporales y sequías, junto a los grupos rumorosos de hombres vestidos de oscuro que ocupan los soportales de la plaza del General Orduña: pero mi madre, sin descansar ni un minuto, tendrá que ponerse a preparar la cena con mi abuela, y quizás antes saldrá al cobertizo del corral a lavar la ropa de todos nosotros restregándola con sus manos enrojecidas en la pila de piedra, lavándola con un jabón rudo y casero que escuece la piel, aclarándola con agua helada.