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Esperas con impaciencia y miedo una explosión que tendrá algo de cataclismo cuando la cuenta atrás llegue a cero y sin embargo no sucede nada. Esperas tumbado sobre la espalda, rígido, las rodillas dobladas en ángulo recto, los ojos al frente, hacia arriba, en dirección al cielo, si pudieras verlo, detrás de la curva transparente de la escafandra, que te sumergió en un silencio tan definitivo como el del fondo del mar cuando terminaron de ajustarla al cuello rígido del traje exterior. De pronto las bocas de quienes estaban más cerca se movían sin producir sonido y era como encontrarse ya muy lejos sin que el viaje hubiera empezado todavía. Las manos sobre los muslos, los pies juntos, dentro de las grandes botas blancas con un borde amarillo y una suela muy gruesa, sujetas para el despegue por unos cepos de titanio, los ojos muy abiertos. No escuchas nada, ni siquiera el rumor de la sangre en el interior de los oídos, ni los latidos del corazón, que unos sensores adheridos al pecho registran y transmiten, hondos, regulares, con resonancia de tambor, pero mucho menos exactos en su cadencia que la pulsación de los cronómetros. El número de tus latidos por minuto quedará registrado, como el de los corazones de tus dos compañeros, cada uno tan inmóvil y tenso como tú, los tres corazones golpeando en el interior del pecho con un ritmo distinto, como tres tambores no sincronizados. Cerrarás los ojos, esperando.

Los párpados son casi la única parte de tu cuerpo que puedes mover a voluntad y te recuerda tu frágil naturaleza física, la desnudez escondida en el interior de tres trajes sucesivos, hechos de nailon, de plástico, de algodón, tratados con sustancias ignífugas. Cada traje, en sí mismo, es ya un vehículo espacial. Hace unos años, durante más de una hora, flotaste en el vacío a una distancia de doscientos kilómetros sobre la Tierra, unido a la nave tan sólo por un largo tubo que te permitía respirar: no recuerdas miedo ni vértigo, tan sólo una sensación de perfecta quietud, moviéndote sin peso, extendiendo brazos y piernas en medio de la nada, golpeado imperceptiblemente por las partículas del viento solar. Con los ojos cerrados me imagino que soy ese astronauta. No veo estrellas, sólo una oscuridad en la que nada existe, ni cerca ni lejos, ni arriba ni abajo, ni antes ni después. Veo la curvatura inmensa de la Tierra, resplandeciendo azul y blanca y moviéndose muy despacio, las espirales de las nubes, la frontera de sombra entre la noche y el día. Pero ahora no quiero estar flotando en el espacio. Ahora cierro los ojos y alimento con datos minuciosos la imaginación para encontrarme en el interior de la nave Apolo Xi, en el segundo mismo del despegue. Controlas parcialmente el movimiento de los párpados, membranas tan delgadas deslizándose sobre la curvatura húmeda del ojo, y los músculos que mueven los globos oculares, y que por mucho que los fuerces no te dejan ver nada ni a derecha ni a izquierda. A tu derecha

y a tu izquierda están los otros dos viajeros, tan rígidos como tú en el interior de sus trajes y de sus escafandras, tendidos en la misma posición, atados por los mismos cinturones elásticos y cepos de titanio, encerrados contigo en el espacio cónico de una cámara rica en oxígeno y llena de cables, interruptores, conexiones eléctricas, una trampa explosiva, que se puede convertir en una bola de fuego si saltara la chispa nada improbable de un cortocircuito. Otros han muerto así, en un espacio tan estrecho y tan sofocante como éste, en esta misma posición que ya tiene de antemano algo de funeraria. El que estaba más cerca de la escotilla intentó desbloquear la palanca que la mantenía cerrada y no pudo, y un instante después todo el oxígeno explotaba en una sola llamarada. Láminas de metal retorciéndose al rojo vivo, humo tóxico de aislantes y fibras sintéticas, plástico derretido que se adhiere a la carne quemada y se mezcla con ella.

La cápsula está situada en el pináculo de un cohete veinte metros más alto que la estatua de la Libertad, cargado con siete mil toneladas de hidrógeno líquido tan inflamable que su superficie exterior está cubierta por láminas de hielo artificial que han de mantener baja su temperatura en el calor húmedo de los pantanos de Florida. Pero no tienes sensación de calor, a pesar del traje, de la escafandra, de los tres cuerpos tumbados uno junto a otro en la estrechura cónica, cada uno con su pulso secreto, con sus parpadeos, la sangre de cada uno fluyendo a una velocidad ligeramente distinta. Una red capilar de tubos delgadísimos permite que un flujo permanente de agua fría circule por el interior del traje espacial y lo mantenga refrigerado. Aire fresco, ligeramente oloroso a plástico, circula con suavidad sobre la piel, roza la cara, los dedos en el interior de los guantes, las yemas de los dedos que golpean de manera instintiva, con impaciencia controlada, que también registran los sensores. Pero no es aire exactamente: es sobre todo oxígeno, el sesenta por ciento, y el cuarenta por ciento nitrógeno. Cuanto más oxígeno haya mayor será el peligro del fuego.

El aire olía a sal y quizás a algas y a cieno de pantanos incluso desde la altura de la pasarela que conducía a la escotilla abierta, a ciento diez metros sobre el suelo. No había un punto más alto en toda la amplitud de las llanuras y las ciénagas que se prolongan hasta el horizonte del mar.

El olor marino del aire quedó cancelado justo al mismo tiempo que el ajuste de la escafandra al ancho cuello rígido del traje espacial abolió todos los sonidos. En la claridad del amanecer blanqueaba a lo lejos la línea recta de espuma rompiendo silenciosamente contra la orilla del Atlántico. Desde la distancia la llanura pantanosa y las playas rectas y desiertas eran un paisaje primitivo y todavía no explorado por seres humanos, un territorio virgen muy anterior a las genealogías más antiguas de los homínidos, más próximo a los episodios originarios de la vida animal sobre la Tierra, a las primeras criaturas marinas todavía con branquias que se aventuraron a arrastrarse sobre el limo. Un poco antes, todavía de noche, se veían hogueras en las playas y constelaciones de faros de coches en las autopistas donde el tráfico se había detenido, una ingente peregrinación humana aproximándose desde muy lejos a esa cegadora luminosidad blanca de la pista de despegue, donde la luz de los reflectores resalta la verticalidad del cohete rodeado de nubes de vapor y el rojo andamio metálico al que está sujeto, y cuyos anclajes se desprenderán uno tras otro en el momento del despegue entre las llamaradas y las nubes de humo. La noche era honda y lejana al otro lado de los ventanales, y había una luz blanca de clínica en los corredores y en las grandes salas de control donde nadie parecía haber dormido desde mucho tiempo atrás: caras pálidas, camisas blancas, corbatas estrechas y negras, columnas de números parpadeando en las pequeñas pantallas abombadas de las computadoras. Miércoles, 16 de julio, 1969. Esperas tendido boca arriba, inmóvil, con los ojos abiertos, igual que has esperado en la oscuridad de un dormitorio en el que has despertado antes de que te llamara nadie, volviendo la cara hacia la mesa de noche y la esfera del reloj donde los números todavía no marcaban las cuatro de la madrugada. Las hogueras de los que han venido de muy lejos y han esperado despiertos el amanecer, los faros de los coches que no pueden seguir aproximándose por las autopistas congestionadas: verán de lejos, en el horizonte plano y caliginoso de la mañana de julio, la inmensa deflagración y la cola de fuego ascendiendo muy lentamente entre las nubes negras de combustible quemado. Pero esa lentitud es un engaño visual causado por la altura y el volumen del cohete:

ningún artefacto humano ha alcanzado nunca esa velocidad. Oirán el largo retumbar de un trueno y sentirán bajo sus pies el estremecimiento de la tierra, dentro de un instante, quizás en el próximo segundo. La onda expansiva del despegue les golpeará el pecho con la violencia de una pelota de goma maciza. Quizás tú estarás muerto entonces, quemado, pulverizado, disuelto en la torre de fuego de la explosión de miles de toneladas de hidrógeno líquido: quizás dentro de un segundo no habrás tenido tiempo de saber que estabas a punto de dejar de existir. Eres un cuerpo joven que palpita y respira, un organismo formidable, en el punto máximo de su salud y su poderío muscular, una inteligencia fulgurante, servida por un sistema nervioso de una complejidad no inferior a la de una galaxia, con una memoria poblada de imágenes, nombres, sensaciones, lugares, afectos: y un instante después no eres nada y has desaparecido sin dejar ni un solo rastro, te has esfumado en ese cero absoluto que acaba de invocar la voz nasal y automática de la cuenta atrás.

Pero después del cero no sucede nada, sólo el rumor del aire que no es exactamente aire en los tubos de respiración, sólo los golpes acelerados del corazón dentro del pecho, los puntos rítmicos de luz en una pantalla de control en la que alguien tiene fijos los ojos, registrados y archivados en una cinta magnética que quizás alguien consultará después del desastre para saber el instante justo en el que la vida se detuvo. El cerebro muere y el corazón sigue latiendo unos pocos minutos, o es al revés, el corazón se para y en el cerebro dura espectralmente la conciencia como una brasa a punto de apagarse bajo la ceniza que se enfría. Lava helada y ceniza es el paisaje que estarán viendo tus ojos al final del viaje que ahora mismo no sabes si llegará a empezar, atrapado en este segundo que viene después del cero y en el que no retumba la explosión deseada y temida. Con una explosión en medio de la nada comenzó el universo hace catorce o quince mil millones de años. La onda expansiva aún aleja entre sí a las galaxias y su rumor lo captan los telescopios más poderosos, como el estruendo de esos trenes de carga que cruzan de noche las amplitudes desiertas de un continente tan inmenso que a la mirada humana le parece ilimitado. Un rumor sordo, el galope de una estampida en una llanura, percibido desde muy lejos por el oído de alguien que ha pegado la cara a la tierra. Un rumor tan poderoso que viene retumbando desde la primera millonésima de segundo de la existencia del universo, el eco del caudal de la sangre en el interior de una caracola, el tren de carga que viene desde muy lejos y que te despierta en mitad de la noche de verano. El rumor se convierte en estremecimiento y luego en sacudida, y el corazón da un vuelco al mismo tiempo que empiezan a parpadear unas luces ámbar en el panel de instrumentos y se pone en marcha con un chorro de cifras que empiezan por un cero y marean por su velocidad, marcando el comienzo del tiempo del viaje, la explosión que acaba de suceder a más de cien metros de distancia, muy abajo, en el fondo del pozo de combustible ardiente. No hay sensación de ascenso, mientras el cohete se alza con una apariencia de lentitud imposible sobre el fuego y el humo, un fulgor que se estará viendo contra el horizonte plano y el azul de la mañana desde muy lejos: no hay miedo, ni vértigo, sólo una pesadez enorme, manos y piernas y pies y cara y ojos convertidos en plomo, atraídos hacia abajo por la gravitación de toda la masa del planeta, multiplicada por cinco a causa de la inercia en los primeros segundos del despegue: el corazón de plomo y los pulmones y el hígado y el estómago presionando en el interior de un cuerpo que ahora pesa monstruosamente casi cuatrocientos kilos. Jamás un artefacto tan enorme ha intentado romper la atracción de la gravedad terrestre. Y mientras tanto el rumor continúa, pero no se convierte en estruendo, no llega a herir los tímpanos protegidos por la esfera de plástico transparente de la escafandra. Se hace más hondo, más grave, más lejano, el tren de carga perdiéndose en la noche, a la vez que los segundos se transforman en minutos en el panel de mando que está casi tan cerca de la cara como la tapa de plomo de un sarcófago. Todo tiembla, vibra, el panel de mandos delante de tu cara, el aluminio y el plástico de los que está hecha la nave, todo cruje como a punto de deshacerse, tan precario, de pronto, tu propio cuerpo se sacude contra las correas que lo sujetan y la cabeza choca contra la concavidad de la escafandra. Pero doce minutos después el temblor se apacigua y cesa del todo, y la sensación de inmovilidad es absoluta. Ya no sientes el corazón como una bola maciza de plomo en el interior del pecho, ni la zarpa de las manos sobre los muslos doblados en ángulo recto, ni los párpados como losas sobre los globos oculares. La respiración, sin que te dieras cuenta, se ha hecho más fácil, el olor a plástico del oxígeno más tenue. Algo sucede, en el interior hueco del guante de la mano derecha, y también en la punta del pie derecho: la uña del dedo gordo del pie choca contra la superficie interior acolchada de la bota, los dedos se mueven dentro del guante, sin que tú los controles. No pesas, de pronto, has empezado a flotar dentro del traje, como si te abandonaras boca arriba en el agua del mar, oscilando en el lomo de una ola. Con una sensación absoluta de inmovilidad has viajado verticalmente a once mil pies por segundo. Y algo pasa ahora delante de tus ojos, navega, entre tu cara y el panel de control, como un pez raro moviéndose muy lentamente, el guante que se acaba de quitar quien yacía a tu lado, libre de la gravedad, en la órbita terrestre que la nave ha alcanzado a los doce minutos del despegue, a trescientos kilómetros de altura sobre la curva azulada que se recorta con un tenue resplandor contra el fondo negro del espacio. El guante flota deslizándose como una criatura marina de extraña morfología en el agua tibia de un acuario.

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