Por el balcón abierto, a medianoche, miro el resplandor de la Vía Láctea sobre el valle del Guadalquivir. He apagado la luz para aliviar el calor y no atraer mosquitos, y también para ver mejor el cielo azul marino de la noche de verano, "la bóveda celeste", como dice en el colegio el Padre Director, que es muy partidario de encontrar a Dios en las maravillas de la Naturaleza. "No es una bóveda", pienso decir, pero no lo digo, callado en mi pupitre, sabiendo que el Padre Director, aunque nos da clase de Matemáticas, probablemente sigue considerando herejes a Galileo y a Newton, y les dedicará si acaso un gesto condescendiente y despectivo, como a gente descarriada, como el que dedica de vez en cuando a Lutero o a Darwin, o a esos científicos, ingenieros y pilotos americanos que planean viajes espaciales. Lutero murió de miedo y de diarrea durante una tormenta, dice el Padre Director: a Darwin, que puso en duda la creación divina de cada uno de los seres vivos, se le murió en la infancia su hija más querida. El ateo Zola se envenenó mientras dormía con las emanaciones tóxicas de un brasero mal apagado y ya no despertó, y no pudo ni arrepentirse}in extremis}. El castigo divino no es una amenaza abstracta que lo esté esperando a uno en la otra vida: Dios aniquila pronto y de manera terminante, con un rayo o con la muerte de un hijo o con una enfermedad infame que pudre las entrañas de los impíos, como el blasfemo Nietzsche, que declaró que Dios había muerto, y que fue devorado por la sífilis hasta caer en la locura y acabó hablando con los caballos. Hace dos años astronautas del Apolo Vii murieron calcinados en el interior de la cápsula durante un entrenamiento, consumidos por un incendio cuya causa no llegó a saberse, en la cima del Saturno V, que esa vez ni siquiera llegó a despegar.}El cohete Saturno V}, decía un locutor extasiado,}moderna catedral de ciento diez metros de altura para alcanzar el Cielo con las manos}. "No una catedral", corrige el Padre Director, "más bien una torre de Babel", y sonríe con una suficiencia entre despectiva y paternal ante el ejemplo de soberbia de aquellos paganos babilonios que quisieron levantar un edificio tan alto que rozara las nubes y acabaron sumidos por una broma torva de Dios en la confusión de las lenguas.
"Quieren subir a la Luna", dice el Padre Director desde el púlpito, en la capilla, o sobre la tarima del aula, "y no saben desprenderse del materialismo que les ata a la Tierra".
Pienso, los codos sobre el pupitre, la mirada al frente, en la pizarra llena de operaciones y fórmulas: "A la Luna no se sube", pero es mejor callarse y no correr el peligro de avivar una ira que enseguida estalla, una rabia fría y tensa que hace más incolora la piel de la cara del Padre Director, pegada a la osamenta, oscura en el mentón y en la barbilla. Es uno de esos hombres con el cráneo tan pelado como una calavera pero con todo el resto del cuerpo muy peludo, al menos la parte escasa que vemos de él:
las cejas unidas, proliferando sobre las cuencas de los ojos, las orejas llenas de pelos que crecen en los lóbulos o que brotan del interior del conducto del oído, la barba muy alta en la mandíbula, que siempre negrea a pesar del afeitado, el vello subiéndole hasta la nuez, por encima del alzacuellos blanco de la sotana, el dorso de la mano y los dedos muy velludos, los dedos que pinzan el cogote o la oreja de un alumno o que se contraen para golpear la nuca con un experto coscorrón, los nudillos tan duros como si sólo fueran de hueso puntiagudo y torneado.
No se sube a la Luna. No hay arriba ni abajo en el espacio, ni la Vía Láctea que relumbra en el cielo de julio es un camino misterioso ni una nube estática, ni las estrellas fugaces que cruzan la noche son estrellas, sino meteoritos que vienen quién sabe desde qué lejanías del Sistema Solar y al frotarse a tan alta velocidad con la atmósfera se consumen en un fuego pálido e instantáneo, que no deja rastro en la negrura. La nave Apolo, cuando vuelva a la Tierra después del viaje a la Luna, dentro de una semana, correrá el mismo peligro al entrar en la atmósfera, subirán hasta una temperatura próxima a la incandescencia sus láminas curvadas de metales resistentes y ligeros. Los astronautas, sujetos con sus correas a los asientos anatómicos, sentirán el calor y la sacudida del vehículo tan frágil en el que atraviesan el espacio atraídos por el imán de la gravedad terrestre, cerrarán los ojos, pensarán que ahora están más cerca de morir que en ningún otro momento del viaje. Una pavesa fugaz en el cielo nocturno, ni siquiera eso, un punto que arde y se apaga como la brasa de un cigarrillo en nuestra plaza oscurecida, o como una de las chispas que saltan en invierno de nuestras hogueras de leña de olivo, y no quedará nada de ellos, ni restos calcinados como los de los accidentes aéreos, ni siquiera cenizas.
La trayectoria del ingreso en la atmósfera deberá seguir un ángulo exacto que han calculado hasta el último milímetro los ingenieros y las computadoras: si la cápsula se aproxima demasiado a la perpendicular arderá sin remedio por efecto de la temperatura provocada por la frotación con la atmósfera; pero si el ángulo de ingreso es demasiado oblicuo, la cápsula rebotará contra las capas superiores del aire igual que un guijarro lanzado casi horizontalmente y a una cierta velocidad salta sobre el agua, y se extraviará para siempre en la lejanía del espacio.
Un gajo de luna en cuarto creciente permanece estático en el cielo del oeste, sobre los picos de la sierra, que son de un azul más oscuro que el del horizonte, un azul casi negro.
Sin una atmósfera que la proteja, la superficie de la Luna está siendo permanentemente acribillada por un diluvio de micrometeoritos que han ido creando a lo largo de miles de millones de años el polvo sobre el que caminarán los astronautas. Pero también es posible que algunos de ellos sean lo bastante grandes como para traspasar como balas las escafandras o los trajes espaciales, para horadar el fuselaje tan precario del módulo Eagle, no más grueso que una lámina de papel de aluminio. En mi casa los adultos piensan que la Luna crece, mengua, se hace delgada como una tajada de sandía, se vuelve redonda como una sandía entera, y cuando está llena tiene una cara humana, una cara pánfila y mofletuda como la mía. Desde muy niño he oído a mi madre, a mi abuela y a mi tía Lola cantar una canción, mientras hacen las camas y barren la casa, mientras sacuden los pesados colchones de lana o van de una habitación a otra con cestas de ropa blanca entre las manos:
}Al Sol le llaman Lorenzo y a la Luna, Catalina.
Cuando Lorenzo se acuesta se levanta Catalina}.
El hierro de los barrotes del balcón todavía está caliente. El calor sube aún de la tierra apisonada de la plaza, de los guijarros del empedrado de la calle del Pozo. A mi espalda, en la habitación a oscuras, están la cama y la pequeña estantería donde guardo mis libros, y también la mesa de madera desnuda en la cual he dejado abierto el álbum de recortes sobre los viajes de las misiones Gemini y Apolo: los cohetes como delgados lápices en la lejanía despegando entre nubes de humo y de fuego contra el cielo de Florida, las ilustraciones fantásticas sobre futuras estaciones espaciales y bases permanentes en la Luna, la silueta de Buzz Aldrin en su paseo ingrávido a doscientos kilómetros de distancia de la Tierra, unido a la cápsula Gemini por un tubo largo que parece enredarse como un cordón umbilical. Me imagino que vivo solo en lo más alto de un faro o del torreón de un observatorio, y que instalo un potente telescopio delante del balcón y anoto observaciones astronómicas en un pequeño cuaderno, a la luz de una linterna. Hay un clamor lejano de grillos y de perros que viene de la hondura del valle del Guadalquivir, traído por una brisa caliente que apenas llega a estremecer las copas de los álamos bajo mi balcón. En la Luna no hay brisa ni viento que alteren el polvo de la superficie, tenue como ceniza muy cernida: pero los científicos dicen que hay algo llamado el viento solar, hecho de las partículas que irradian las formidables explosiones nucleares en el interior del Sol.
El viento solar sugiere naves espaciales con velas desplegadas de titanio, con paneles extendidos que recogerán la energía y permitirán viajes hasta más allá de Neptuno y Plutón.
Qué hay más lejos, qué sentirían los astronautas que dejaran atrás la órbita de Plutón y vieran al Sol convertirse quizás en una estrella anaranjada y diminuta, qué sensación de haberse extraviado para siempre.
Suena en alguna parte el timbre débil de un teléfono, muy repetido, como el canto de los grillos, pero mucho más raro, porque en nuestra plaza, donde hay ya varias antenas de televisión sobre los tejados, casi nadie tiene teléfono, ni siquiera Baltasar, que lo considera un gasto inútil. El único teléfono parece que está en la casa pegada a la nuestra, la que llaman la casa del rincón, la única cuya puerta está cerrada durante el día, y en la que vive solo ese ciego que apenas tiene trato con los vecinos, y que a mí me daba mucho miedo cuando era pequeño, con sus gafas negras muy grandes y su cara marcada por cicatrices rojizas. Las salamanquesas acechan inmóviles, cabeza abajo sobre la cal de las fachadas, cerca de las esquinas donde las bombillas de la iluminación pública atraen a los insectos. Igual de atentamente vigilarán las arañas que han tejido su tela en los intersticios del tejado o en el canalón de estaño que pasa bajo el alero, aguardando la vibración que les indique que una víctima ha caído en la trampa tenue y mortal de los hilos de seda. Los murciélagos vuelan por encima de los tejados con aleteos silenciosos, lanzándose como aviones de caza contra sus presas invisibles, a las que detectan gracias a un sistema muy complejo de ultrasonidos, mil veces más refinado que el radar. Tan ciegos como nuestro vecino, pero mucho más ágiles. "Contemplando las mil maravillas de la Naturaleza", dice el Padre Director en la capilla del colegio, y levanta los dos brazos extendidos, "quién podrá negar la infinita sabiduría del Creador. Si vemos por el campo un reloj, y nos admiramos de su extraordinario mecanismo, ¿quién podría negar la existencia del Relojero que lo ha construido?".
La brisa lenta y cálida trae el sonido de la última función del cine de verano, disparos de revólveres o redobles de cascos de caballos en alguna película del Oeste, trompeteos, clamores de multitud o choques de espadas en una de romanos, fragores marítimos en una de piratas, o de exploraciones y naufragios. Sobre los tejados, en los corrales, en las plazuelas del barrio, el estruendo del cine es uno de los elementos naturales de la noche, como lo sería el de los truenos de una tormenta o el de la lluvia goteando por los aleros y los canalones. Se acaba la película, hacia la una de la madrugada, y sólo entonces llega el silencio, con un fondo de murmullos de vecinos que aún no han dado fin a la tertulia nocturna, sentados en grupos junto a las puertas de las casas, con la desgana de volver al aire caliente de los dormitorios. Algunos vecinos ya no sacan las sillas para la tertulia, porque prefieren quedarse viendo sus televisores recién adquiridos: por las ventanas abiertas de par en par, al otro lado de las rejas, se ve al pasar una habitación a oscuras en la que se perfilan bultos de personas inmóviles contra la fosforescencia de las pantallas encendidas. También nosotros tenemos ya un televisor, desde hace unos meses, y aunque mi padre se resistió tanto a comprarlo y renegó diciendo que una vez más mi tío Carlos iba a estafarlo con uno de sus aparatos innecesarios por los que había que pagar plazos que no se acaban nunca, ahora se queda solo viéndolo cuando los demás salimos al fresco de la calle y nos vamos al cine, y cuando volvemos está dormido y roncando frente a la pantalla en la que ya no hay nada más que una nieve de puntos luminosos.