Por las ventanas abiertas salen a la calle ráfagas de conversaciones y fragmentos de anuncios, voces de niños, de madres que dan órdenes, se oye el sonido de los cubiertos sobre la loza y el choque de los vasos de una cena familiar. Cada noche las voces metálicas y muy articuladas de la televisión se superponen en el barrio a las de los vecinos que conversan y a las de los niños que se quedan a jugar hasta muy tarde, porque es verano y al día siguiente no habrá que ir a la escuela.
Yo escucho, asomado al balcón, en el último piso que ahora sólo es mío, desde que se casó mi tío Pedro, escucho y vigilo, miro pasar por la calle del Pozo a la gente que vuelve del cine de verano, muchos de ellos con botijos de agua fresca, con fiambreras en las que llevaron la cena para tomársela mientras veían la película.
El timbre distante del teléfono vuelve a sonar, o quizás ha estado repitiéndose tan monótonamente como los cantos de los grillos y yo no lo he escuchado. Al llegar junto a cada corrillo de vecinos, el que pasa dice buenas noches, y los vecinos interrumpen la conversación para contestarle a coro con un buenas noches idéntico, aun en el caso raro en que ni el uno ni los otros se conozcan. El ciego sale de su casa o vuelve a ella cuando es ya muy tarde y los corros de vecinos se han retirado, y además procura pasar por los callejones menos frecuentados, caminando siempre muy cerca de la pared, rozándola con una mano extendida, manejando con la otra el bastón con el que da breves golpes de reconocimiento sobre el empedrado, sobre las baldosas de las aceras y los bordillos rectos de piedra.
Solo que estas últimas noches no hay tertulias en nuestra plaza, ni al menos en la mitad de la calle del Pozo que va a desembocar en ella. No hay tertulias ni ruidos de televisores por las ventanas abiertas porque se sabe que Baltasar está muriéndose, por respeto a su lenta agonía. Al otro lado de la calle, frente a mi balcón abierto, está la casa de Baltasar, prolongada por el muro blanco de los corrales y el huerto. Es la casa más grande y sus corrales y su huerto también son los más extensos del barrio. Hay grandes higueras, una palmera que casi llega a la altura del balcón donde yo estoy asomado, cuadras hondas para los mulos y los cerdos, cercados para los pollos de cresta roja y para los pavos que responden como un coro idiota cuando se los interpela desde lejos. Cuando yo era pequeño mi tío Pedro me tomaba en brazos junto al balcón abierto y me mostraba el huerto de Baltasar y su muchedumbre de pavos y me decía que los pavos hablan y entienden lo que se les dice, y pueden responder a las preguntas.
Gritaba, para demostrármelo: “¡Pavos de Baltasar! ¿Qué habéis comido hoy?" Del corral subía hacia nosotros, desde el otro lado de la calle estrecha, un gran clamor de sonidos guturales, como de erres y de oes que mi tío Pedro traducía para mí: "Hemos comido arroz, arroz, arroz". El 25 de agosto, el día del santo de la mujer de Baltasar, las puertas del huerto que daban a la calle del Pozo se abrían para los invitados en una fiesta de manteles blancos sobre largas mesas de convite y bombillas de colores colgadas en hileras entre los árboles. Una pequeña orquesta de saxofón, batería, contrabajo y acordeón tocaba pasodobles y canciones modernas. Había grandes garrafas de vino y neveras con barras de hielo para mantener frescas las botellas de cerveza, platos de gambas cocidas, de aceitunas, de patatas fritas, gaseosas y Coca-Cola para los niños. A la mañana siguiente, al barrer las puertas de las casas, rociando la tierra con el agua de los cubos de fregar para que se asentara el polvo, las vecinas comentaban entre sí que la fiesta de Baltasar había sido "como una boda".
"Más que muchas bodas", ponderaba mi abuelo, con su amor por las cosas grandes y los gestos fantasiosos. Había vecinos que eran invitados a la fiesta del santo de Luisa y otros que no, y eso marcaba distancias y rivalidades sutiles entre ellos. A nosotros siempre nos invitaban, y cada año, según se acercaba la noche de San Luis, yo podía espiar una conversación parecida entre mis abuelos: -No seré yo la que vaya este año.
– Mujer, cómo no vas a ir, si son los vecinos de enfrente, y nos han invitado.
– Nos invitan para darnos envidia.
– También se la damos nosotros a los que no pueden estar en el convite.
– Creerán que por invitarnos se nos olvida lo que nos hicieron.
– Lo pasado, pasado.
– Yo no soy como tú. A mí no se me olvida ni se me olvidará nunca.
No habrá fiesta este año: dentro de algo más de un mes, cuando llegue el día de San Luis, Baltasar estará muerto, y es muy probable que ni siquiera entonces mi abuela le haya perdonado un agravio que sucedió en un pasado lejano y sombrío y que yo no logro saber en qué consistió. No sé nada del pasado ni me importa mucho pero percibo su peso inmenso de plomo, la fuerza abrumadora de su gravedad, como la que sentiría un astronauta en un planeta con una masa mucho mayor que la de la Tierra, o con una atmósfera mucho más pesada. La masa de Venus es menor que la de la Tierra, pero su atmósfera venenosa de anhídrido carbónico es tan densa que una nave espacial quedaría aplastada sin llegar a posarse sobre su superficie. En Júpiter mi cuerpo pesaría más de quinientos kilos, pero Júpiter es una esfera de hidrógeno líquido agitada por tormentas que duran milenios y en la que se hunden con grandes deflagraciones como de bombas nucleares los meteoritos gigantes atraídos por la fuerza de su gravedad. Lo que sucedió o no sucedió hace veinte o treinta años gravita sobre los mayores con una fuerza invisible que ellos mismos no advierten, y algunas veces, escuchando sus conversaciones, viéndolos acudir cada día a sus tareas sin recompensa, tengo la sensación de verlos caminar como buzos con enormes zapatones de suelas de plomo, cada uno con la joroba del pasado sobre los hombros, doblándolos bajo su peso como cuando se doblan bajo un costal lleno de trigo o de aceitunas. No hay ningún adulto cuya figura no proyecte hacia atrás la sombra perpetua de lo que hizo o de lo que le sucedió en otro tiempo. El pasado de los mayores es un mundo al que yo sólo puedo asomarme por rendijas estrechas, una casa oscura en la que casi todas las habitaciones están cerradas con llave y las ventanas tienen los postigos echados, y dejan salir si acaso un hilo de luz, tan delgado como el que ahora se filtra hacia la plaza desde la ventana de la habitación donde yo visité a Baltasar esta tarde.
}Hemos comenzado a explorar el Universo y no nos detendremos en la conquista de la Luna}, ha dicho el ingeniero Von Braun en el telediario de las nueve de la noche. Me imagino al médico -doctor Medina, le decía temerosamente la sobrina de Baltasartambién sentado frente a un televisor, renegando a solas y en voz alta, llamando nazi a Von Braun. Para los larguísimos viajes espaciales del futuro quizás será preciso reclutar y entrenar como astronautas a condenados a muerte, ofreciéndoles la conmutación de la pena capital a cambio de que acepten viajar durante el resto de sus vidas. Se ha acabado la película en el cine de verano, se han retirado hacia el interior caliente de las casas los últimos vecinos que apuraban la tertulia y hace ya un rato que la fotografía del general Franco, la bandera española ondeante y el himno nacional señalaron el fin de los programas de la televisión, dejando en las pantallas una niebla de puntos grises y blancos que mantiene todavía hechizados durante varios minutos a los espectadores más tardíos. Otros científicos sugieren que los viajes espaciales exigirán que los comiencen parejas clínicamente perfectas, que tendrán descendencia durante la travesía, y sus hijos se casarán a su vez con los de otros tripulantes y así sucesivamente,}con el fin de seguir el gran viaje de generación en generación}.
Ahora, en el silencio, que tiene un fondo de grillos y de perros, cuando también en mi casa se han dormido todos y yo sigo despierto y asomado al balcón como un vigía en un faro, o como uno de aquellos astrólogos babilonios que observaban el cielo desde las terrazas de sus zigurats y que dieron a las estrellas y a las constelaciones sus nombres más antiguos, la única casa en vela y con las luces encendidas de todo el barrio de San Lorenzo es la de Baltasar. Me parece que oigo pasos en ella, puertas que se abren y se cierran, que vuelvo a escuchar muy cerca la respiración del moribundo, a quien el dolor y el insomnio lo mantienen atado a la conciencia, y quizás también una terca decisión de no ceder a la muerte, él que durante tantos años hizo lo que se le antojaba e impuso su voluntad tiránica a quienes vivían a sus órdenes, asustados de sus gritos, de su fuerza brutal, medrosos y dóciles para solicitar su favor, un jornal o una limosna.
El motor solitario de un coche se acerca a la plaza por los callejones:
quizás han llamado al médico porque Baltasar se ahoga, porque ahora sí que viene el final. Pero el coche se aleja, y el silencio vuelve a la plaza, el silencio que la colma como el agua quieta de un estanque, lisa en la superficie, muy levemente ondulada por la brisa nocturna que roza las hojas de los álamos. El timbre de un teléfono sigue sonando. Unos pasos lentos, unos golpes menudos de bastón percutiendo sigilosamente contra el empedrado y contra la cal de una pared avisan de que se acerca el ciego Domingo González y que va a doblar de un momento a otro la esquina de la Casa de las Torres.
Por una de las ventanas entornadas en la casa de Baltasar viene ahora un rumor de rezos. Repiten oraciones, esparcen agua que llaman bendita, ponen estampas de santos o de vírgenes cerca del moribundo. Igual podrían danzar en torno suyo con las caras pintadas y agitando sonajeros de calabazas llenos de semillas secas. "Una estampa de la Virgen del Carmen bendecida por Su Santidad el Papa viajará con los astronautas a la Luna, cumpliendo una petición del Padre Carmelo de la Inmaculada, director de la revista de devoción mariana}Lluvia de Rosas}, que alcanza una gran difusión en todo el mundo", decía ayer el periódico}Singladura}, que viene de la capital de la provincia y está tan mal impreso que las caras o los objetos apenas se distinguen en los rectángulos negros de sus fotografías. "El astronauta Aldrin consultó con su director espiritual minutos antes del despegue de la nave Apolo".
Desde el fondo de mi casa, por la oquedad en sombras de las escaleras, suben hasta mí las campanadas del reloj de la sala. Las dos de la madrugada. Las dos de la madrugada del jueves 17 de julio de 1969. Primer año de la Era Espacial. Trigésimo tercer aniversario del Glorioso Alzamiento Nacional, dicen con voces enfáticas los locutores de la radio y de la televisión, que hoy darán mucha más relevancia en sus informaciones a la efemérides del levantamiento de Franco que a las últimas novedades sobre el viaje a la Luna. Aniversario, Alzamiento, Efemérides, Glorioso, Cruzada, Victoria. Según se acerca el 18 de julio las voces de los locutores se ahuecan y engolan y proliferan los discursos cargados de mayúsculas y las fechas con números romanos, los himnos marciales, las imágenes de batallas y desfiles del tiempo de la guerra, la figura de Franco, el Caudillo, el Generalísimo, un viejecillo calvo, redondeado, fondón, como el abuelo de alguien, vestido a veces de uniforme militar y otras con un traje como de jubilado pulcro, la cintura del pantalón muy alta sobre la barriga floja. Cuando transmiten por televisión un acto oficial en el que alguien con camisa azul grita al final de un discurso: “¡Viva Franco!”, Baltasar se incorpora en su sillón de mimbre y grita roncamente: “¡Viva!” La duración de plomo del pasado se mide en conmemoraciones y en números romanos: a mí me gusta el tiempo inverso y veloz de la cuenta atrás que lleva segundo a segundo al despegue de un cohete Saturno, y más todavía el que empieza en el instante del despegue: segundos de prodigio, minutos y horas de aventura y suspenso, cada hora numerada en su avance y en el cumplimiento exacto de los objetivos de una misión volcada a un porvenir luminoso de adelantos científicos y exploraciones espaciales.