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Bajo las ramas del granado, en el espacio umbrío donde está la alberca en la que lavamos la hortaliza y la fruta a la caída de la tarde, mi padre y yo desayunamos con la primera luz de la mañana, cuando el sol aún no ha remontado los cerros del este y corre una brisa fresca y casi húmeda que levanta un rumor suave en las hojas de los árboles y trae consigo los olores limpios y precisos de la vegetación, de la tierra y del agua: el olor de las ovas en la alberca, el de las hojas ásperas y la savia picante de las higueras, el de las hojas tiernas y empinadas en el fresco del día de las matas de tomates, un olor tan intenso que se queda en las manos cuando las apartan delicadamente para no romperlas mientras tantean en busca de los tomates que ya están rojos, y que es preciso recoger a esta hora tan temprana del día, porque si se hace un poco más tarde el calor ya los habrá reblandecido y se aplastarán fácilmente. Es la hora de regar la tierra, para que el agua no se evapore demasiado pronto, y también la de cortar delicadamente los pimientos y las berenjenas en sus matas, y la de tantear con cuidado los higos a ver si ya están maduros, aunque puede saberse sin tocarlos, me explica mi padre, tan sólo por su color más oscuro y por el olor dulce que despiden, y por el modo en que su peso hace que se doblen en las ramas, en vez de permanecer tiesos sobre ellas, como cuando todavía están verdes. Hay que explorar las matas de pepinos, y que buscar entre las hojas enormes el verde oscuro y la curva lisa de las sandías, el amarillo o el verde de lomo de lagarto de los melones: el fruto es muy pesado, y el tallo que lo une a la mata muy frágil, de modo que hay que actuar con mucho cuidado, para no arrancar un melón o una sandía que no estén en sazón y serán desperdiciados. El verano es la estación de los frutos más opulentos y dulces, pero no basta haber cuidado las plantas a lo largo del año, haber escogido las mejores semillas, podado los árboles, labrado y estercolado la tierra: también hace falta una delicadeza última a la hora de la cosecha, una aproximación cautelosa que empieza por la mirada atenta y el olfato, por la observación de matices de color y síntomas de gravidez que sólo el ojo adiestrado percibe y que la mano secunda con una diestra sutileza, con una determinación que tiene algo de caricia. Hay que espantar a los pájaros, tan certeros en calibrar la sazón exacta de las frutas que les gustan, y hay que mantener a raya a los diminutos parásitos, a los grillos y a las curianas que anidan en el espesor fresco de las matas de tomates y se alimentan de ellos, a los escarabajos de caparazón rayado que ponen sus huevos en el envés de las hojas de las berenjenas y las patatas y pueden comérselas enteras con su mordedura ínfima y tenaz. A los gorriones les gustan las cerezas y vuelan en bandadas a picotearlas en cuanto empiezan a estar rojas y dulces, pero no prestan atención a los albaricoques, cuya pulpa naranja atrae tanto a hormigas y avispas. Cuando yo era más pequeño mi padre me mandaba a patrullar bajo las higueras, los cerezos y los ciruelos agitando un cencerro enorme de vaca para asustar a los pájaros, o me hacía recorrer las hileras de patatas, de berenjenas y pimientos buscando los escarabajos y echándolos a un cubo mediado de agua que llevaba conmigo.

Cuando había muchos en el cubo, lo volcaba sobre una zona dura y seca de tierra y los espachurraba a pisotones, y empezaba de nuevo.

Los frutos del verano son un sistema solar de cuerpos esféricos de diversos tamaños que mi padre y yo recogemos a la hora más fresca del día, cuando el mundo parece intacto y como recién creado, a salvo todavía del agobio del sol, recién salido de los procesos nutritivos de la noche.

Cuando veía de pequeño las ilustraciones de los planetas girando en sus órbitas alrededor del Sol me imaginaba que cada uno era una fruta, según su tamaño: Mercurio una cereza, Venus una ciruela, la Tierra un melocotón, Marte un tomate, Júpiter una sandía, Saturno un melón amarillo y redondo, Urano una manzana, Neptuno un albaricoque, Plutón un guisante remoto, todos flotando armoniosamente en el vacío, girando como los carricoches voladores en las atracciones de la feria.

Mi padre no ha ido hoy al mercado a vender aunque es viernes, porque es la fiesta nacional, el 18 de julio. Me ha despertado cuando aún era de noche, cuando nadie estaba despierto todavía en la casa, ni siquiera mi madre. Yo me había dormido muy tarde, escuchando en la radio la última crónica del corresponsal desde Cabo Kennedy, y al principio me tambaleaba de sueño y se me cerraban los ojos. Hemos salido a la plaza de San Lorenzo y el cielo empezaba a volverse azul oscuro sobre las copas de los álamos, donde aún no piaban los pájaros. Todavía estaban encendidas las bombillas de las esquinas y se filtraba un hilo de luz amarilla entre los postigos de la habitación en la que agoniza Baltasar. Mi padre baja por las calles empinadas hacia el camino de las huertas montado en el mulo, y yo, medio dormido, le sigo sobre la burra de mi abuelo, que también se queja de soportar mi peso liviano, como un sirviente marrullero y gandul. La luna en cuarto creciente palidece en el cielo del valle, donde aún es visible Venus.

– La estrella de la mañana -dice mi padre, con el ánimo despejado y jovial que le produce el madrugón, la cabalgata demorada hacia el campo.

– No es una estrella, sino un planeta.

– ¿Y cuál es la diferencia? -Que una estrella tiene luz propia, y un planeta refleja la del Sol, igual que la Tierra.

– ¿Y en ese planeta hay gente, igual que aquí, y madrugan, y van al campo, y comen, y hacen de todo, como nosotros? -El cielo está siempre cubierto de nubes y hace muchísimo calor, más de cuatrocientos grados, y la atmósfera está llena de gases venenosos -leo tan fervorosamente las enciclopedias de Astronomía de la biblioteca pública que los datos más peregrinos se me adhieren sin ningún esfuerzo a la memoria-. Si hay alguna forma de vida no se parecerá nada a las de la Tierra.

– Pues si vive alguien seguro que quiere venirse aquí, a disfrutar de este fresquito.

Mi padre arrea al mulo hasta imponerle un trote ligero, que la burra quejumbrosa no secunda. Hemos dejado atrás las últimas casas de Mágina y tenemos delante de nosotros la extensión verde de las huertas que cubren la ladera y más allá, en la llanura, los olivares ondulándose hacia el río y la sierra. Este paraíso tan propicio a la vida no existiría con sólo que la Tierra estuviera un poco más cerca o un poco más lejos del Sol:

los olivos, las higueras, los granados, la hierba tierna y jugosa en las acequias, el resplandor de oro de los trigales por donde ya avanzan lentas cuadrillas de segadores encorvados manejando las hoces, los pinares y encinares que oscurecen las estribaciones azuladas y violetas de Sierra Mágina. Éstos son los azules que ven los astronautas desde el espacio: quizás ahora mismo distinguen el perfil pardo y despejado de la Península Ibérica, tan remoto para ellos y tan poblado de vida invisible como una gota de agua lo es para mí. Desde el espacio, a esa distancia, no se puede saber que la Tierra es un planeta habitado, hirviente de una infinidad de formas orgánicas. ¿Dios creó una por una todas las especies de insectos, de hierbas, de gusanos y caracoles y grillos y pájaros, todos los frutos de la tierra, con el único fin de alimentar al hombre? ¿Utilizó sus matemáticas sagradas para determinar la distancia exacta entre la Tierra y el Sol a fin de que los océanos no se evaporasen, pero cuidando también de que el planeta no estuviera tan lejos que el frío excesivo hiciera imposible la vida? Los dos dedos índices del padre Peter se juntan verticales y huesudos delante de su cara, y él se olfatea las uñas de manera casi imperceptible:

?Explica el azar todas esas circunstancias excepcionales en el Sistema Solar, la distancia justa hacia el Sol, la composición de la atmósfera, incluso la velocidad de la rotación y la traslación y la ligera pero decisiva inclinación del eje de nuestro planeta, gracias a las cuales se suceden armoniosamente el día y la noche y las estaciones? Quién sabe lo que habrá debajo de las nubes densas de ácido sulfúrico de Venus, donde un día dura doscientos cuarenta y tres días terrestres y la temperatura llega a ser tan alta como para fundir el plomo.}En 5, y probablemente mucho antes, en 1980,} ha predicho Wernher von Braun,}habrá vuelos tripulados a Marte, y antes de fin de siglo se llegará a Venus}. Pero también he leído una historia que se desarrolla en 1990 y en la que la Tierra se ha vuelto tan inhabitable como Venus por culpa de las emisiones de dióxido de carbono que han envenenado irreparablemente la atmósfera y han hecho que suban tanto las temperaturas que los hielos polares se han fundido y el mar se ha tragado las ciudades costeras. Piratas submarinos saquean las cámaras acorazadas de los bancos de Nueva York buscando cargamentos de oro y una raza de mutantes anfibios coloniza los túneles sumergidos del metro. Cómo seré yo, si estoy vivo, en 1980, en 1985, en ese fin de siglo del año 2000, que no parece una fecha posible de la realidad, sino una encrucijada en el tiempo tan fantástica como las colonizaciones planetarias y como los diversos porvenires de apocalipsis nucleares o desastres naturales propiciados por la ceguera humana que abundan en las historias de ciencia ficción, y también en las noticias de actualidad:

cuando vuelvan a la Tierra los astronautas del Apolo Xi tendrán que vestir trajes y escafandras especiales y pasarán tres semanas en cuarentena para evitar el peligro de que hayan traído de la Luna gérmenes desconocidos que siembren epidemias exterminadoras contra las que el organismo humano no tenga defensas. Cómo será tener cuarenta y cuatro años, tres más de los que tiene mi padre ahora mismo, mi padre a quien el pelo ya se le ha vuelto blanco y le resalta por contraste la juventud de su cara ancha y enérgica, el color moreno de su piel.

De pronto el futuro resplandeciente de las predicciones científicas se me vuelve sombrío cuando pienso que en el año 2000 mi padre será un hombre de setenta y dos, y mi madre cumplirá setenta, y mis abuelos probablemente estarán muertos.

Con la ayuda de una navaja mi padre corta en pedazos pequeños una loncha de tocino sobre un gran trozo de pan.

Desayuna de pie, ensimismado y tranquilo, examinando con deleite de propietario la parte de la huerta que sus ojos abarcan desde aquí, el paisaje familiar que la rodea, las huertas de los vecinos, el ancho camino de tierra que sube hacia la ciudad, la casilla blanca y los cobertizos, las terrazas llanas, cruzadas por canteros rectos y acequias, donde verdean las hojas de las hortalizas, las líneas de higueras, granados y frutales, que dan sombra a las veredas y que separan entre sí las zonas de cultivo. Ésta es su isla del tesoro y su isla misteriosa, y en ella se siente como Robinson Crusoe cuando ya había colonizado la suya, y si tuviera que abandonarla se pasaría el resto de la vida añorándola. Su padre y su abuelo labraron esta misma tierra, pero nunca llegaron a poseerla, trabajando siempre como aparceros de otros que les esquilmaban la mitad de los frutos de su esfuerzo y los trataban como a siervos. Él ha podido comprarla, ahorrando desde que era muy joven, renunciando a tener una casa propia, llenándose de deudas cuyos plazos rondan siempre sobre él y algunas noches le quitan el sueño.

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