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Esa tarde, alta y recortada contra el edificio gris del Ideal Cinema, había una figura femenina que desafiaba con su ademán temerario y el resplandor de su belleza toda la triste resignación del final del domingo, la rutina de los paseos, la beatería mansa de los feligreses que entraban a las iglesias o salían de ellas, la conformidad de los matrimonios y de las parejas de novios que se congregaban junto a los mostradores de las pastelerías para comprar paquetitos de dulces. Rubia, exótica, con un traje de chaqueta entallado, con tacones altos, con una boina ladeada, con los ojos entornados y un cigarrillo entre los labios muy rojos, con una metralleta entre las manos, Bonnie Parker recortada de un fotograma en tecnicolor y cubriendo iluminada por reflectores la fachada del Ideal Cinema.

}Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo}. Quizás Dios no me perdonaría si en lugar de asistir a la misa del domingo entraba al cine para ver}Bonnie amp; Clyde}, que además sólo estaba autorizada para mayores de dieciocho años. Pero yo iba peinado con raya, tenía algo de bigote, llevaba puesto el traje de los domingos, marrón oscuro, con corbata, el traje que mi madre me había mandado hacer como una mortificación más del tránsito hacia la vida adulta. Alguien que pasara por la calle podría descubrirme en la cola del cine: alguien de mi familia, algún conocido de mis padres, o peor aún, un cura del colegio que hubiera salido a pasear por la ciudad aprovechando la tarde libre del domingo. Faltar a misa sin justificación un domingo es un pecado contra el tercer mandamiento,}Santificarás las fiestas}, un pecado mortal tan grave como cualquier otro, y si uno se muere sin haberlo confesado irá derecho al Infierno. Los mandamientos de la Santa Madre Iglesia son tan inapelables como los artículos del Código Penal. Pero ya no había remedio, y yo estaba a punto de incurrir en otro pecado mortal, a no ser que el taquillero se me quedara mirando desde el otro lado de su estrecha ventanilla oval y se negara a venderme una entrada, señalando el letrero bien visible bajo el cartel de la película. Pero había mucha gente en la cola, sobre todo soldados rústicos y turbulentos del cuartel de Infantería, y la sesión estaba a punto de comenzar, así que el taquillero ni siquiera levantó los ojos cuando le pedí una de las entradas más baratas, las del graderío de tablones pelados que está en lo más alto del cine y llaman el gallinero.

Respiraba voluptuosamente el olor a terciopelo viejo y a ambientador barato. Los dorados, los cortinajes granate, los corredores poco iluminados del Ideal Cinema, me traían a la imaginación el interior del Nautilus.

En esta misma penumbra yo había visto otra tarde de domingo y de invierno}Veinte mil leguas de viaje submarino}. El verde esmeralda y el azul profundo de los mares falsos del cine me habían emocionado tanto como el azul oceánico de los mapamundis, en los que yo había aprendido a situar la longitud y la latitud de los itinerarios del capitán Nemo, la posición exacta en el Pacífico Sur de la isla de Lincoln, donde habían tenido su paraíso durante veinte años los náufragos de}La isla misteriosa}, y que sería vano buscar ahora en los mapas, porque la había desintegrado la erupción de un volcán.

El capitán Nemo se había quedado solo en el Nautilus, esperando la muerte, sepultado de antemano en la tumba suntuosa de su navío submarino.

Cuando las luces del cine se apagaban uno se disponía a una forma de inmersión aún más poderosa que la de la lectura. Tanta gente mirando la pantalla en la oscuridad, y cada uno a solas, cada uno atrapado y sumergido en su versión privada de un sueño común. Pero también en el cine, como en la lectura, se insinuaba la presencia misteriosa y crudamente sexual del deseo. Tantas veces me había excitado, clandestino y solo entre las siluetas oscuras de los otros, mirando las caras, las piernas largas, los escotes de las actrices, vislumbrando por un instante un pecho desnudo que no había acertado a cortar la censura, una figura desnuda de mujer al otro lado de una cortina translúcida al fondo de un bosque iluminado a contraluz. Se veían a veces sombras, parejas abrazadas, enredadas en una especie de contorsión a medias clandestina, en jadeos sofocados. Decía Fulgencio el Réprobo que al Ideal Cinema sólo los tontos iban a ver la película: que había putillas jóvenes que se acercaban a los soldados en cuanto se apagaban las luces, y se dejaban magrear y hacían cualquier cosa por unas monedas.

Pero empezó la película y ya no vi ni escuché nada que no sucediera en la pantalla, y no me importó condenarme al Infierno ni suspender el curso ni verme arrojado por amor a una carrera suicida de asesinatos, atracos de bancos y huidas delirantes por carreteras secundarias en las que siempre estaría a punto de sucumbir a una emboscada.

Me enamoré de Faye Dunaway como no me había enamorado de nadie hasta entonces, con el amor carnal, fascinado y adánico que había sentido hacia mi tía Lola cuando era pequeño y con la excitación que me deparaban las gitanas de pechos blancos, pelo revuelto y muslos desnudos a las que veía cada tarde de verano en sus chabolas del arrabal. Me enamoré de Faye Dunaway más que de la rubia Sigrid, la amada nórdica del capitán Trueno, y más todavía que de Monica Vitti con su boca grande y sus ojos rasgados y que de Julie Christie entregándose con devoción serena y presentimientos de infortunio al amor ilegítimo de Yuri Zhivago, perdiéndolo para siempre en el cataclismo de la revolución bolchevique. Faye Dunaway con su hermoso nombre exótico que yo no sabía pronunciar, con su melena corta y recta a los lados de los pómulos, tan delgada, tan joven, deseable y desnuda bajo un vestido de verano estampado, con los hombros huesudos y los labios muy carnales, con un mechón de pelo muy liso cruzándole la frente, la mirada letárgica bajo las pestañas muy largas y los párpados maquillados, el humo de un cigarrillo surgiendo entre los dientes, por la boca entreabierta, ofrecida, con una mueca fácil de desdén o de crueldad, con un gesto de ternura ebria cercano al abandono o al desvanecimiento. Faye Dunaway encarnando la vida breve y la pasión verdadera y el sacrificio de Bonnie Parker, aliada en la huida, la rebeldía, la persecución y la muerte de Clyde Barrow, como los amantes que morían muy jóvenes en las leyendas antiguas:

más guapa que nunca cuando estaba a punto de morir, retorciéndose y tambaleándose mordida por las balas como en un baile largo, demorado, demente, en el silencio y la ingravidez de un éxtasis supremo, flotando antes de derrumbarse para siempre en el engaño visual de la cámara lenta.

Después de salir del cine volvía hacia mi casa por los callejones como un viudo trágico, con mi traje de adulto y mi corbata oscura, seguido por mi sombra que proyectaban las bombillas de las esquinas y por el eco de mis pasos sobre el empedrado, habitado por el amor imposible y la belleza luminosa y carnal de Faye Dunaway, dispuesto a disimular y a mentir, a contar que había ido a misa, a entregarme a un porvenir de atracos a bancos y aventuras sexuales con mujeres rubias y perdidas, a encerrarme cuanto antes en la caseta del retrete.

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