Para ser quien imagino que soy o aquel en quien quisiera convertirme tengo que huir y tengo que esconderme.
Me escondo en mi habitación del último piso y en la caseta del retrete o en el cobijo de las sábanas, donde disfruto de mis dos placeres más secretos, mis dos vicios solitarios, el onanismo y la lectura. Los dos me dejan igual de enajenado, y muchas veces se alimentan entre sí. En el canto de algunos de mis libros hay una línea más oscura que indica el pasaje por donde los he abierto con más frecuencia, el que me ha deparado el punto exacto de estimulación. Escenas eróticas casi nunca explícitas, con un pormenor o dos que las vuelven irresistibles, y que me llevan infaliblemente a la crecida del deseo, a su control cuidadoso, a la prolongación de un éxtasis que parece siempre el anticipo de una dulce ebriedad y se disuelve enseguida en disgusto y vergüenza. En una novela una prostituta egipcia se acerca a un hombre en la penumbra de un templo y le muestra sus muslos y sus pechos desnudos, y cuando él se acerca a tocarla ella rompe a reír y huye, y él la persigue por corredores iluminados con antorchas. En otra, un soldado, durante la guerra, en Londres, el día anterior de salir para una misión de la que no volverá vivo, visita a una mujer que empieza a desnudarse delante de él y le da la espalda para desabrocharse el sujetador. Cuando la mujer se vuelve con el pelo rojo suelto sobre los hombros pecosos y los pechos desnudos y la sombra rojiza del vello púbico entre los muslos apretados es como si yo estuviera en esa habitación y hubiera oído chasquear el broche del sujetador y los muelles de la cama y como si reviviera uno de esos sueños que me visitan puntualmente cada noche, un poco antes del amanecer y me hacen despertarme en un estado de opresiva melancolía y desarmada ternura, enamorado de fantasmas carnales que no se corresponden con ninguna presencia femenina y real, con ninguna de esas muchachas deseables a las que miro de lejos y con las que nunca he hablado.
Me enamoro de actrices de películas, de personajes de novelas, de desconocidas a las que veo por la calle, a las que sigo en un trance impune de deseo y de invisibilidad, porque no advierten mi presencia o no imaginan lo que hay en mi pensamiento. Me he enamorado de la dependienta de una papelería que tiene siempre en el escaparate novelas de Julio Verne y de H. G. Wells, y de Monica Vitti en cada una de las películas en las que he podido verla y en los carteles que las anuncian a las puertas del cine.
Me he enamorado de Julie Christie en}Doctor Zhivago} y de Fay Wray cuando tiembla de miedo medio desnuda y agitando las piernas en la palma de la mano de King Kong, y de cada una de las extranjeras jóvenes, de pelo liso y falda muy corta, con una cámara de fotos al hombro, a las que a veces veo, con una punzada de pura emoción sexual, paseando exóticas y perdidas por los callejones de nuestro barrio, consultando una guía turística. Me enamoré este invierno, una noche de domingo, en el gallinero del Ideal Cinema, de una actriz rubia a la que no había visto nunca hasta entonces, Faye Dunaway, rubia y diáfana, delgada, como la gitana que da de mamar cada tarde a su bebé en las Casillas de Cotrina, con un punto asiático en el perfil y en las sienes, en la boca entreabierta, en los ojos rasgados.
Eran las vísperas de las vacaciones de Navidad y del viaje del Apolo Viii, la primera nave espacial que iba a romper del todo el imán de la gravedad terrestre y a situarse en órbita alrededor de la Luna. Al día siguiente, como todos los lunes, había clase de Matemáticas. El Padre Director haría rebotar sobre la mesa el resorte de su bolígrafo invertido, complaciéndose en la expectación aterrada, en el silencio del aula, antes de abrir su cuaderno de tapas negras y decidir si iba a cortar pies o a cortar cabezas. El lunes proyectaba anticipadamente su sombra carcelaria sobre la tarde fría y breve del domingo, en la que había un clamor de campanas de iglesias y un olor a humo de madera fresca de olivo, el olor de las tardes invernales de Mágina. Por la mañana yo había estado trabajando con mi padre en la huerta, ayudándole a recoger y a lavar la hortaliza que él vendería al día siguiente en el mercado. Sin darme mucha cuenta yo me había ido alejando de mis amigos de la escuela y de mis compañeros de juegos infantiles en la calle. Apenas conocía a nadie, en el colegio nuevo, y vivía embargado por una turbia sensación de soledad que se me abría como un abismo en esas tardes de domingo, en la casa grande y helada donde oscurecía demasiado pronto y donde mi familia permanecía apiñada junto al fuego de la cocina o en torno a la mesa camilla del comedor, al calor del brasero.
El periódico estaba lleno de anuncios de pisos con calefacción central y agua caliente, con ascensor de bajada y subida, con zonas ajardinadas y piscinas. Para que nosotros nos laváramos con agua caliente teníamos que poner una olla en el fuego, y que verterla luego en la palangana, mezclada con agua fría, para que nos durase más. Me lavé como pude, me peiné delante del trozo de espejo colgado de un clavo en la pared de la cocina, examinando con recelo el avance de los granos, el de los pelos del bigote que aún no me había empezado a afeitar.
Me puse el traje formal de los domingos, me peiné con la raya al lado, y no con flequillo recto, como había hecho hasta el verano anterior, que fue también el último en que llevé pantalones cortos. Mi madre y mi abuela me pasaron revista, como ellas decían, me corrigieron la raya del pelo, la posición de la corbata, me alisaron las cejas con saliva. Mi madre me dio la moneda de veinticinco pesetas de mi paga del domingo, que yo ahorraba casi completa, para comprar algunos de los libros que estaban expuestos en los escaparates de las papelerías.
No les mentí cuando les dije que iba a ir a misa. En esa época -tan remota, y hace sólo unos pocos mesesaún iba a misa todos los domingos, consciente de que si faltaba estaría cometiendo un pecado mortal. Pero esa tarde sentía una mezcla rara de vergüenza de mí mismo y discordia hacia el mundo, de encono contra el Dios omnipotente y contra sus representantes en la Tierra, los curas pálidos y crueles a cuya autoridad me vería sometido de nuevo en cuanto llegara la mañana siniestra del lunes. Estaba el padre Peter, desde luego, que no pegaba nunca ni amenazaba con el fuego eterno y literal de la condenación.
Pero él asistía con perfecta indiferencia a los castigos que aplicaban los otros, o miraba hacia otra parte, o hacía como que no se enteraba, siempre cordial y dinámico, ausente de pronto, ensimismado en una benévola contemplación, dócil ante el Padre Director, riéndole las gracias.
Sonaba el último toque de campanas cuando llegué a la plaza de Santa María, delante de la fachada de la iglesia. Me parecía estar viendo por primera vez a la gente que entraba, con la que yo me había mezclado tantas veces, y que ahora me despertaba una mezcla de hostilidad ideológica y desagrado físico: beatas viejas, vestidas de negro, con velos sobre las cabezas; matrimonios burgueses, igualados por un embotamiento idéntico, hombres con bigotillo fino y con gafas oscuras, mujeres de papada gruesa y de ceño irritado; parejas de novios jóvenes que ya parecían marcados por los estigmas de la conformidad y de la vejez, por largas vidas futuras de aburrimiento mutuo y crianza de hijos y repetición de actos tan desganados como el de acudir a misa cada domingo por la tarde, para escuchar al párroco ultramontano que predicaría desde el púlpito contra las minifaldas y el libertinaje, contra la inmoralidad de las costumbres y la desvergüenza del cine. El tedio dominical y católico de Mágina se me volvía irrespirable:
me veía a mí mismo avanzando en medio de esa gente camino de la iglesia, con mi corazón endurecido, con mi dosis secreta y vulgar de pecados que recibirían una absolución de trámite, la farsa apresurada de una confesión en el oído de un extraño y de dos o tres oraciones repetidas de memoria. Me veía en la cola de los que iban a recibir la comunión, las cabezas bajas, las ropas oscuras, las miradas de soslayo, la hostia adherida en el cielo de la boca, deshaciéndose en la saliva, porque si uno la mordía estaba cometiendo un pecado mortal. El pan y el vino convertidos en la carne y en la sangre de Cristo, no metafóricamente, sino de una manera tangible:
así que o estaba uno participando en una pantomima o en un acto de canibalismo, quizás un residuo de los cultos primitivos en los que se ofrecían a los dioses sacrificios humanos.
Me excitaba la audacia de mis propias ideas: me hacía sentirme un librepensador, como Voltaire o Giovanni Papini, de quien hasta el padre Peter dice que es una lectura peligrosa, un alma valiente, pero equivocada. ¿Me fulminaría el Dios omnipresente, vengativo y colérico de los relatos de los curas con una enfermedad atroz y vergonzosa, con una súbita desgracia, la noticia de la muerte de mi padre cuando volviera a casa, por ejemplo, el descubrimiento de un cáncer en la médula espinal, causado a medias por el hábito de las pajas y por los pensamientos impíos? Oía cantar a un coro de beatas dentro de la iglesia:
}Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo, perdónale, Señor.
No estés eternamente enojado…} ¿Por qué ese enojo eterno, por qué la necesidad colectiva y cobarde de humillarse pidiendo perdón? ¿Siempre era Dios inocente y siempre eran culpables los seres humanos, cada uno de ellos y desde el nacimiento, manchados por el pecado original? Miré a un lado y a otro, por miedo a que me viera alguien conocido, me di la vuelta y decidí que nunca más iría a misa a no ser que me obligaran.
Tenía una tarde entera por delante y una moneda intacta de cinco duros en el bolsillo del pantalón. Por la plaza de los Caídos, donde está la estatua del ángel que sostiene en brazos al héroe falangista que ha recibido un tiro en la frente, subí a la calle Real. Parejas de novios y matrimonios lentos tomados del brazo empezaban en ella el paseo reglamentario que llevaba a la plaza del General Orduña y luego a la calle Nueva y terminaba en la explanada del hospital de Santiago, donde daban la vuelta para repetir cansinamente el mismo itinerario. En la calle Real estaba la barbería de Pepe Morillo, donde mi padre me llevaba a cortarme el pelo cuando era pequeño, y un poco más arriba la fachada magnífica del Ideal Cinema, ocupada en las épocas de grandes estrenos por efigies de cartón recortado de los protagonistas de las películas: Charlton Heston vestido de Moisés en}Los diez mandamientos} y de Rodrigo Díaz de Vivar en}El Cid}; Alan Ladd con las piernas muy separadas y un revólver en cada mano en}Raíces profundas}; Clint Eastwood cabalgando con un poncho viejo y mordiendo un cigarro en}La muerte tenía un precio}. El verano anterior la fachada del Ideal Cinema había amanecido un día cubierta por una lona en la que había pintado un paisaje polar, con icebergs, acantilados de hielo, osos blancos, pingüinos: era el anuncio de la novedad prodigiosa del aire acondicionado, que mantendría fresco el interior de la sala incluso en las noches más tórridas, mucho más agradable que la brisa caliente en los cines al aire libre.