Miro los escaparates de las papelerías igual que hace sólo unos años miraba en los de las tiendas de juguetes los trenes eléctricos que por una razón misteriosa nunca me traían los Reyes Magos. Miro los escaparates de las papelerías y el de una tienda de óptica en la que también hay objetos tan deseables y tan inaccesibles como los trenes de entonces y como los libros que no tengo dinero para comprar: microscopios por los que me gustaría ver la pululación de la vida en una gota de agua, un telescopio de largo tubo blanco que me permitiría ver los cráteres, los océanos, las cordilleras de la Luna, quizás el Mar de la Tranquilidad en el que dentro de menos de cuarenta y ocho horas se posará el módulo Eagle,}Águila} según mi diccionario de inglés, la cápsula en forma de poliedro con largas patas articuladas que parecen extremidades de una araña o de un cangrejo robot. En un volumen de relatos de ciencia ficción que pude comprar después de verlo, un día tras otro, durante largas semanas de incertidumbre y ahorro, en el escaparate de una papelería, leí una historia de cangrejos robots alimentados por la energía solar que captaban con espejos poliédricos: los fabricaban en un laboratorio, en una isla apartada de las rutas de navegación, y de pronto los cangrejos metálicos, con sus costados de espejos que relumbraban al sol del trópico, empezaban a reproducirse, a multiplicarse, y arrasaban la pobre vegetación de la isla, y luego acosaban a los científicos que los habían fabricado, y que se refugiaban vanamente en el laboratorio. Se iban congregando alrededor del edificio, con un estrépito de patas y articulaciones metálicas, de pinzas de acero que chocaban entre sí y ascendían por las paredes hasta llegar a las ventanas, repicando sobre ellas con sus pinzas agudas, rompiendo los cristales, al mismo tiempo que otras patas, pinzas y mandíbulas rompían las cerraduras de las puertas, invadían corredores y escaleras, alcanzaban a los científicos aterrados, las batas blancas manchadas de sangre.
La mayor parte de las cosas que me gustan son inaccesibles: las miro tras un cristal, o desde una lejanía a la que ya me he acostumbrado porque es una de las dimensiones naturales de mi vida. Los lugares a los que me gustaría ir, las islas que están en medio del océano Pacífico o en ninguna parte, las llanuras y las laderas rocosas de la Luna, las mujeres muy jóvenes o no tan jóvenes que me hechizan nada más mirarlas y de las que no puedo apartar mis ojos avivados por una codicia clandestina, por un deseo que carece de explicaciones igual que de asideros con la realidad, y que me convierte en un perseguidor secreto, en un don Juan obstinado y sonámbulo, en un onanista al mismo tiempo devoto y angustiado que incurre en su vicio tan asiduamente como se deja abatir luego por la vergüenza y el remordimiento. Me despierto casi cada mañana con el frío y la humedad de una eyaculación y el recuerdo de un sueño en el que no hay actos sexuales, porque apenas sé nada de ellos, sino visiones mórbidas atesoradas en el estado de vigilia, unas piernas morenas, un escote con un hueco de penumbra separando un par de tetas blancas, o ni siquiera eso, roces casuales, olores, fotogramas de películas, el muslo de una esclava apareciendo por la abertura lateral de una túnica en una historia de romanos, los pies descalzos con las uñas pintadas de rojo y unas ajorcas en los tobillos. Me despierto mojado, incómodo, culpable, con la angustia del miedo al pecado en el que sin embargo ya no creo y a la enfermedad que según la ciencia dudosa de los curas será tan destructiva para el cuerpo como lo es la culpa para el alma estragada.
El vicio solitario. Debilita el cerebro, reblandece la médula espinal, diluye la fuerza de los músculos hasta confinar al enfermo en una languidez que en los casos extremos acaba en parálisis, en descontrol de la orina y la evacuación de las heces: imagino a un sujeto miserable, confinado en las salas de un manicomio, un despojo humano con la boca babeante, la mirada húmeda y perdida, la cara desfigurada por granos purulentos -no muy distintos de los que me salen a mí-, la bragueta manchada de orines y de otros flujos ya sin control, un crudo pañal de plástico atado a su cintura debajo de los pantalones del pijama de enfermo.
– ¿Y vale la pena sacrificarlo todo por un espasmo de placer pasajero? -dice el Padre Director, en la penumbra siniestra de la capilla, alumbrada por cirios, durante los ejercicios espirituales-. ¿Tanto valor concede el desdichado pecador a ese instante que está dispuesto a pagar por él con la ruina de su cuerpo mortal y la condenación eterna de su alma? El vicio solitario: el secreto que me aparta de los otros, volviéndome consciente de una interioridad que hasta hace nada yo no sabía que existiera, o en la que habitaba tan confortablemente como cuando me escondía debajo de las sábanas y las mantas en mi cama de niño o me encerraba a leer en un cuarto en el que no iban a encontrarme y al que no llegaban las voces y los sonidos de mi casa, los pasos fuertes de los hombres en las escaleras, las pisadas de los cascos de los animales percutiendo en el suelo empedrado del portal o en los guijarros o en la tierra apisonada de la calle. Mi plácida soledad de lecturas y ensueños era mi Nautilus, mi Isla Misteriosa, mi cabaña confortable y segura de Robinson Crusoe, mi velero de navegante solitario, mi sala oscura de cine, mi biblioteca imaginaria en la que cualquier libro que yo deseara estaría al alcance de mi mano. Cuando mi padre me llevaba con él a la huerta los deberes que me imponía eran tan livianos que podía pasarme largas horas a solas, sin hacer nada o casi nada, internándome entre las higueras o los cañaverales para imaginarme que era un explorador en el centro de África, observando a las hormigas o a los saltamontes o espiando a las ranas que se mimetizaban con las ovas de la alberca. A cada instante me convertía sin esfuerzo en lo que por capricho me apetecía ser y me inventaba una ficción adecuada a mi identidad fantástica. Era un pionero o un trampero indio en los bosques vírgenes de Norteamérica. Era un naturalista persiguiendo especímenes de mariposas exóticas en el Amazonas. Era el explorador que en mitad de una noche selvática escucha alaridos mitad animales mitad humanos en la isla del doctor Moreau. Era cualquier personaje de la última novela o tebeo que hubiera leído o de la última película que hubiera visto la noche anterior en el cine de verano. Yo no había probado el sabor agrio del trabajo obligatorio ni sabía que en la penumbra sabrosa de la soledad pudiera agazaparse como un animal dañino la vergüenza.
Estaba solo pero no me sentía aislado de los otros, separado de ellos por una barrera tan invisible y tajante como el cristal de los escaparates de las papelerías y de las tiendas de juguetes, en las que algunas veces todavía se me quedan prendidos los ojos.
Sigo envidiando los Scalextrics con sus pistas sinuosas de carreras y sus coches de colores vivos, los trenes eléctricos, los veleros de casco rojo y velas blancas, con sus cordajes de hilo y sus banderas en lo alto de los mástiles. Pasé solo los primeros años del despertar de la conciencia, solo en mis divagaciones y en la mayor parte de mis juegos pero también custodiado por los mayores y seguro de su compañía y del caudal permanente y numeroso de su ternura, tan discreta que me protegía sin sofocarme y sin volverse opresiva o debilitadora. Presencias benévolas me habían llevado de la mano, alzado en brazos, protegido la boca con una bufanda de lana antes de salir al frío, levantado el embozo hasta la barbilla antes de apagar la luz para que me durmiera, me habían traído al dormitorio en penumbra tazas de leche caliente con cacao y zumos de naranja cuando estaba enfermo, permitido que prolongara unos días más una convalecencia sin volver todavía a la escuela, me habían contado cuentos y cantado canciones, leído libros infantiles y tebeos con la voz dubitativa de quien no aprendió bien a leer en la infancia y separa con dificultad las palabras, confortado en la oscuridad, rescatado de las pesadillas de la fiebre, dejado tras la cortina de un balcón, en las madrugadas del día de los Reyes Magos, regalos modestos que me sobrecogían de dicha por el efecto mágico de su simplicidad: una pequeña pizarra, un pizarrín blanco de textura casi cremosa, una caja de lápices de colores y un estuche que al abrirlo desprendía un aroma de madera fresca matizado por el olor de la goma de borrar todavía intacta, una pelota de goma con los continentes, los océanos, las islas, los círculos polares, la cuadrícula de las longitudes y las latitudes, un coche de lata azul, un libro con un submarino o con un globo aerostático en la portada, o con una bala de cañón aproximándose a la Luna. Me había dormido muy tarde, por la impaciencia y el nerviosismo, y me despertaba cuando la claridad vaga del amanecer revelaba apenas las formas de las cosas, dejando intactas oquedades de sombra en las que mis pupilas intentaban en vano discernir el contorno misterioso de algo que podía ser un regalo. Años después, cuando mi hermana dormía conmigo, los dos esperábamos el amanecer del 6 de enero despiertos y abrazados, como los hermanos perdidos de los cuentos, y aunque yo ya sabía el secreto de la inexistencia de los Reyes me gustaba alimentar su credulidad y sin darme cuenta me contagiaba de ella.
Ahora mi hermana, a la distancia de seis años, todavía habita el mundo que yo he abandonado. Seis años es una vida entera: es el tiempo que me separa del ayer remoto de mi primera comunión, y si lo proyecto hacia adelante y quiero imaginarme a mí mismo cuando haya cumplido diecinueve la extrañeza es mayor todavía, casi tanta como si pienso en el futuro lejano de las predicciones aeronáuticas y las novelas y las películas de ciencia ficción. Cómo será el mundo en 1984, en 1999, en el año 2000. Una serie de televisión que no me pierdo nunca se llama}Espacio 1999}: la sola enunciación de esa fecha ya da un vértigo de tiempo remoto, situado mucho más allá de la realidad verosímil. Habrá estaciones espaciales permanentes y vuelos regulares a la Luna y probablemente a Marte. Naves robots habrán traspasado la densa atmósfera venenosa de Venus y establecido bases de observación permanentes en alguna de las lunas de Júpiter.
Aunque quizás la civilización humana tal como la conocemos habrá sido destruida por una guerra nuclear, y algunos supervivientes habrán logrado refugiarse en planetas lejanos, o habrán mirado los hongos de las explosiones atómicas desde los telescopios de la Luna, florones blancos de muerte y destrucción ascendiendo hacia el espacio desde la superficie azulada de un planeta en el que va a extinguirse por completo la vida. O casi por completo: se salvarán organismos muy resistentes, ratas, cucarachas, hormigas, arañas, sometidos tal vez a cambios genéticos, a monstruosos saltos evolutivos causados por la radiación nuclear. Habrá ciudades subterráneas de insectos, como las que encontraron los exploradores de Wells bajo los cráteres de la Luna. Habrá en los lugares más apartados del mundo grupos de hombres y mujeres que se hayan salvado y retrocederán a la Edad de las Cavernas. O un solo hombre y una sola mujer, desnudos como Adán y Eva, inocentes, amnésicos, darán origen en una isla o en un refugio a cientos de metros bajo tierra a una nueva especie humana…