– El mensaje bíblico no es fácil -el padre Peter tiene ahora una sonrisa de conmiseración hacia mí-. Mentes de primera categoría, desde los padres de la Iglesia, se han esforzado en comprenderlo durante diecinueve siglos. Sabios, historiadores, eruditos, expertos en lenguas orientales, en jeroglíficos, en escritura cuneiforme. ¿Y vamos nosotros a pensar que lo entendemos todo, en una simple lectura, como se entiende una noticia del periódico? El padre Teilhard de Chardin no fue un sacerdote cualquiera, un simple teólogo. Fue un científico, y uno de los grandes del siglo Xx. Un paleontólogo de primera categoría, descubridor de fósiles como el}Homo pekinensis}. Pero para él la evolución no era un proceso ciego, guiado por la casualidad o por la ley terrible, la ley injusta de la supervivencia de los fuertes. La evolución tiene un sentido, un impulso ascensional, que está en toda la naturaleza, en la semilla y en el árbol que crecen desde el interior de la tierra, en el simio que alza sus manos y su cabeza de ella para mirar al horizonte, para caminar erguido. En el astronauta que rompe la fuerza de la gravedad levantado hacia el cielo por la fuerza inmensa del cohete Saturno. Detrás de la evolución está el diseño de Dios, que es a lo que los cristianos hemos llamado siempre la Providencia…
– ¿Y si hay otros seres más inteligentes y más evolucionados que el hombre en planetas de otras galaxias? -Daría lo mismo -dice el padre Peter, después de unos segundos de vacilación-. La acción salvadora de Cristo reviste dimensiones cósmicas.
– ¿Y los dinosaurios? -¿Qué pasa con los dinosaurios? -al padre Peter se le está acabando la paciencia.
– Se extinguieron hace sesenta y cinco millones de años, por culpa del impacto de un meteorito gigante sobre la Tierra.
– Es sólo una hipótesis, como sabes.
– Gracias a la extinción de los dinosaurios pudieron prosperar otras especies, como los primeros mamíferos…
– Seguimos en el terreno de la hipótesis -el padre Peter pone cara de intensa meditación, las manos juntas y rectas delante de la boca, como si rezara, las uñas a la altura de la nariz-. ¿Adónde quieres llegar? -Si no desaparecen los dinosaurios no hay mamíferos que progresen en la Tierra -tomo aliento, nervioso, embriagado de mi propia temeridad, de mi palabrería-. Y si no hay mamíferos no hay simios, ni homínidos, y por lo tanto no hay seres humanos. ¿Fue Dios, o la Divina Providencia, quien envió aquel meteorito gigante a chocar contra la Tierra, para que se extinguieran los dinosaurios? El padre Peter observa mi excitación, mi nerviosismo: adopta una expresión voluntaria de paciencia, una actitud entre de ironía y de afectuosa mansedumbre.
– Así que, según tú, no hay lugar para Dios en el orden del Universo.
?Eres ateo? -Soy agnóstico, padre -trago saliva al decir esa palabra, que aprendí no hace mucho de él.
El padre Peter mueve la cabeza pensativamente, mira la hoja en la que ha estado dibujando flechas, esquemas, diagramas, líneas que se entrecruzan.
Se pone en pie y yo aprovecho para levantarme, suponiendo con alivio que da por terminada la entrevista. Se me acerca, ahora menos alto que yo, y me pasa una mano por el hombro, confidencial, sin rendirse, lleno de serena paciencia.
– Comprendo tus inquietudes -dice, en voz baja, y puedo oler su aliento cercano-. Sé que sigues buscando, y que el camino no es precisamente fácil. ¿Quieres que te confiese? -No tengo tiempo -miento de nuevo, y me desprendo de él-. Tengo que irme al campo a ayudar a mi padre.